Rafa Rodríguez
Existe un amplio consenso en considerar que una de las peculiaridades del Estado español es que la cuestión de la organización del poder territorial y la democratización del Estado han ido juntas sobre todo a lo largo del siglo XX.
Actualmente también existe un amplio consenso entre la opinión pública progresista en que hay que profundizar en una estructura federal y plurinacional para avanzar en la plena democratización del Estado, lo que, a su vez, abriría el camino más importante para conseguir mayores niveles de igualdad, aunque existe bastante nebulosa sobre los conceptos de federalismo y plurinacionalidad. El concepto de federalismo ha sido mucho más trabajado mientras que el de plurinacionalidad contiene más ambigüedad por su conexión histórica con el principio de soberanía.
Para plantear un debate acerca del mismo es preciso advertir que partimos de la tesis de que el concepto de nación, y por lo tanto el de plurinacionalidad, tiene autonomía propia y como tal concepto es independiente de los otros conceptos con implicaciones políticas territoriales como el de federalismo, Estado o soberanía, aunque guarda con ellos conexiones funcionales.
El concepto de nación tiene cuatro características que lo hacen especialmente complejo:
- Es un concepto muy abstracto.
- Ha experimentado cambios muy importantes en su significado en los dos últimos siglos.
- Tiene actualmente un significado polisémico.
- Es un “significante vacío” al que cada grupo social o político le asigna un contenido no solo distinto sino incluso opuesto al vincularlo a valores y funciones políticas en confrontación, por lo que presenta un desigual y plural valor político y cultural para la ciudadanía.
En todo caso es un concepto insoslayable porque:
- Está en la base de la legitimidad de los Estados democrático.
- Representa el nivel donde se inscribe el consenso compartido para la convivencia ciudadana.
- Es el sentimiento clave con el que necesita identificarse un grupo social para alcanzar una hegemonía, por lo que está presente de forma implícita o explícita en toda acción política.
El concepto de nación tiene dos campos semánticos cada uno de ellos con una funcionalidad distinta:
- Un campo objetivo: la comunidad política donde se residencia la soberanía y el poder constituyente de un Estado.
- Un campo subjetivo: el sentimiento colectivo, consensuado y relacional de pertenencia a una comunidad dotada de rasgos culturales singulares de la que se propugna su existencia política, para la que se reivindica una identidad cultural propia y su institucionalización a través de potestades de autogobierno. Este sentimiento de pertenencia conecta emocionalmente (y por lo tanto solidariamente) a los residentes de un territorio, proyectando un marco común de convivencia, a pesar de los conflictos y divisiones sociales internas de esa comunidad.
Ambos campos de significado y sus respectivas funcionalidades se han relacionado de forma diferente a lo largo de los últimos siglos y han tenido también una preponderancia distinta entre ellos.Sin embargo, hoy la globalización ha limitado el poder de los Estados nacionales, socavando su soberanía efectiva y, por lo tanto, están deteriorando la democracia que se desenvuelve, con los límites de su escala territorial, en cada uno de los Estados.
En el siglo XXI, el concepto de nación como instrumento a favor de la democracia debe separarse completamente del concepto de Estado y de soberanía para reivindicar su potencial político como subjetividad colectiva. Ni el Estado democrático necesita un Demos uniforme ni tampoco necesita aferrarse al principio de indivisibilidad de la soberanía. Por el contrario, estas identificaciones, que segmentan el sistema político hacia fuera y arrasan con el pluralismo hacia dentro, se han convertido en el principal escollo para la realización efectiva de la democracia del siglo XXI.
En todo caso destaca, por encima de cualquier otra consideración, su potencia política. Fue el gran instrumento político para construir el Estado nacional que ha sido la creación política más determinante del capitalismo.
Esta construcción institucional, basada en la soberanía única e indivisible, provocó un mapa político fragmentado y jerarquizado hacia fuera, y encapsuló a la representación parlamentaria liberal (y luego a la democracia parlamentaria) hacia dentro, por lo que generó un sistema público internacional segmentado territorialmente en Estados soberanos, jurídicamente aislados y autosuficientes, lo que fue posible porque había una cierta correlación entre soberanía efectiva y soberanía real.
Es este sistema de Estados fragmentados el que es el soporte del capitalismo, no el Estado democrático como tal.
Sin embargo, hoy la globalización ha limitado el poder de los Estados nacionales, socavando su soberanía efectiva y, por lo tanto, están deteriorando la democracia que se desenvuelve, con los límites de su escala territorial, en cada uno de los Estados.
Por el contrario, estas identificaciones, que segmentan el sistema político hacia fuera y arrasan con el pluralismo hacia dentro, se han convertido en el principal escollo para la realización efectiva de la democracia del siglo XXI.