Rafa Rodríguez
El neoliberalismo en crisis
Los últimos acontecimientos políticos, tan importantes y sorprendentes como el Brexit o la victoria de Trump, guardan una estrecha relación y muestran que el neoliberalismo ha entrado en crisis. Los Estados que lideraron la ofensiva conservadora son precisamente en los que se manifiesta esta resaca: Reino Unido se retira de la Unión Europea y en EE.UU. ha ganado las elecciones el candidato republicano con un mensaje autoritario, machista y racista que promete levantar todo tipo de muros, físicos, políticos, sociales y también económicos. La consecuencia en ambos casos es un retroceso del neoliberalismo, que ha sido el paradigma dominante en los gobiernos desde los años ochenta, porque se percibe que ya no es funcional (no sirve) y pierde poder de atracción electoral.
La globalización, tras su crisis, ha dejado al planeta ante los mayores riesgos económicos, políticos, sociales y ambientales a la que jamás se ha enfrentado la humanidad (cambio climático, deterioro de las instituciones democráticas, endeudamiento masivo, bajo crecimiento, aumento de la desigualdad, circulación incontrolada del capital financiero, precarización de las relaciones laborales, homogenización cultural siguiendo las pautas marcadas desde EE.UU. etc.). Es lógico por lo tanto que haya una reacción en la opinión pública contra el neoliberalismo y contra las élites, aunque los think tank de los poderes económicos han logrado que se las identifique exclusivamente con los mediadores políticos (partidos, sindicatos, representantes), a quienes responsabilizan de no hacer nada contra el deterioro de las condiciones de vida, y no con las élites económicas que son las verdaderas causantes y beneficiarias de esta situación.
Los partidos y los líderes de la derecha autoritaria y neofascista están capitalizando el descontento con propuestas demagógicas basadas en sentimientos de miedo e insolidaridad, incompatibles con los valores democráticos, triunfando en los procesos electorales de EE.UU, Reino Unido, Turquía, Rusia, Hungría, Polonia o Chequia (estos últimos forman la alianza de Visegrado) y amenazan con ganar también en Francia, Holanda o Austria, entre otros.
La izquierda tiene una responsabilidad histórica
En esta coyuntura la izquierda tiene una responsabilidad histórica. Tiene que ser una izquierda a la ofensiva, es decir, capaz de gobernar y de provocar un cambio real, en una perspectiva de transición ecológica y feminista hacia una sociedad global postcapitalista. Tiene que ser capaz de obtener la confianza mayoritaria de los electorados y ofrecer soluciones viables sobre la base de la unidad, la defensa de la democracia federal y la eficacia de los poderes públicos para contrapesar el poder del capital financiero, en una perspectiva de transformación económica sostenible, y hacer posible el avance en la igualdad social, la solidaridad y los derechos humanos.
La alternativa en esta etapa crítica para la humanidad no puede venir de visiones catastrofistas que ponen el foco de los cambios en acontecimientos exteriores a la conformación de la opinión pública por muy complejo que sea este proceso sino en solución endógenas, es decir desde la política, desde la propia sociedad. Las distopías no traen cambios positivos sino catástrofes.
La clave es poder gobernar para avanzar en un proceso de profundización y reapropiación democrática conectando los valores de la democracia con la funcionalidad del federalismo. La lucha por la democracia y de los derechos humanos se asoció en el siglo XIX con el parlamentarismo y en el XX con el constitucionalismo y el sufragio universal. En el siglo XXI pasa por su conexión con el federalismo que permite construir la democracia en todas las escalas, cada una con sus singularidades y funciones: local, regional o nacional, estatal, continental y global.
El objetivo final es lograr un “suelo” de vida equitativa y digna para todas las personas, un “techo” definido por los límites de biocapacidad del planeta y una convivencia basada en la concertación democrática entre estados, pueblos y ciudadanía, en el contexto de una gran pluralidad cultural, capaz de generar los bienes públicos globales de los que necesita dotarse la humanidad frente a los riesgos que ha provocado la globalización neoliberal.
