Juán Antonio Aguilera Monchon.El Papa en España, todo un lujo: es el jefe de uno de los estados más antidemocráticos del mundo (una teocracia androgerontocrática), y de una organización, la Iglesia católica, con un currículum criminal inigualado. No digo esto último sólo por las muertes en el haber de la Iglesia gracias a las Cruzadas, a la Inquisición… ni de los casos en que hubo condescendencia o complicidad, como en las connivencias de los más píos Papas con el nazismo.
Los crímenes católicos a menudo han sido y son más sofisticados que el mero asesinato (aunque ya en esto cuesta encontrarles rivales históricos). Piénsese en el franquismo: la Iglesia era parte esencial del facineroso régimen nacional-católico que no sólo encarceló, torturó y mató a muchos miles de personas; además, la Iglesia se ocupó de perpetrar retorcidos «crímenes mentales» de difícil ponderación. Por ejemplo, ¿cuántos millones de mujeres pasaron por la vida sin disfrutar ni un minuto de su sexualidad, de su cuerpo, gracias a Dios? Se me puede decir que uno, o una, es algo más que su propio cuerpo, como se me pueden decir otras tonterías, pero pocas veces han sido más dañinas y crueles.
Vayamos a la actualidad. La iglesia de hoy, la del Papa que nos visita, sigue manteniendo unas creencias anticientíficas y antirracionales, a menudo grotescas (en particular, la virginidad de la Virgen, la resurrección de Jesús, otros milagros, la «otra vida», el alma, un Dios personal), y una moral que choca en buena medida con los derechos humanos. El ímpetu ecuménico y teologal de los católicos se aprecia en que intentan imponer su moral a todo dios. Las creencias las inculcan, ya que es imposible desde la razón (de hecho hay que violentarla), mediante técnicas de abuso mental que aplican mediante la «santa intolerancia» (san José María Escrivá dixit) a quienes menos defensas tienen: los niños. Pero, además, en su respeto a las santas tradiciones, la «Santa Madre» no olvida seguir siendo extraordinaria y descaradamente criminal, ahora con su política anticondones en torno al sida, liderada inmisericorde y personalmente por Ratzinger: ¿alguien puede negar seriamente que la Iglesia (y su jefe) es culpable de innumerables crímenes contra la humanidad, especialmente en África? Hay que apreciar en lo que vale que las actitudes de la Iglesia, basadas en buena parte en un libro tan reprobable moralmente como la Biblia (la Bilia me había salido, quizás empujado por el Espíritu Santo, pues acababa de cagarse una paloma en mi portátil), la sitúen tan a menudo en contra de los derechos humanos, en especial los de los homosexuales, los niños, los enfermos terminales… y, claro, las mujeres: recuerden que para decir misa es imprescindible tener pene y testículos -eso sí, como meros ornamentos no expuestos ni necesariamente funcionales.
Y, sin embargo, oh maravilla, tales actitudes no sólo no la llevan, como se podría esperar, a la ilegalidad, sino que el Estado español le concede, apoyándose en unos Acuerdos con la Santa Sede firmados en los años 70 del siglo pasado, unos privilegios inverosímiles. Privilegios, para empezar, económicos, que, si se suprimieran, supondrían un alivio muy notable de la crisis económica: considérense los 10.000 millones de euros anuales que la Iglesia recibe, aparte de otras prebendas y del enorme patrimonio acumulado durante siglos. (¡Y el portavoz de los obispos llama «parásitos» a quienes denuncian estos desafueros). Pero privilegios también de otra índole: ¿quieren abusar de los niños? Pues ahí los tienen, en la escuela, mentes tiernas… y culitos tiernos: sí, el abuso mental ocasionalmente deriva (es sólo un paso más) en abuso físico, ese pecadillo. Es sabido que la Iglesia, por su perversa moral sexual, acumula personas con graves traumas y complejos (hay excepciones, gentes buenas, e incluso inteligentes, pero que no salieron airosos del abuso mental que sufrieron ellos mismos); parecen especialmente preocupantes los de los clérigos homosexuales reprimidos (pues los heteros lo están menos, sus escarceos sexuales con las fieles y las monjitas son aún más asumibles, se acepta que es que algunas «están de pecado»), bastantes de los cuales acaban siendo pedófilos y finalmente pederastas: nada extraño si se analiza el turbio origen moral.
En nuestro país, esta macabra e ilustre organización tiene además el mérito de gozar de un apoyo popular excepcional gracias a las supersticiones marianas: millones de personas tiemblan de emoción con las «Vírgenes», mitos basados en María, la madre del divino Jesús, cuya mayor hazaña más o menos contrastada es que tuvo su primer hijo sin darse antes el gustito muy humano (o tal vez también divino)… con José, quien acabaría siendo su santo marido. ¿Dónde está el «misterio», dónde el milagro? Los creyentes, en su afán de que en el portal de Belén san José no rivalice con la vaca, insisten en que es que Dios le dio a María el poder de tener un hijo sin fornicio. Pero, ay, muchos descreídos no saben verle interés a este poder, ¡sino precisamente al contrario! Al margen de esto, el arraigo de la Iglesia en España se observa en su inmensa presencia en los llamados ritos de paso: nacimientos, «iniciaciones» (las primeras comuniones), bodas, defunciones. La costumbre hace pensar incluso a muchos descreídos que, sin no les da con el hisopo un cura, estos ritos pierden altura.
