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Huelga general

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Javier Gomá.Babelian.05/06/2011.El mejor antídoto contra el totalitarismo de los fines es una sabiduría que emparenta con la filosofía, el arte, y con el sentido del humor

La distinción entre el talento y el genio y la descripción de sus contrapuestas características merecerían un enjundioso artículo, pero hoy prefiero indagar la diferencia entre la inteligencia y la sabiduría. Todos conocemos personas inteligentes a las que diríamos que les falta un poso de sabiduría; y al contrario, personas a las que no vacilaríamos en llamar sabias pero que no nos impresionan especialmente por su inteligencia. Siendo inteligencia y sabiduría dos modos intelectuales de aproximarse al mundo, ¿qué cualidades objetivas tienen sus poseedores que justifican esta diferenciación conceptual?

Es inteligente el hombre industrioso, «fértil en recursos», como llamó Homero a Odiseo. La inteligencia es la facultad de identificar los instrumentos más adecuados para conseguir un fin previamente dado y de usarlos con habilidad y eficacia. En un tipo ideal puro (por tanto inexistente como tal), la inteligencia sin mezcla de sabiduría es una razón instrumental que toma cuanto existe y lo torna utensilio (pragmata): el mundo entero es una caja de herramientas para ella. El científico y el empresario son dos de los paradigmas más acabados del hombre inteligente. El científico descubre leyes en la naturaleza que luego la tecnología aprovecha para su tarea de innovar; el empresario combina recursos materiales y fuerza del trabajo para suministrar productos al mercado: las innovaciones tecnológicas y las mercancías satisfacen los deseos humanos. Como el corazón no deja nunca de desear, los hombres inteligentes son los agentes principales del progreso de la civilización.

Ahora bien, llega un momento en el que uno se interroga por el propósito de tanto progresar. Los deseos del corazón son los fines a los que sirve la inteligencia; por tanto, la inteligencia instrumental recibe los fines desde fuera y no se pregunta por la naturaleza de éstos. Se necesita un sentido nuevo -una estimativa- para el enjuiciamiento de los fines. Esta segunda facultad intelectual, distinta de la inteligencia, es la sabiduría. Sabio es quien ha desarrollado una finesse para discernir, de entre el océano sin riberas de lo humanamente deseable, hermoso y gozoso, lo que, en su caso concreto, aumenta las posibilidades de una vida buena, satisfactoria y digna de ser vivida. Cuántas veces nos asombramos del modo miserable como concluyó sus días ese hombre dotado de clara inteligencia, pero que, a la larga, demostró ser necio y estúpido para reconocer lo que más le convenía («tan inteligente, tan inteligente, y mira cómo terminó»). El mecanicismo de los medios adquiere una perversa autonomía y coloniza el mundo de nuestra vida ordinaria, por lo que con frecuencia hemos de hacer un esfuerzo para recordar para qué madrugamos, trabajamos, anhelamos y envejecemos. Sentimos entonces la necesidad de pararnos y recordar ese «para qué» que da sentido a nuestro activismo incesante y agotador. Mientras que la inteligencia confirma los fines que perseguimos, la sabiduría se complace en relativizarlos para someterlos a prueba. Dado que la inteligencia tiene de por sí una inmensa tendencia expansiva -que la alianza entre ciencia y mercado excita aún más-, el sabio se ve obligado en determinados momentos a cerrar por un instante la caja de herramientas y detener el progreso.

El ensayo de Georges Sorel Reflexiones sobre la violencia (1908), aborrecible por tantas razones -sus sedicentes reflexiones tienen no poco de apología-, presenta lo que él denomina el mito de la huelga general, entendiendo por tal una imagen eficaz que por su fuerza intuitiva es capaz de desencadenar una acción revolucionaria. La burguesía, humanitaria y decadente, alienta el progreso de los Estados por medio de inteligentes reformas orientadas a reproducir su hegemonía social; el sindicalismo proletario, en cambio, promueve una acción radical y anárquica -la huelga general- para interrumpir la línea del progreso necesario y mediante esa ruptura violenta de la ley histórica restituir la pureza de los fines revolucionarios originales. Pasando de la historia universal a la individual, hay situaciones en la vida de un hombre en que éste, quizá forzado por las circunstancias -por ejemplo, esa enfermedad que le postra en el lecho del dolor, abrasado por las llamas de la fiebre-, se declara en huelga general con respecto a toda teleología, descansa de ese encadenamiento causal en el que está enredado su vivir, se replantea los fines que hasta ese minuto perseguía con ansiedad, los deja en suspenso para nuevo examen y juega mentalmente con la posibilidad de revisarlos o suprimirlos a ver qué pasa. La sabiduría consiste, pues, en esa quiebra de la economía de la inteligencia que deja espacio para una consideración desinteresada y distanciada de la dirección de la propia vida en su conjunto.

La sabiduría emparenta, pues, con otras actuaciones desinteresadas del hombre como la filosofía y el arte. La doctrina husserliana de la epoché fenomenológica recomienda despojarse de los instintos pragmáticos adheridos normalmente a las cosas con las que nos relacionamos para abrirse a su esencia ideal, que sólo se revela a una contemplación filosófica desinteresada, libre del afán de dominación. Por su parte, Kant define el gusto estético como un juicio desinteresado y sin finalidad de la obra de arte bella, es decir, un juicio sin interés directo en el objeto, como el de un juez imparcial. Y, bien mirado, mucho de lo verdaderamente noble y hermoso en el hombre tiene ese matiz de gratuidad, de otium contrapuesto a los intereses del neg-otium: la amistad, el regalo, la oración, la fiesta y el juego, en el cual, por cierto, Schiller y después Marcuse hallaron inspiración para su ideal de una civilización no represora. Y no quisiera olvidarme del sentido del humor, porque en esa risa redentora que dulcifica la gravedad de la vida, que relativiza por un momento el imperio absoluto de la muerte y rompe su aguijón, que humaniza cómicamente lo monstruoso y lo amenazante que nos oprime, adivino el mejor antídoto contra el totalitarismo de los fines.

Seamos sabios: vayamos a la huelga general.

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