La sinceridad está sobrevalorada. De hecho, me parece peligrosa, un concepto totalitario. Otro regalo envenenado del pensamiento religioso; ser sincero es expresarse “con la verdad” que, como ya sabemos, “os hará libres”. Ni el conocimiento, ni la crítica, ni la aproximación escéptica a la realidad: sólo La Verdad. O “mi/tu/su verdad”. Prefiero a Sócrates, con su escepticismo y sus preguntas, que las respuestas de todos los profetas del mundo. Prefiero la ciencia, con su institucionalización de la duda, con su confianza (limitada) en los resultados a la fe (ilimitada) de la religión. De igual manera que la verdad no nos deja conocer, la sinceridad no nos deja vivir.
Le doy la razón a quienes consideran el liberalismo una herencia del cristianismo, con lo que no se valida el cristianismo, sino que el liberalismo se condena. Porque pretende fundar una sociedad de gente sincera, en la que cada uno vive con “su verdad”, esperando que el equilibrio entre verdades dé como resultado la tolerancia, una especie de propiedad emergente, un nuevo ejemplo de “mano invisible”. Si en el mercado la mano invisible garantiza la eficiencia y la conexión entre los intereses, en la sociedad origina la tolerancia y el equilibrio de las verdades. No me lo creo.
En realidad, da igual que lo creamos o no: simplemente, no es lo que necesitamos. Todo esto viene a cuento de la reciente marcha del orgullo gay. Y las reacciones de los “sinceros” airados. Que creen que el derecho de los gays a manifestarse es simétrico al suyo a protestar. Que hay que mostrar la misma “tolerancia” por parte de la sociedad a la efusividad homosexual que a los que quieren cerrar los armarios, como la reina (que no reinona) Sofía. Que la igualdad consiste en no distinguirse y devolver la opción sexual a la intimidad de las alcobas… supongo que ven poca publicidad, leen pocas novelas y ven pocas películas, para pensar que la “sexualidad” es algo privado, cosa de dos (¡o tres!).
Estos sinceros airados hacen gala de su “incorrección política”. Ser políticamente incorrecto hoy es atacar la excesiva tolerancia con los gays; denunciar las exageraciones de los ecologistas; llamar la atención sobre la sobreproporcionada criminalidad de “moros”, “negros” y “sudacas”. Un ejemplo de moderación frente a una libertad que se nos va de las manos. Un proyecto político liberal, que busca de nuevo el equilibrio, para lo que hay que ofrecer creacionismo (para los protestantes) y religión en las aulas (de los católicos) por haber aceptado la ciencia; consentir lo de la lucha contra el cambio climático regalando unos cuantos miles de millones de euros a las nucleares como contrapartida. Aceptar la convivencia (que no matrimonio) entre homosexuales, pero que nadie salga a la calle combinando zapatos con plataforma, rímel carmesí y cromosomas XY.
Si la incorrección consiste en vejar a los gays y a los extranjeros, yo soy correctísimo. Si el equilibrio consiste en aceptar las políticas ecologistas y el pensamiento científico soltando guita a industrias contaminantes y curias, me apunto al desequilibrio. Si esto es ser sincero, me declaro hipócrita. Políticamente correcto, desequilibrado e hipócrita. Un cóctel explosivo, pero razonable en el mundo que vivimos.
Soy correcto porque no estoy dispuesto a caer en la descalificación gratuita de los políticos, porque la política es necesaria: no podemos devaluar los acuerdos y la deliberación para aceptar en su lugar los apaños. Ser correcto significa ser político, y por tanto no moralizar al otro, no querer convertirlo en un reflejo de ti mismo, o en tu instrumento. Nos ha costado mucho respetar al otro como para poner de nuevo en la base de la política la descalificación y el racismo categorial, a los amigos contra los enemigos, a nosotros contra ellos. La doctrina de la incorrección política no nos “libera” de tabús, sino que nos vuelve a encadenar a la fuerza como fundamento de las relaciones sociales: nadie que no pueda defenderse por sí mismo merece respeto. Por eso no es casual que terminen dirigiéndose siempre contra los “favorecidos” por la política, como las minorías. En fin, que soy correcto porque lo del rebelde sin causa es una desfasada racionalización de clase media.