Hay que reconocer que, aparte de con las creencias y ritos de arraigo popular, la Iglesia medra en nuestro país y en el mundo gracias a un altísimo estatus económico y social conquistado trabajosamente a base de derramamiento de sangre y abuso de poder durante siglos… ¡pero sigue siendo considerada la institución del bien por excelencia! Algunos se preguntan: «¿cómo explicar algo así si no hay todo un Dios (malvadillo, eso sí) detrás, eh?».
Ese estatus nos ayuda a explicar el apoyo institucional a la Iglesia, y a eventos como el que nos ocupa, de tantos cargos públicos (alcaldes, militares, etc.) que tienen, bien dos dedos de frente, bien unas convicciones democráticas de mejillones en escabeche, o -lo más frecuente, me temo- las dos cosas a la vez. Cargos que no respetan la libertad de conciencia de los españoles, ¿hay algún problema? ¡No! De hecho, los ejemplos supremos son el rey Juan Carlos y su hijo Felipe; al fin y al cabo, son los cargos de origen más antidemocrático que disfrutamos; no sólo no han sido elegidos por la ciudadanía, sino que el Rey fue impuesto por aquel insigne católico llamado Franco, el caudillo de España por la gracia de Dios. Padre e hijo exhiben su espíritu santo -sus apegos supersticiosos- cuando nos representan a todos, con un par: no en privado, como debería ser si respetaran la Constitución (aconfesional) y al resto de ciudadanos, sino como autoridades máximas del Estado… y haciendo campechano alarde («¿eh, pod qué no te callas?», podría decirme el padre). Cuando el rey, ejerciendo de tal -de símbolo de la unidad y permanencia de España, según dice el art. 56.1 de la Constitución- se humilla ante el Papa arrodillándose, nos humilla a todos los españoles. Parece que no hay nada que hacer contra estas y otras actitudes reprobables (si las hubiere, quiero decir) de «la Corona»: es inviolable, a diferencia de los niños catequizados por la Iglesia; el responsable legal de los actos del rey es el presidente del Gobierno. Y si el «primer alcalde» actúa con esta simpática insolencia, hasta el último mono -alcalde, en este caso- se cree legitimado para imitarlo.
Ahora viene a España el mismísimo Papa, este personaje tan ilustre como indeseable, y el Estado (laico, ¿recuerdan?, y con un presidente «laicista radical») se vuelca con la visita infinitamente más que con la de cualquier líder democrático: dinero de diversas fuentes públicas, cesión de espacios públicos (incluyendo centros de enseñanza para acoger a los creyentes), genuflexiones reales, etc., etc., etc. (véanse todos los datos en www.laicismo.org). ¿No es un escándalo? Multitud de autoridades y cargos públicos ejerciendo devotamente de ovejas ante el gran Pastor (las reclamaciones por la metáfora, a Jesús), aunque no sean católicos. En el caso del rebaño socialista, olvidando sus nobles principios -ya sabemos que abrazan el alzheimsocialismo-. Habrá que tener cuidado para no resbabalar; baste añadir que el espectáculo repugna a los más sensatos de entre los propios cristianos. Algunos analistas ven en circunstancias así una de las más claras pruebas -junto al manejo económico y político de que gozamos- de que la transición democrática fue, como suele repetirse, «ejemplar»: una ejemplar… estafa.
Quiero acabar abriendo alternativas. Vienen elecciones, y, ante la derecha pepera y más papera, el PSOE propone a Rubalcaba, con un discurso más hisopado de ocurrencias izquierdoides que el de su pánfilo antecesor (un asustamonjas que se asusta de las propias monjas… cuando van a votar). Pues veámoslo ante esta «prueba del 9»: ¿promete denunciar de una vez por todas los Acuerdos del Estado español con la Santa Sede? Recordemos que estos acuerdos, aberrantes y anticonstitucionales, rebajan la soberanía de España al someterla a un estado extranjero, y extienden el nacional-catolicismo hasta hoy. Sólo su derogación haría posible una buena Ley de Libertad de Conciencia -como la que propone Europa Laica- y, cuando tuviéramos una nueva visita de un líder religioso de tanto postín, no recibiría apoyo estatal (y tampoco impedimentos), por lo que no resultaría tan aparatosa… pero a cambio no sentiríamos tanta indignación y vergüenza por nuestra memocracia (vaya, otra vez la paloma).
Sobre los crímenes de la Iglesia quiero ilustrar con mi blog, de libre y recomendada difusión:
http://crimenesdelcristianismo.blogspot.com/