Su fracaso sería una tragedia para el mundo que toma como modelo de conducta al Viejo Continente.
Paul Krugman. New York Times. 13/01/2011.
Hace no mucho, los europeos podían, de manera bastante justificada, afirmar que la actual crisis económica estaba demostrando realmente las ventajas de su modelo económico y social. En gran parte de Europa, las normas que regían el despido de los trabajadores ayudaban a limitar la pérdida de empleos, mientras que los sólidos programas de bienestar social garantizaban que incluso los parados mantuviesen su asistencia sanitaria y recibiesen unos ingresos básicos. Puede que el producto interior bruto de Europa estuviera cayendo tanto como el de Estados Unidos, pero los europeos no estaban sufriendo ni de lejos el mismo grado de miseria. Y la verdad es que siguen sin sufrirlo.
Sin embargo, Europa padece una crisis profunda; porque el logro del que está más orgullosa, la moneda única adoptada por la mayoría de los países europeos, está ahora en peligro. Lo que es más, cada vez se parece más a una trampa. Irlanda, aclamado como el Tigre celta no hace mucho tiempo, ahora está luchando para evitar la quiebra. España, una economía en auge hasta hace pocos años, ahora tiene un 20% de desempleo y se enfrenta a la perspectiva de años de deflación dolorosa y agotadora.
Se suponía que la creación del euro era el momento más sublime de una grandiosa y noble empresa: el esfuerzo realizado durante generaciones para traer la paz, la democracia y la prosperidad compartida a un continente antes y a menudo desgarrado por la guerra. Pero los arquitectos del euro, atrapados por la magnitud y el romanticismo de su proyecto, decidieron ignorar las dificultades mundanas con las que una moneda compartida previsiblemente se encontraría.
La consecuencia es una tragedia no solo para Europa sino también para el mundo, para el que Europa es un modelo de conducta crucial. ¿Cómo ha ocurrido esto?
El camino hacia el euro
Todo empezó con el carbón y el acero. El 9 de mayo de 1950 -una fecha cuyo aniversario se celebra ahora como el Día de Europa-, Robert Schuman, el ministro de Asuntos Exteriores francés, propuso que su país y Alemania Occidental aunaran sus producciones de carbón y acero. Fue el primer paso en el camino hacia una «federación de Europa» que, en última instancia, se convertiría en una unión aduanera dentro de la cual se comerciaba libremente con todos los bienes. Luego, a medida que la democracia se extendió por Europa, también lo hicieron las instituciones económicas unificadoras europeas.
En los años ochenta y noventa, Europa se puso manos a la obra para eliminar muchos de los obstáculos que aún impedían la plena integración económica. Las fronteras se abrieron; se garantizó la libre circulación de las personas; y las normas sobre los productos, la seguridad y los alimentos se armonizaron. Se proclamó que la creación del euro era el siguiente paso lógico de este proceso.
Las ventajas de una moneda única europea eran evidentes. No más necesidad de cambiar dinero al llegar a otro país; no más incertidumbre por parte de los importadores sobre lo que un contrato terminaría costando realmente, ni por parte de los exportadores sobre lo que realmente valdría el pago prometido. Mientras tanto, la moneda compartida reforzaría la sensación de unidad europea.
Por otro lado, formar una unión monetaria significa sacrificar la flexibilidad. ¿Hasta qué punto es grave es esta pérdida? Eso depende. Fijémonos en lo que, en principio, parece una comparación extraña entre dos economías pequeñas con problemas.
Dejando a un lado el clima, el paisaje y la historia, la República de Irlanda y el Estado de Nevada tienen mucho en común. Ambas son economías pequeñas de unos pocos millones de personas enormemente dependientes de la venta de productos y servicios a sus vecinos. Ambas fueron economías en expansión durante la mayor parte de la década pasada. Ambas padecieron enormes burbujas inmobiliarias, que estallaron y causaron mucho dolor. Ambas padecen ahora un paro de alrededor del 14%. Y ambas son miembros de uniones monetarias más grandes: Irlanda forma parte de la zona euro y Nevada, de la zona dólar. Pero la situación de Nevada es mucho menos desesperada que la de Irlanda.