Para que la izquierda sea capaz de gobernar y llevar a cabo un cambio estructural necesita compartir un paradigma común, dentro de la pluralidad ideológica, una matriz elemental de valores, objetivos, símbolos, ideas y sentimientos, un consenso básico (no unanimidad sino hegemonía) que tiene que abarcar a las principales corrientes ideológicas de la izquierda democrática (socialdemócratas, socialistas, comunistas, nacionalistas de izquierda, feministas y ecologistas). No se trata tanto de buscar denominadores comunes sino vectores que identifiquen la funcionalidad de la izquierda sin excluir a ninguna de sus principales culturas siempre que estén en un marco que defienda el cambio y la democracia.
Un paradigma común permite tanto la coherencia del proyecto de cambio como la base estable de la fidelización del voto ya sea en la oposición o en el gobierno. Este paradigma tiene al valor solidaridad como principio ético para el cambio, necesita de consistencia intelectual para comprender el presente y anticipar el futuro y tener como eje que una izquierda a la ofensiva, capaz de disputarle la mayoría social al neoliberalismo y al autoritarismo neofascista, tiene que ser conciente de la importancia del poder político (efectivo) para la configuración de la economía y por lo tanto para el cambio social.
La trampa del liberalismo: ocultar la relación intrínseca entre Estado y economía y la naturaleza de la moneda como bien público
El liberalismo y el neoliberalismo han desplegado un esfuerzo teórico y práctico tremendo para ocultar la relación intrínseca entre Estado y economía. Han presentado al Estado como un ente exterior al sistema económico y a la economía capitalista como un sistema de agentes privados, autosuficiente, que tiende al equilibrio estructural porque no genera fuerzas endógenas que lo alteren (Benetti).
Argumentan que la intervención del poder político, al que tratan como un agente externo y separado del proceso económico, rompe la dinámica de eficiencia que se logra a través del mecanismo impersonal del mercado. Sin embargo, el mercado no puede existir al margen del Estado porque éste no solo constituye el marco jurídico – económico sino que también organiza las relaciones capital – trabajo; gestiona la macroeconomía y actúa como prestamista en última instancia: crea las estructuras políticas (autoridad), jurídicas (normas regulatorias, estándares de medidas, seguridad pública, configuración y protección de la propiedad y de los bienes comunes, formación de la fuerza de trabajo, dotación de servicios públicos, etc.) y financieras (creación y regulación de la oferta monetaria y del sistema monetario que determina y procura dotar de estabilidad a los precios) que hacen posible la existencia de los mercados, al mismo tiempo los “disciplina” y limita su vis expansiva porque el mercado, por su propia dinámica, siempre ha tenido una vocación colonizadora de todas las instituciones sociales.
Especial dedicación le ha dedicado la ciencia económica ortodoxa en destruir la vieja idea del dinero como objeto político (Nadal) porque la consideración del dinero como un bien económico público producido por el Estado impedía que fuese coherente un modelo económico autosuficiente al margen del Estado por lo que construyeron el objeto básico del análisis económico sobre una economía ficticia sin moneda para lo que inventaron la teoría del trueque, la teoría del valor y la teoría del equilibrio general, tratando de demostrar que hay leyes mercantiles que rigen la determinación del dinero, porque la naturaleza pública del dinero echa por tierra la idea de una sociedad civil independiente del poder político, la imagen de la estructura económica separada de la estructura política. No se trata solo de un debate académico sino que tiene una incidencia de primer orden sobre la configuración de la realidad social. El Euro sin ir mas lejos es una moneda incompleta porque se ha diseñado en función de estos dogmas del liberalismo.
Pero, al mismo tiempo que argumentaban que cuanto menos Estado mejor, han puesto todos sus recursos en conquistar el poder político y excluir de éste a la izquierda que defiende cambios estructurales. Lo malo ha sido que durante muchas décadas gran parte de la izquierda ha interiorizado estos argumentos y ha difuminado, en la práctica e incluso en la teoría, el objetivos de la gobernar cayendo en la sofisticada aunque evidente trampa liberal.