Concha Caballero.El País.30/07/2011.
El siglo XX se inició con el culto a este magnífico invento. Marinetti escribió que un automóvil rugiente era más bello que la Victoria de Samotracia y compuso la primera oda a un ser mecánico, elevándolo a la categoría de bello objeto del deseo.
El automóvil se convirtió en una metáfora con cientos de significaciones y que concentra su esencia en la idea de la modernidad. Nunca un solo objeto reunió tanto simbolismo, tantas significaciones ocultas: era la expresión de la libertad individual; las alas que le negaron al ser humano para conquistar la tierra; la metáfora de independencia y la demostración del éxito social.
El coche parecía unido, de forma indisoluble, a la expansión de las metrópolis, a la íntima libertad de estar en cualquier lugar, a cualquier hora, dependiendo sólo de la libertad personal. El coche fue el caballo de los habitantes de las ciudades que les permitía galopar por el mundo a lomos de este cómodo milagro de la ingeniería. Con él surgió una nueva pasión por el riesgo, el amor a la velocidad, que todavía atrae -y mata- con sus brillantes luces a los jóvenes de medio mundo.
En una sociedad que aparentemente ha dejado de exhibir pomposamente sus diferencias sociales en el atavío o en las joyas, se ha convertido en el verdadero distintivo de nuestra posición en la escala social. Este milagro de la ingeniería es la joya que, fundamentalmente el público masculino, exhibe como atributo de su poder y como nostalgia de su juventud. No es baladí que la crisis de la cincuentena se acompañe, en sectores pudientes, de la compra de un artilugio potente, brillante y caro: más lejos, más rápido, más solos.
El automóvil es uno de los dioses principales del siglo XX y una de las religiones más caras de la historia. Según el último estudio de consumo de servicios del BBVA, las familias dedican el 30 por ciento de su presupuesto a la compra de automóviles. Una inversión que no sólo se funda en su utilidad o en la falta de servicios públicos de transporte, sino también en el convencimiento de que carecer de este aparato te convertía en una especie de paria social.
Por eso, cuando las directivas obligan a reducir el uso del coche, la reacción de algunos ciudadanos no es exigir mejor transporte público o evaluar sus ventajas, sino que sienten, por esas metáforas perversas, como si le arrancaran parte de su libertad, de su independencia o de su estatus. Todavía adoran los dioses del siglo XX. Por eso, una de las primeras medidas adoptadas por el conservador alcalde de Sevilla ha sido la de derogar un plan que tenía como objetivo reducir el uso del coche en el centro de la ciudad.
Sin embargo, la ecuación automóvil-modernidad, se ha disuelto para siempre. Hoy el coche no es un complemento de la ciudad sino un estorbo, una amenaza, un peligro para la salud y una antigualla. En las mayores metrópolis del mundo el automóvil ha sido seriamente limitado. La mayor parte de los habitantes de Nueva York, los más modernos, vanguardistas y estilosos del mundo, carecen de vehículo y no lo echan de menos. Para eso están las empresas de alquiler cuando desean viajar en coche por el interior de su país.
Es prácticamente imposible rebatir que el uso diario del automóvil en las ciudades es contaminante, derrochador en términos energéticos, insalubre para el ser humano, caro y completamente ineficaz para la movilidad.
Sin embargo, la derecha se aferra a los viejos tiempos como a clavo ardiendo, convencidos de que el medio ambiente es sólo un sinónimo de parques y jardines. También ridiculizaron y obstaculizaron el uso de la bicicleta, cuyos conductores fueron presentados como peligrosos asaltantes de los peatones, a los que limitaban el espacio y la seguridad. Y sin embargo, el coche tiene los días contados y la bicicleta acaba de nacer como signo de identidad de las nuevas ciudades. Aunque con la derogación del plan centro escriban un nuevo poema al automóvil, no dejara de ser una elegía o un epitafio escrito apresuradamente en forma de decreto.
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