Es cierto que los presupuestos tanto de Irlanda como de Nevada han sufrido un duro golpe por culpa de la crisis. Pero gran parte del dinero que se gasta en los habitantes de Nevada proviene de programas federales, no estatales. En concreto, los jubilados no tienen que preocuparse porque la reducción de la recaudación de impuestos del Estado vaya a poner en peligro sus cheques de la Seguridad Social o su cobertura de Medicare. En Irlanda, por el contrario, tanto las pensiones como el gasto en sanidad están a punto de sufrir recortes.
Además, Nevada, a diferencia de Irlanda, no tiene que preocuparse por el coste de los rescates bancarios, no porque el Estado haya escapado a las grandes pérdidas de préstamos, sino porque esas pérdidas, en su mayoría, estarán cubiertas por Washington.
Y es probable que el problema del paro de Nevada se vea aliviado en gran medida durante los próximos años gracias a la emigración; de manera que, incluso si los puestos de trabajo no vuelven, habrá menos trabajadores en busca de los empleos que queden.
Europa, por otro lado, no está integrada fiscalmente: los contribuyentes alemanes no corren automáticamente con parte de los gastos de las pensiones griegas o los rescates bancarios irlandeses. Y aunque los europeos tienen el derecho legal de moverse libremente para buscar trabajo, en la práctica, una integración cultural imperfecta -sobre todo la falta de un idioma común- hace que los trabajadores tengan menos movilidad geográfica que sus homólogos estadounidenses.
Estados Unidos, como sabemos, tiene una unión monetaria que funciona, y sabemos por qué funciona: porque coincide con un país: un país con un Gobierno central grande, un idioma común y una cultura compartida. Europa no tiene ninguna de estas cosas, lo cual ha hecho que las perspectivas de una moneda única fueran inciertas desde el principio.
Euroforia, eurocrisis
El euro nació oficialmente el 1 de enero de 1999. Al principio, era una moneda virtual: las cuentas bancarias y las transferencias electrónicas se expresaban en euros, pero la gente seguía teniendo francos, marcos y liras en sus carteras. Tres años después, se llevó a cabo la transición final y el euro se convirtió en el dinero de Europa.
El mercado de eurobonos empezó a rivalizar pronto con el mercado de bonos en dólares; los pagarés en euros empezaron a circular por todo el mundo. Y la creación del euro infundió una nueva sensación de confianza, especialmente a aquellos países europeos que históricamente habían sido considerados riesgos de inversión. Hasta más tarde que resultó evidente que este aumento de la confianza era el cebo de una trampa peligrosa.
Grecia, con su larga historia de impagos de deudas y rachas de inflación elevada, era el ejemplo más llamativo. Hasta finales de los años noventa, la historia fiscal de Grecia quedaba reflejada en el rendimiento de sus bonos: los inversores solo compraban bonos emitidos por el Gobierno griego si estos ofrecían unos intereses mucho más altos que los bonos emitidos por gobiernos considerados apuestas seguras, como Alemania. Sin embargo, a medida que el estreno del euro se acercaba, la prima de riesgo de los bonos griegos se desvanecía. Después de todo, se razonaba, la deuda griega pronto sería inmune a los peligros de la inflación: el Banco Central Europeo procuraría que así fuese.
De hecho, a mediados de la década de 2000, casi todo el miedo a los males fiscales específicos de un país había desaparecido de la escena europea. A medida que los tipos de interés convergían en toda Europa, los que antes eran países con tipos de interés elevados se dejaron llevar, como era de prever, por el frenesí del préstamo. (Merece la pena señalar que este frenesí del préstamo estaba financiado por bancos de Alemania y de otros países con tipos de interés tradicionalmente bajos; esa es la razón por la que los actuales problemas de deuda de la periferia europea son también un gran problema para el sistema bancario europeo en su conjunto).
Y entonces, estalló la burbuja
Todavía se oye a la gente hablar de la crisis económica mundial de 2008 como si fuese algo fabricado en Estados Unidos. Pero Europa merece cargar con la misma responsabilidad. Nosotros teníamos nuestros prestatarios de alto riesgo, que decidieron firmar hipotecas demasiado elevadas para sus ingresos o fueron engañados para que lo hicieran; los europeos tenían sus economías periféricas que, de forma similar, tomaron prestado mucho más dinero del que realmente podían permitirse devolver.
