Los niños robados por el franquismo relatan su historia, recuperada por Garzón
Natalia Junquera
El País 23/11/2008.
«Oí gritos desgarradores: ‘¡No me la quiten! ¡Me la quiero llevar al otro mundo!’. Otra exclamaba: ‘¡No quiero dejar a mi hija con estos verdugos. Matadla conmigo!’. (…) Se había entablado una lucha feroz: los guardias que intentaban arrancar a viva fuerza las criaturas del pecho y brazos de sus madres y las pobres madres que defendían sus tesoros a brazo partido. Jamás pensé que hubiese tenido que presenciar escena semejante en un país civilizado». Esto lo escribió el fraile Gumersindo de Estella en sus memorias. Como capellán de la prisión de Torrero (Zaragoza) presenció en sus múltiples formas, el encarnizamiento de los vencedores con los vencidos, sus mujeres y sus hijos. El robo de niños es quizá la fórmula más atroz y menos conocida de la represión franquista. «Durante más de 60 años no ha sido objeto de la más mínima investigación», denunció esta semana el juez Baltasar Garzón en el auto en el que se inhibe de la causa abierta contra Franco.
De lo que pasaba después con aquellos niños da cuenta otro capellán con inquietudes bien distintas en una carta que escribió desde la Casa Cuna de Sevilla a los futuros padres de una de aquellas criaturas: «Mis queridos amigos: la madre de la niña se presentó en la Diputación (…) al ver esto y prever que les podían hacer pasar a ustedes un mal rato, decidí no hablar ni tocar el asunto en la Diputación hasta que no estuviera alejada la idea de esta mujer y cuando ustedes fueran ni se acordaran que tal mujer había ido a reclamar nada».
El régimen robó niños a las madres presas, los repatrió sin permiso de sus padres ni de los países a los que la República los había evacuado durante la guerra y desde 1941, permitió por ley que les cambiaran los apellidos, impidiendo para siempre que su familia los encontrara. No se sabe cuántos fueron. Muchos de esos niños habrán muerto ancianos sin saber cuál era su verdadero nombre. Estas son algunas historias de las madres que no olvidaron, los que tuvieron la suerte de reencontrarse y los que siguen buscando.
ANTONIA RADAS
«Me llamaba Pasionaria»
Tuvieron sólo un año y medio para conocerse, «para hacernos preguntas», aclara Antonia. «Yo tenía 54 años cuando conocí a mi madre. Ella, 87». Carmen y Antonia se encontraron gracias a un programa de televisión, Quién sabe dónde. «La reconocí enseguida. ¡Era idéntica a mí, pero con 30 años más! Mi madre me gustó mucho. Era auténtica, tenía un poco de genio, igual que tengo yo». El año y medio que vivió Carmen desde aquel encuentro se esfumó en presentar a hermanos y nietos, en llorar por el tiempo perdido y en aclarar una mentira.
«Yo siempre pensé que mi madre me había abandonado. Fue lo que me dijeron mis padres adoptivos. Y cuando en mi primera comunión se presentó un chico diciendo que era mi hermano y que me fuera con él porque mi madre me estaba esperando, yo le grité ‘¡es mentira!’. Pero era verdad».
-Déjanos a la niña, que nosotros te la cuidaremos-, le dijeron a su madre.
– ¡Antes de eso, yo la ahogo!
«Mi madre me contó que había oído que robaban a los niños en la cárcel, por eso reaccionó así. Pero viendo que tarde o temprano me iban a apartar de ella, decidió darme a otra presa que ya salía en libertad para que cuidara de mí los seis meses que le quedaban a ella de condena. Pero la amiga me vendió o me regaló a mi familia adoptiva. Por no querer perderme, al final casi me pierde para siempre», recuerda Antonia, que a los 54 años descubrió que se llamaba Pasionaria. «A ella la habían hecho presa para coger a mi padre, que estaba en el monte. Él se entregó y lo fusilaron y a mi madre no la soltaron. Me puso Pasionaria para fastidiar a los que habían matado a mi padre. Pero en cuanto mis padres adoptivos me bautizaron, me lo cambiaron por Antonia».
