Detrás de la crisis puede que haya estrategias invisibles pero implacables que expliquen lo inexplicable: la falta de consensos globales para adoptar medidas que al menos pongan cierto orden en este caos. Sin embargo, lo que ha venido sucediendo desde que estalló la crisis ha sido justamente lo contrario, el fracaso de cualquier tipo de consenso global. Y esto es determinante porque ésta es una crisis cuyo ámbito excede cualquier marco estatal de actuación no ya formal sino incluso operativo.
El ejemplo más evidente es el caso de EE.UU., cuyo ámbito operativo es el que más excede con mucho su ámbito de soberanía formal, que está demostrando su absoluta incapacidad no ya de frenar la crisis sino incluso de no exportarla desde su interior como ocurrió con las hipotecas basuras. Es más, esta crisis es sobre todo la crisis del actor global principal, tanto del dólar como la moneda de referencia mundial como de su liderazgo político tal como se ha hecho patente en la asamblea general de la ONU respecto al reconocimiento del estado palestino.
Por lo tanto, la única forma de actuar contra la crisis global es mediante consensos internacionales, los cuales han ido fracasando en cadena ya sea porque no alcanzaron acuerdos ya sea porque éstos no se han llevado a la práctica. A estos efectos hay que resaltar por la enorme trascendencia de su fracaso, la cumbre de Copenhague sobre el cambio climático. El fracaso de esta cumbre ha marcado la pauta de los demás encuentros multilaterales por dos motivos: primero porque ocultó la relación entre el cambio climático y la crisis económica lo que limitó una interpretación profunda de las causas de la misma, al margen de los ámbitos académicos, en decir en el terreno político; y en segundo lugar porque impidió cualquier perspectiva de colaboración global a medio plazo contra los desequilibrios del sistema.
A partir de entonces, la falta de resultados de las cumbres del G-20 ha permitido que la crisis vaya mutando sin control sólo combatida mediante actuaciones parciales (en cuanto al ámbito) y muy epidérmicas sobre las consecuencias de los endeudamientos públicos o privados pero lógicamente sin abordar ninguna reforma estructural. Es más, este tratamiento “sintomático” de la crisis lejos de acercar posiciones ha provocado un fuerte alejamiento entre los intereses y estrategias de los principales actores (EE.UU. UE y los BRIC).
La incomprensible falta de acuerdos globales frente a la crisis parecen indicar que las élites globales creen que tienen mayores probabilidades de mantener su status privilegiado a pesar del contexto de amenaza de colapso del sistema que de ceder privilegios para alcanzar un consenso tanto entre ellas como con las mayorías sociales mediante la reforma radical del sistema, aunque la falta de reformas y la profundización de esta crisis sin control provoquen una fragmentación social y una desigualdad que lleguen a cotas inimaginables. Sería como apostar (en sentido metafórico) por una guerra mundial sin que haya sido declarada, sin ejércitos y sin contendientes identificados pero con búnkeres y ciudadelas protegidas al margen de la misma.
En este escenario el elemento decisivo es la capacidad de fuerza que tengan las clases no privilegiadas, los territorios no centrales, las personas y los grupos que no pertenecen a la élite global. Sólo si estos colectivos al ser la inmensa mayoría tienen capacidad de intimidación y por lo tanto fuese previsible que puedan hacer mucho más costosa la opción de no emprender reformas radicales podrá evitarse que sobrevenga un colapso (parcial) del sistema.
Esta capacidad de intimidación se construye (o se destruye) en todos los ámbitos del conflicto social: en el ámbito de las ideas; de la organización; de la comunicación; de la movilización y de la representación política. El núcleo primario de la confrontación en el imaginario colectivo se libra en torno a la valoración de tres conceptos coincidentes en gran parte: la política, la democracia y lo público. La desacreditación o el prestigio de cualquiera de ellos afecta a los dos restantes. Nunca ha sido tan importante ni tan trascendente defender que el problema no es la política sino la falta de política (a pesar de todas las afecciones que ha provocado el bipartidismo – que se define precisamente por ser la mínima expresión de la política -); que el problema no es la democracia sino su raquitismo; que el problema no es lo público, sino su debilidad frente a los mercados.
La reidentificación de los grupos y territorios no privilegiados con la política, la democracia y lo público proporciona el mínimo denominador común para hacer compatible la diversidad de ideas; la cooperación organizativa; la claridad comunicativa; la movilización masiva y la hegemonía electoral, reestableciendo la capacidad de fuerza perdida. Este es hoy el principal frente de batalla.
La próxima oportunidad para que las élites globales retomen en camino del consenso para emprender reformas estructurales frente a la crisis es la cumbre del G20 que se celebrará los días 3 y 4 de noviembre en Cannes. Si en esta cumbre no se adopta y se lleva a la práctica una reforma radical tanto del sistema monetario internacional como del sistema financiero global, significará que prefieren el sálvese quien pueda antes que una transición ordenada.