En Grecia, la historia es sencilla: durante los años de los préstamos fáciles, el Gobierno conservador de Grecia asumió una gran deuda (más de la que reconocía). Cuando el Gobierno cambió de manos en 2009, las ficciones contables salieron a la luz; de repente, se descubrió que Grecia tenía un déficit mucho mayor y una deuda considerablemente superior de lo que todo el mundo pensaba. Los inversores, comprensiblemente, emprendieron la huida.
Pero Grecia es en realidad un caso poco representativo. Hace solo unos años, España, con diferencia la mayor de las economías en crisis, era un ciudadano europeo modélico, con un presupuesto equilibrado y una deuda pública aproximadamente la mitad de grande, expresada como porcentaje del PIB, que la de Alemania. Lo mismo se podía decir de Irlanda. ¿Qué fue lo que salió mal?
En primer lugar, se produjo un grave revés fiscal a causa de la crisis. Los ingresos se hundieron en España e Irlanda y, a medida que subió el paro, también lo hizo el coste de las prestaciones por desempleo. Como consecuencia, tanto España como Irlanda pasaron de superávits presupuestarios justo antes de la crisis a enormes déficits presupuestarios en 2009.
Luego estaban los costes de la limpieza financiera. Estos han sido especialmente agobiantes en Irlanda, donde los bancos se descontrolaron durante los años del boom. Cuando la burbuja estalló, se sospechó inmediatamente de la solvencia de los bancos irlandeses. En un intento por impedir un ataque masivo contra el sistema financiero, el Gobierno de Irlanda garantizó todas las deudas bancarias (lo que cargó al Gobierno con esas deudas e hizo que se cuestionase su solvencia). En comparación, los grandes bancos españoles estaban bien regulados, pero había y hay una gran inquietud respecto al estado de las cajas de ahorro más pequeñas, y preocupación sobre cuánto tendrá que gastar el Gobierno español para evitar que quiebren.
En el transcurso del último año más o menos, primero Grecia y luego Irlanda se vieron atrapadas en un círculo vicioso financiero: a medida que los posibles prestamistas perdían la confianza, los tipos de interés que tenían que pagar por la deuda aumentaban, lo que socavaba sus perspectivas futuras, lo cual conducía a una pérdida mayor de confianza y a tipos de interés aún más altos. Los países europeos más fuertes solo consiguieron evitar una implosión inmediata proporcionando a Grecia e Irlanda líneas de crédito de emergencia, lo que les permitió esquivar temporalmente los mercados privados. ¿Pero cómo se va a resolver todo esto?
Cuatro líneas argumentales europeas
Algunos economistas, entre ellos yo mismo, observamos los males de Europa y tenemos la sensación de que hemos visto esta película antes, hace una década en otro continente: concretamente en Argentina.
A diferencia de España o Grecia, Argentina nunca renunció a su moneda, pero en 1991 hizo la siguiente mejor cosa posible: vinculó rígidamente su moneda al dólar estadounidense, y creó una «caja de conversión» según la cual cada peso en circulación estaba respaldado por un dólar de las reservas. Durante gran parte de los años noventa, Argentina se vio recompensada con unos tipos de interés mucho más bajos y grandes entradas de capital extranjero.
Sin embargo, Argentina acabó cayendo en una persistente recesión y perdió la confianza de los inversores. Hacia principios de 2002, después de airadas manifestaciones y una retirada masiva de los bancos, todo se había ido al garete. El vínculo entre el peso y el dólar se rompió, mientras el valor del peso caía en picado; entretanto, Argentina dejó de pagar sus deudas y terminó pagando solo unos 35 céntimos por cada dólar.
Es difícil evitar la sospecha de que el futuro podría deparar algo similar a una o más de las economías problemáticas de Europa.
Tal como yo lo veo, hay cuatro modos en que la crisis europea podría remitir (y podría remitir de manera diferente en los distintos países):
– Resistir: cabe la posibilidad de que las economías europeas puedan tranquilizar a los acreedores mostrando la voluntad suficiente para soportar el dolor y evitar así el impago y la devaluación. Los modelos de conducta en este caso son los países bálticos, Estonia, Lituania y Letonia, que han estado dispuestos a soportar una austeridad fiscal muy dura mientras los salarios se reducen poco a poco con la esperanza de restaurar la competitividad (un proceso conocido como «devaluación interna»).
