Javier Perez Royo.El País.07/01/2011.
Es obvio que cualquier ciudadano tiene derecho a estar en desacuerdo con una ley, sea estatal o autonómica. Que la ley haya sido aprobada por las Cortes Generales o por el Parlamento de la comunidad autónoma que sea, únicamente quiere decir que se está obligado a cumplirla, pero no a compartir la decisión que dicha norma contiene. Se tiene incluso derecho a iniciar una campaña con la finalidad de intentar conseguir que la ley sea modificada o derogada en el futuro o que sea impugnada por quienes tienen legitimidad para hacerlo. En este sentido, una campaña de recogida de firmas, con la finalidad de hacerlas llegar al Defensor del Pueblo que tiene legitimidad para interponer un recurso de inconstitucionalidad entra dentro de lo aceptable en nuestro ordenamiento jurídico.
Nada se puede objetar, en consecuencia, a que el propietario del Asador Guadalmina de Marbella califique la ley antitabaco de texto «absurdo y anticonstitucional» y haya anunciado la iniciativa de recoger firmar y crear una plataforma de empresarios contra la ley. Todo esto no solamente puede hacerlo, sino que los poderes públicos tienen que garantizar su derecho a poder hacerlo, en el supuesto de que, de alguna manera, se pretendiera obstaculizar el ejercicio de tal derecho.
Ahora bien, el ejercicio de tal derecho no es compatible con el incumplimiento de la obligación de aplicar la ley. Precisamente porque tiene la obligación de cumplirla es por lo que tiene derecho a discrepar de ella y a poner en marcha todas las iniciativas que crea pertinentes para acabar con ella. Su derecho es inseparable del deber. Esto es algo tan básico que no hay nadie que no lo pueda saber. No hay que haber estudiado nada para saber que es así y que, sin esa obligación de cumplir las normas, simplemente no podríamos vivir civilizadamente. En consecuencia, nadie puede justificar una conducta de esta naturaleza, aunque pueda estar de acuerdo con la opinión que la motiva.
Justamente por eso, resulta preocupante que se haya producido. La ley ha sido aprobada tras un proceso muy largo de maduración en la sociedad española. Se ensayó una primera norma y, tras analizar detenidamente los resultados de su aplicación y haber realizado estudios exhaustivos, se ha llegado a la conclusión de que por motivos de salud pública era mejor solución sustituir la ley antigua por la ley actual en los términos en que está redactada.
No estamos ante un decreto-ley o ante una norma que se ha aprobado por el procedimiento de urgencia, que no ha permitido que los ciudadanos en general y los empresarios más afectados por la norma en particular, no hayan tenido posibilidad de hacer valer sus puntos de vista. Todo lo contrario. Pocas normas se han aprobado en España o en cualquier otro país democráticamente constituido en las que se haya hecho un esfuerzo tan notorio por justificar de manera objetiva y razonable el contenido y el alcance de la decisión que se adoptaba. Si hay alguna ley en la que se produce la coincidencia entre voluntad y ratio es en esta. La racionalidad de la norma justifica plenamente la manifestación de autoridad que impone su cumplimiento.
Por eso el acto de rebelión protagonizado por el propietario del Asador Guadalmina resulta preocupante. ¿Es una anécdota o estamos ante algo más? Esperemos que sea solamente lo primero. En todo caso, está claro que la pelota está en este momento en el Gobierno de la Junta de Andalucía, que es la Administración competente en última instancia para hacer cumplir la ley. A una rebelión de esta naturaleza hay que ponerle fin de manera inmediata.