Lourdes Maria Couñago Mora
Recuerdo la tienda de ultramarinos, el colmado, o incluso “donde Pepe”, cualquiera que fuera su nombre, conocido por todo el barrio y alegría para los sentidos.
Cierro los ojos y vuelvo a oír el sonido del cajón del dinero abriéndose y cerrándose, el tintineo de las monedas cayendo, el de los dedo rebuscando el cambio. Huelo las especias en sus bolsas de arpillera. Toco las legumbres, vendidas al peso. La profusión de colores de la fruta de temporada. El caramelo con el que se premiaba nuestra ayuda haciendo los recados.
Eran centros de socialización vecinal. Sobre todo femenina. En una época en la que las mujeres no quedaban para tomar café en los bares, qué escándalo y que barbaridad, y obviando el horario de salida de la misa dominical porque estaban rodeadas de maridos, hijos y demás parentela, las mujeres tenía su espacio en la tienda del barrio. Allí debatían de las tristezas y alegrías de sus vidas, se informaban de lo acontecido por los alrededores, y dedicaban un tiempo a la confraternización de género. Era su momento, de ellas y para ellas. Sin interferencia masculina.
La incorporación progresiva de la mujer a la vida laboral desencadenó una serie de reestructuraciones domésticas que no pasaban por la compra diaria en la tienda del barrio, sino en los centros comerciales y grandes superficies que surgieron en medio de solares, antes abandonados y ahora lugares de ocio y consumo donde se aprovecha el viaje para disfrutar de actividades lúdicas entre paredes y luces artificiales, quedando así las tiendas relegadas a las emergencias culinarias o al uso que de ellas hacen las personas mayores que no pueden desplazarse a otro lugar.
En los últimos años se han destruido más de 40.000 comercios, llegando a sobrepasar los 150 cierre de tiendas al día. La imposibilidad de competir en los precios, los alquileres desmedidos de locales, la falta de racionalización en los horarios de apertura y cierre a los que los trabajadores de los pequeños comercios se ven empujados para poder competir, unido a esa nueva forma de consumir en la que preferimos pasear por una simulación de una calle convencional dentro de un centro comercial, en vez de hacerlo en una de verdad, están llevando a las tiendas de siempre a una lenta agonía y un estrangulamiento paulatino.
La crisis y los problemas de solvencia monetaria a fin de mes, han llevado a que volvamos nuestra mirada al sitio tradicional de compra, donde nos conocen desde siempre, incluso donde nos han visto hasta crecer, donde nos reciben con una sonrisa, donde nos preguntan por nuestra familia…………….no nos engañemos, volvemos a estos lugares porque nos fían. Saben que lo que nos llevemos ahora podremos pagarlo cuando cobremos y ese es el sustento de muchas familias, cada vez más, nueva forma de caridad solidaria sin la humillación de pedir a cambio de nada.
Pero tampoco ellos pueden soportar esa presión económica de falta de solvencia. Ellos también pagan a proveedores, también pagan el alquiler del local, también tiene que sacar alguna rentabilidad de estar doce horas sin moverse del sitio, encargándose de todo, abastecerse, reponer, vender, limpiar el lugar. Y ya pueden verse carteles de “Aquí no se fía”, con la pena y el disgusto de no tener capacidad para ayudar a quienes lo necesitan.
Aquí no se fía. Pero no por falta de confianza, sino por simple y vulgar instinto de supervivencia.
Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la mañana a las misas aristocráticas de la Magdalena y de la Capilla Expiatoria… El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También solía llevarme a casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y a los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse a llevar un surtido de telas, vasos, estantillos, dos o tres biombos, lacas, y hasta las ínfimas baratijas de papel -146- y cartón que declaran el maravilloso sentimiento artístico de aquella gente asiática, sólo igualada por la clásica Grecia? Al propio tiempo la señora de Carrillo no podía, ya que felizmente estaba en la capital de la moda, dejar de equiparse para el próximo invierno. Su amor propio pedíale no ser de las últimas en la introducción de las novedades, mejor dicho, la incitaba a ser la primera. En casa de Worth se encontró a la de San Salomó; a donde quiera que iba, tropezaba con la siempre inquieta y bulliciosa marquesa, y esto mismo estimulaba en mi prima los deseos de superarla. Cada una quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose a llevar a Madrid lo mejor, lo más bonito y nuevo… Pronto perdí la cuenta de las cajas que mi primita expidió para Irún en los últimos días de Septiembre.