ANTONIO PRADA GIRÓN
Aún busca a su hermano
Aunque nunca supo si seguía vivo o con qué nombre había muerto, Emilia Girón nunca olvidó a su segundo hijo. Quería llamarle Jesús y se lo quitaron en el hospital de Salamanca, adonde la habían desterrado por ser hermana de uno de los guerrilleros más famosos de España, Manuel Girón, El león del Bierzo.
Antes de dar a luz a Jesús, Emilia había sido torturada decenas de veces para que confesara el paradero de su hermano. «Iban a buscarla a casa casi cada día. Una hora después de parirme a mí fueron a por ella y se la llevaron todavía sangrando al puesto de la Guardia Civil para que identificara a un guerrillero que habían matado, para ver si era mi tío. La molieron a palos», explica Antonio Prada Girón, otro de sus hijos, que ha oído muchas veces aquel relato.
«Yo sé que lo parí. Se lo llevaron para bautizarlo, pero no me lo devolvieron. No lo volví a ver más. Supongo que un matrimonio que no tuviera hijos se lo quedó, pero a mí no me pidieron permiso», relató Emilia Girón ante la cámara de Montserrat Armengou, autora del documental Los niños perdidos del franquismo. Ahora es su hijo Antonio quien le sigue buscando. «Mi madre murió el año pasado, a los 96 años, con la pena de no haberle encontrado. No dejó de pensar en él ni un solo día. Porque mi madre lo parió, y de eso no pudo olvidarse», explica Antonio. «Le tenía siempre en el pensamiento. Nos repitió muchas veces que teníamos otro hermano y que se lo habían robado. Le quería tanto como a nosotros cinco».
MARÍA JOSÉ HUELGA
Cinco pruebas de ADN
Antes de morir, a los 84 años, Marina Álvarez Gutiérrez se hizo cinco pruebas de ADN con cinco mujeres que vivían en Francia, Bélgica, La Rioja, Murcia y Zamora para averiguar si alguna de ellas era su hermana María Luisa. No tuvo suerte. «La primera se la hizo muy ilusionada porque estaba convencida de que iba a ser su hermana. No se imaginaba que hubiera más casos como el suyo, y que habían robado a tantos niños», explica su hija María José Huelga. Marina no tuvo suerte. Ninguna de aquellas cinco mujeres era la niña que recordaba haber llevado de la mano hasta el carguero inglés en el que fueron evacuados a Burdeos.
Intentando poner a sus seis hijos a salvo, su padre pidió para ellos un pasaporte de guerra. «Le dijeron que no les iba a pasar nada, y mira lo que pasó. Mi madre tenía entonces tres años y medio y mi tía, poco más de un año. Iban a Burdeos pero al final los separaron a todos. María Luisa, la más pequeña, nunca volvió».
Mientras el miedo a Franco le impidió preguntar por ella a la Guardia Civil, Marina acudió con frecuencia a un echador de cartas para saber cómo estaba su hermana. «Le decían que estaba viva y mi madre se quedaba contenta. Siempre estaba pensando en ella, imaginando cómo sería ahora su hermana. A veces decía: ‘Siento que no está muerta. A lo mejor es monja…’. Toda la vida tuvo la angustia de haberla perdido», recuerda María José. «Por eso ahora, si consigo encontrar a mi tía, por una parte va a ser una alegría, pero por otra va a ser una pena tremenda, porque mi madre se ha muerto sin verla. Aún así me encantaría encontrarla y decirle que no la abandonaron. Poder contarle lo que pasó y quién es. Nadie se merece menos que eso. Pero es tan difícil… si nosotras encontramos cinco mujeres con casos parecidos y ninguna era mi tía, ¿cuántos niños habrán podido robar los franquistas?».
MARÍA CALVO
Cuatro nombres distintos
María ha tenido, en 76 años, cuatro nombres distintos: fue María del Carmen Calvo García al nacer. María Expósita en Francia. María Pérez Gómez de vuelta a España. Y para que pudiera casarse, le pusieron María López García, los apellidos de sus padres adoptivos.