Por otro lado, soy un desequilibrado; mejor dicho, un partidario del desequilibrio. No creo en el equilibrio porque es yermo y, después de todo, no existe más que en nuestras cabezas: sólo vemos equilibrio donde excluimos los aspectos importantes. Prefiero el desequilibrio porque no renuncia a la complejidad de la vida, de la realidad, porque no da poder al que no debería haberlo tenido nunca a la vista de los hechos (y lo tuvo), y se le reconoce a quien legítimamente le corresponde. Por eso no hay que compensar a todos los que pierden con ciertos avances sociales. No podemos “compensar” a los curas por Darwin o por Galileo (¡ni mucho menos aceptar que ellos mismos fijen y ejecuten la compensación!), o a las industrias contaminantes por el avance del ecologismo. No me da la gana dar concesiones a los puritanos porque los gays ocupen el espacio público; ya que el orgullo gay no es un “castigo” para quienes los condenaron a siglos de ostracismo, sino la expresión de una faceta de nuestra riqueza social, de una cultura más allá de la opción sexual (hay homosexuales no-gays, e incluso anti-gays), de una opción política por una sociedad abierta y tolerante. Hay quien compara la marcha del orgullo gay y la semana santa; yo creo que es mejor el orgullo, en dos sentidos. Primero, porque pese al espectáculo estético y la paganización de fondo, ¡ay!, la Semana Santa tiene dueño. Segundo, porque el orgullo es un ejercicio de libertad para los homosexuales y para la sociedad en su conjunto, frente al particularismo de la exaltación cultural-religiosa; respetable, pero que no hace mucho por la defensa de las libertades (las de los que salen y las de los que no). No digo que la semana santa nos haga peores (a mí me gusta la sevillana), pero sí que el orgullo nos hace mejores.
Y, por fin, también me declaro hipócrita. Porque no soy totalitario. Porque quizás morderse la propia lengua sea el único antídoto al canibalismo. Quizás nuestra hipocresía es el precio a pagar por tu libertad. Quizás mi libertad empieza con vuestra hipocresía. Porque más importante que la indiferencia ante lo que hagan los demás es que decidas no impedirle al otro ser como es. Y todos somos los otros.
No soy sincero porque no digo lo primero que se me pasa por la cabeza, como si fuera un aspirante a míster lo-que-sea o un concursante de Gran Hermano. Ni comparto que la “emoción” sea ni la mejor ni la más auténticamente humana forma de comunicarnos ni entendernos. Paso de la sinceridad inmediata, inmeditada, irreflexiva… emotivista. La de los sinceros posmodernos (frente a los sinceros tradicionalistas de la “incorrección política”).
Ser hipócrita no significa ser como los demás quieren que sea. Precisamente porque soy un hipócrita sé cómo soy. Quizás no me gusta el cine iraní, o la música en suahili. Quizás no me gusta viajar “al Sur” para “conocer otras culturas” (¡ya no sé ni dónde poner las comillas!). Quizás el buenrollismo perroflauta me saque de mis casillas. A fin de cuentas, no soy un neosincero pseudomoderno. Sé cómo soy. No me gustan muchas cosas, pero me gustaría mucho menos el mundo si esas cosas no estuvieran. Porque me sobrarían reglas y me faltaría gente; porque no estarías tú: porque no serías tú. ¿No es ese un buen motivo para ser un poco hipócritas?
En definitiva: no soy sincero de ninguna de las maneras. Ni a la tradicional del airado, ni a la posmoderna del emotivo irreflexivo ni tampoco a la pseudomoderna del alternativo de catecismo. Creo en una sociedad sin equilibrios, en un desequilibrio constante y dinámico, sin contabilidad pero con razonabilidad. Basada más en el conocimiento del “savoir faire” que en la ignorancia del “laissez faire, laissez passer”. Una sociedad con un nuevo concepto de tolerancia. Hija de la Ilustración responsable más que del liberalismo paleocristiano.
Espero no haber parecido demasiado sincero.