La culpa no es de los pueblos, sino de sus príncipes”. La afirmación no es mía y, si he de ser franco, ni siquiera estoy de acuerdo. Pero lo escribió Maquiavelo en Del arte de la guerra, y tal vez ilustra algunas cosas. Entre otras, el trasfondo de lo que bien puede considerarse la primera teoría moderna del Estado. A Maquiavelo le tocó vivir tiempos convulsos. A finales del siglo XV, Carlos VIII, el rey de Francia, había ocupado con sus ejércitos la península Itálica hasta Nápoles. Y la invasión hizo patente el hundimiento de Italia, que hasta entonces se había sostenido de forma precaria manteniendo en un extraño equilibrio a sus cinco grandes estados. A partir de entonces, el territorio italiano se convirtió en el campo de batalla donde las nuevas monarquías europeas, con España y Francia a la cabeza, intentaron dirimir sus pretensiones de dominar Europa. De ahí surge la pretensión de Maquiavelo de diseñar una teoría política que, en cierto sentido, está en el origen del Estado moderno, versión absolutista.
Frente a la disgregación de la comunidad y frente a los conflictos de intereses, Maquiavelo propone unificar el cuerpo social y dotarlo de estabilidad en torno a un soberano que, como siglos después dirá Kant, “sólo tiene derechos y ningún deber”. No es mala lectura, la de El príncipe, en estas semanas, para acercarnos por una vía tangente a esa modernidad hoy por fortuna en crisis en el mundo árabe, donde los pueblos de Túnez a Bahréin se han decidido, con mayor o menor fortuna, a mover el trono de sus sátrapas y a iniciar, cada uno a su modo, esperemos, su particular toma de la Bastilla. Ya sé que El príncipe en un par de años cumplirá cinco siglos. Y que Maquiavelo, con él, sólo pretende condicionar la acción política de Lorenzo de Medici. Pero los caminos de la historia son más tortuosos que la secuencia del calendario y, además, la historia de muchos libros, como este, desborda por exceso las intenciones de su autor. En esas páginas, todavía hoy terribles, podemos leer cómo el soberano debe recordar que “a los hombres se les ha de mimar o aplastar”. Y que “el príncipe debe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y el no ser odiado”. ¡Menuda ecuación!, pero con ella se sostuvieron en Europa las monarquías absolutistas y con ellas, del mismo modo, pretendían hacer lo propio, hasta hace nada, los reyezuelos árabes, como padres temidos, aunque amados, de sus súbditos. Tal vez olvidaron, en algún momento, la lección de Maquiavelo: el uso combinado de la ley y la fuerza, del hombre y la bestia, de la zorra y el león.
Sin embargo, ya Maquiavelo supo ver que “quien pasa a ser señor de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la destruye, que espere ser destruido por ella”. Y también él anticipó que, como la naturaleza de los pueblos es inconstante, “resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos” durante mucho tiempo. Por ello, recomendaba que “conviene estar preparado de manera que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza”. Los europeos del siglo XXI hemos sabido del final del absolutismo por los libros de historia. Pero ahora podemos seguir su versión árabe, semana a semana, en nuestros países vecinos, con sólo abrir la pantalla del ordenador o las páginas del diario.
Sin embargo, en todas partes cuecen habas. Y aquí, que la lectura de El príncipe puede parecer extemporánea, tenemos que buscarnos otras referencias. Y, como siempre, la cuestión es dar con la bibliografía adecuada. No se me ocurre otra mejor que el Breviario de políticos del cardenal Mazzarino, que estos días llega a las librerías traducido al catalán por Ramon Alcoberro y con un jugoso prólogo de Rubert de Ventós (Edicions de la Ela Geminada). El cardenal, como es sabido, sustituyó a Richelieu como primer ministro y gobernó en Francia mientras Luis XIV fue menor de edad. El pájaro, como recuerda Alcoberro, fue un “héroe de la manipulación” y “maestro de políticos y gestores eficientes y desacomplejados”. El Breviario recuerda que los políticos reducen a dos máximas su oficio: la simulación y la disimulación. Y, con ello, funda la política barroca. La misma que, me atrevería a decir, continúa rigiendo entre los políticos posmodernos, de entre los cuales, en la cúpula del Gobierno español, tenemos ejemplos eminentes. Se trata de que el gobernante, a juicio del cardenal, exprese siempre, no lo que piensa o lo que pretende, sino “una afabilidad y cortesía perpetuas”. Que “finja siempre humildad, ingenuidad, familiaridad y buen humor”, y que esté siempre disponible para lo que sea, sobre todo si le ha de reportar, aunque superficial, algo de lustre. Que aparente guardar siempre fuerzas de reserva, aunque no las tenga, para que nadie pueda evaluar los límites de su poder. Y sobre todo, buscar siempre, ante todo, la ambigüedad: “que tu discurso se pueda interpretar tanto en un sentido como en otro, y que nadie lo pueda resolver”.
Mazzarino, incapaz de elaborar una teoría del Estado, nos legó, con este texto brillante y mordaz, que ahora podemos releer con mirada renovada, una teoría de los políticos. Destilando la cultura barroca de la simulación y la mascarada, constituye quizás el mejor manual de la política posmoderna. También, de paso, acaso nos permitiera mirarnos un poco el ombligo para dejar de mirar a los demás, como estos días hacen tantos, por encima del hombro.
Tribuna de opinión de Xavier Antich, publicada en La Vanguardia.