El suyo, el que le habían puesto sus padres, lo descubrió hace muy poco. «Te llamas Carmen Calvo García», le tuvo que decir Florencia, su hermana, que también la encontró gracias a Paco Lobatón, casi 70 años después de que un bombardeo alemán las separara en Francia cuando María aún era muy pequeña para recordar aquella imagen.
«Mi madre no sabía cómo se llamaba. Tuvo que ir a la televisión para saber quién era. Y a un forense para que le dijera mirándole la dentadura cuántos años tenía. ¿Puede haber algo más penoso?», se pregunta su hija Encarnación, que pide hablar en nombre de su madre para que ella no sufra recordando la vida que perdió.
Como tantos otros niños, María y Florencia llegaron a Francia huyendo de una guerra y tropezaron con otra. Fueron a parar a distintas familias en Francia. Hasta que Franco reclamó la repatriación de los 34.037 niños que el Gobierno rojo había expatriado durante la guerra obedeciendo «a consignas emanadas del Kremlin con objeto de obtener valiosos instrumentos para sus planes ulteriores», según un informe de Falange sobre las repatriaciones, de noviembre de 1949. Las hermanas fueron separadas y tuvieron vidas muy distintas.
«Mi madre recuerda perfectamente el día en que su madre adoptiva la recogió en el colegio al que la habían llevado en Madrid. Pusieron a todas las niñas en el patio y mi abuela dijo: ‘Esa es la que quiero’. Le dijo ‘soy tu madre’ y se la llevaron a Jumilla (Murcia)», explica Encarnación. «Florencia tuvo una vida muy distinta. La pobre sufrió mucho…».
Entró en un asilo a los 10 años y no salió de él hasta los 18. «Me quedé hasta ciega de tanto llorar. Recién llegada de Francia, me oriné más de una vez en la cama y las monjas me ponían las sábanas por la cabeza. Me hacían pasar por el comedor de los niños con la sábana mojada para que me diera más vergüenza…», relata Florencia en el documental Los niños perdidos del franquismo justo antes de ahogarse en su propia voz. Falleció hace años, poco tiempo después de que el ADN confirmara que la mujer a la que había encontrado en Quién sabe dónde era su hermana.
María nunca se había atrevido a preguntar a sus padres adoptivos si era verdad lo que le habían dicho otras niñas: «Tú no eres tú». Cuando se estaba muriendo, su madre adoptiva le confesó que había «un secreto», pero le dijo que se lo llevaría a la tumba. Y así fue. Con la ayuda de su hija, María comenzó a buscar su identidad. Hasta que vio a su hermana en Quién sabe dónde. «No te conozco pero yo te quiero mucho», le dijo ella. Florencia nunca se había creído lo que le habían dicho en el asilo: «María está muerta. La tiraron por la ventanilla del tren».
La regeneración de la raza según Vallejo Nájera
El régimen no intentó buscar a los padres de los niños que habían sido evacuados, o directamente se los robó a sus madres en las cárceles, en el intento de «recatolizarlos a la fuerza», explica el historiador Julián Casanova, autor de La Iglesia de Franco. «La Iglesia fue la principal responsable del robo de estos niños, quería purificar a aquellas criaturas, de familias rojas y descarriadas. Por eso estaban mucho más interesadas en las niñas que en los niños. Y a ese intento de purificación obedece también el aceite de ricino que les hacían beber a las mujeres cuando las torturaban», añade.
Para construir aquel sistema cruel que borraba la identidad de los niños, el régimen se empeñó en conseguir que odiaran a sus padres, los rojos. Hizo falta un psiquiatra, el comandante Antonio Vallejo Nájera, y una teoría disparatada sobre la Eugenesia de la hispanidad y la regeneración de la raza.
En un intento de cuajar aquellas teorías con su fe católica, Vallejo Nájera ideó una suerte de «eugenesia positiva» con el fin de «multiplicar a los selectos y dejar que perezcan los débiles», entendiendo como débiles a los rojos, y como recuperables, a sus hijos, a los hijos robados del franquismo.
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