Hasta cierto punto, los países bálticos han conseguido tranquilizar a los mercados, que ahora los consideran menos arriesgados que Irlanda, y no digamos que Grecia. Pero todos los indicios apuntan a que pasarán muchos años antes de que recuperen el terreno perdido.
– Reestructuración de la deuda: los inversores no esperan que Grecia e Irlanda paguen sus deudas por completo. Esperan alguna clase de reestructuración de la deuda, aunque ello no pondría fin de ningún modo al sufrimiento de las economías en dificultades. Fijémonos en Grecia: aun cuando el Gobierno se negase a reconocer toda su deuda, todavía tendría que recortar drásticamente el gasto y subir los impuestos para equilibrar su presupuesto, y todavía tendría que padecer el dolor de la deflación. Pero una reestructuración de la deuda podría terminar con el círculo vicioso de la caída de la confianza y la subida de los costes del interés, lo que convertiría la devaluación interna en una estrategia viable aunque atroz.
– La estrategia argentina completa: Argentina no solamente dejó de pagar su deuda externa; también abandonó su vínculo con el dólar, lo que permitió que el valor del peso cayese más de dos tercios. Y esta devaluación funcionó: a partir de 2003, Argentina experimentó una rápida recuperación económica impulsada por la exportación.
¿Seguirán el mismo camino uno o más de los países europeos con problemas? Para ello, tendrían que superar un gran obstáculo: el hecho de que ya no tienen sus propias monedas. Como señalaba Barry Eichengreen, de Berkeley, en un influyente análisis de 2007, cualquier país de la eurozona que insinuase siquiera que iba a abandonar la moneda, desencadenaría una devastadora retirada masiva de sus bancos, al apresurarse los depositantes a trasladar sus fondos a lugares más seguros. Y Eichengreen concluía diciendo que este obstáculo «procedimental» que impide la salida hacía que el euro fuera irreversible.
Pero también se suponía que la vinculación con el dólar de Argentina iba a ser irreversible, y lo que al final hizo posible la devaluación fue el hecho de que hubo una retirada masiva de los bancos a pesar de la insistencia del Gobierno en que un peso siempre valdría un dólar. Esta retirada obligó al Gobierno argentino a limitar el dinero que se podía sacar y, una vez que estos límites entraron en vigor, fue posible cambiar el valor del peso sin desencadenar una segunda retirada masiva. En Europa no ha pasado nada parecido (todavía). Pero sin duda es algo que está dentro de lo posible, especialmente a medida que el sufrimiento causado por la austeridad y la devaluación interna se prolongue.
– Europeísmo reavivado: a principios de diciembre, Jean-Claude Juncker, el primer ministro de Luxemburgo, y Giulio Tremonti, el ministro de Economía de Italia, desataron una tormenta con su propuesta de crear «eurobonos» que serían emitidos por un organismo de deuda europeo a instancias de los países europeos individuales. Como estos bonos estarían garantizados por la Unión Europea en conjunto, brindarían a las economías con problemas un modo de evitar los círculos viciosos del declive de la confianza y el aumento del coste de los préstamos. Por otra parte, esos bonos podrían exponer a unos Gobiernos a las deudas de otros (un inconveniente que los furiosos funcionarios alemanes se apresuraron a señalar). Los alemanes defienden con firmeza que Europa no debe convertirse en una «unión de transferencias» en la que los Gobiernos y los países más fuertes proporcionen ayuda sistemáticamente a los más débiles. Pero como demuestra la comparación entre Irlanda y Nevada, Estados Unidos funciona como una unión monetaria en gran parte precisamente porque también es una unión de transferencias, en la cual los Estados que no han quebrado ayudan a los que sí. Y resulta difícil vislumbrar un modo de que el euro funcione a menos que Europa encuentre la manera de lograr algo similar. Un fracaso del euro representaría un golpe posiblemente irreversible para las esperanzas de una verdadera federación europea. ¿Permitirán los países fuertes de Europa que eso suceda? ¿O asumirán la responsabilidad, y posiblemente el coste, de ser los guardianes de sus vecinos? El mundo entero espera la respuesta.
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de Economía de 2008. Su último libro es El retorno de la economía de la depresión y la crisis de 2008. © The New York Times Magazine 2011. Distributed by The New York Times Syndicate. Traducció.n de News Clips.
Artículo traducido por el diario El País