Francisco Garrido.
En muchas ocasiones, Marx tuvo que escuchar reproches contra la dureza dialéctica que empleaba cuando entraba en medio de un debate científico o teórico. Chocaba esta posición con la descripción de un Marx cotidiano y doméstico que escuchaba y dialogaba con todos, amigos, compañeros o visitantes ocasionales; un hombre afable y bondadoso que se tornaba un león temible cuando de ciencia o de teoría se trataba. Algo así debieron pensar los que presenciaron el famoso y durísimo duelo dialéctico entre Popper y Wittgenstein delante de unas ascuas incandescentes. Por el contrario, yo no veo contradicción alguna en estos episodios y creo que todo responde a un error de confusión entre los diversos planos del dialogo y al estatuto que le otorgamos a la verdad.
En el plano del debate teórico o científico el objeto es “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” como decían aquellos juramentos de las películas de abogados norteamericanas. El objetivo no es pues la felicidad, ni el agrado, ni la empatía, ni “la paz en el mundo”, no; el fin buscado es la verdad. ¿Y qué es la verdad? Acepto la definición más simple y aristotélica: la correspondencia y coherencia entre los enunciados y los hechos, o dicho de manera más compleja, entre las representaciones del mundo y el mundo.
En un escala cuasi infinita de 0 a 1, donde 0 sería la absoluta ausencia de verdad (la toda no verdad) y 1 la absoluta certeza (la verdad toda), es altamente improbable encontrar enunciados o representaciones que alcancen el grado 0 o el grado 1 de verdad, habitualmente nos enfrentaremos a grados intermedios, mayores o menores, de verdad. Pero esta gradualidad de la verdad, lejos de ser un hándicap, es un acicate permanente para su búsqueda una vez que hemos renunciado a la demanda metafísica de completud y consistencia eterna
La segunda cuestión es que la verdad no se construye intencionalmente, ni se acuerda o pacta a conveniencia; no es una convención aunque sí responda a un tipo de decisiones singulares que se producen en el contexto de descubrimiento, es algo que hallamos y que llega o no a nosotros si salimos a su búsqueda.
Así pues, en los debates teóricos, la caridad debe ser reprimida y prohibida, la condescendencia anatemizada, la solidaridad no debe permitirse, la piedad es un pecado muy grave; sólo la cortesía y la elegancia deben ser autorizadas siempre y cuando no entorpezcan la claridad de los argumentos y la contundencia de los hechos y evidencias, como muy bien decía Hegel “el pensamiento no tiene porque ser edificante”.
Cuando discutimos sobre la verdad sin otro aliciente que la verdad misma, la violencia dialéctica contra los argumentos falsos debe ser inmisericorde. Por esta razón Kant, que era muy miedoso con los poderes políticos, no pudo ocultar ni disfrazar el derecho a la desobediencia intelectual y al tiranicidio de las ideas falsas que suponía la crítica. Nada podía gozar de un ápice de legitimación si no estaba bajo el tribunal de la crítica racional y los hechos.
El pacto y el acuerdo son imprescindibles en las relaciones sociales y por tanto en el derecho, en la política o la economía; la prudencia es, pues, una virtud; pero en la teoría, en la disputa por la verdad, no hay nada mas imprudente que ser prudente con la falsedad. La ciencia y la razón son imperialistas y expansionistas, a su lado no puede, ni debe convivir nada ni nadie. La mayor compasión y empatía con las personas es la mayor intransigencia con la falsedad y el error. La cultura del acuerdo no puede ser la cultura de la verdad por mucho que la verdad de las relaciones sociales se deba sustentar sobre el pacto y el acuerdo.
El hecho de que la verdad y el conocimiento estén siempre atravesados por la intersubjetividad y las instituciones no es una virtud sino un escollo que hay que sortear; todo lo contrario de lo que piensa el relativismo más o menos metafísico. Las reglas del juego científico no deben ser confundidas con las reglas de otros juegos del lenguaje si no queremos que nuestro conocimiento del mundo se torne un magma delirante lleno de estúpidas buenas intenciones.
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