Concha Caballero.El País.12/03/2011.
Pertenezco a una generación en la que entrar en política no solo no te ofrecía ningún tipo de prebendas, sino que te privaba de tus medios de vida más elementales. Perdías el trabajo, la beca de estudios y si pertenecías a una familia conservadora, te encontrabas de pronto en la calle, sin más amparo que tus amigos ni más consuelo que la generosidad de los extraños que te ofrecían gratis su refugio. Miles de jóvenes, con dieciséis o dieciocho años, emprendimos ese exilio familiar. Nos marchábamos de casa en busca de la libertad con unos cuantos discos y libros bajo el brazo, mientras nuestras madres se enjugaban las lágrimas al escuchar a Serrat cantar esa balada del desamparo: «Nena, ¿qué va a ser de ti?»
Y eso teniendo suerte. Mucha suerte. La de haber conocido solamente los coletazos del antiguo régimen porque tan solo unos cuantos años antes de esa masiva traslación de las conciencias, los jóvenes que se atrevían a enarbolar banderas de libertad, eran apaleados, torturados en las comisarías o condenados por el Tribunal de Orden Público por distribuir propaganda ilegal, en las que la palabra «libertad» destacaba con grandes letras. Mientras, José María Aznar participaba en un sindicato de inspiración falangista y Mariano Rajoy comenzaba su prolífica carrera de mirar hacia otro lado, ajeno a las ansias de libertad de su generación.
Hacíamos política con nuestro cuerpo, con nuestras vidas, con nuestros gustos musicales, con nuestra forma de vestir. Convertíamos cada gesto cotidiano en el campo de batalla de una sublevación contra la tiranía de la uniformidad y de la dictadura. Nos ahogábamos en un aire viciado de prohibiciones, de límites, de censuras y de imposiciones. Amábamos la libertad y odiábamos la injusticia, allá donde se produjera.
La derecha española era pura prohibición, excepto en el ámbito de lo privado, donde afirmaban la suprema libertad -del varón, claro está- de hacer lo que quisiera con su hacienda o con las vidas de las mujeres o de sus hijos. La violencia de género, el castigo a los hijos, el capricho de las decisiones domésticas, era el sagrado refugio de un reino individual en el que ningún poder político tenía derecho a regular.
Sin embargo, la derecha se ha vuelto bruscamente libertaria. Aznar lo proclamó, melena al viento: «Déjenme que conduzca como quiera o que beba lo que quiera». Lo ratifica Rajoy: «Menos prohibiciones, menos regulaciones, menos leyes». ¿De qué habla la derecha cuando se refiere a la libertad? ¿la de consumir sin freno los recursos naturales? ¿la de pagar con el dinero público la escuela religiosa? ¿la que garantiza a grandes empresas y bancos mover sus capitales sin regulación alguna? ¿la de reducir los impuestos a los poderosos? La derecha española no tiene inconvenientes en combinar su canto a la libertad con la sumisión a la jerarquía católica, la incomodidad ante los nuevos derechos de las mujeres, la oposición al matrimonio homosexual o la petición de más regulaciones contra los inmigrantes. No es gratuito que Rajoy exalte el 8 de marzo, como máxima libertad de las mujeres la de dedicarse en cuerpo y alma a su hogar. Voluntariamente, claro.
Su demanda de libertad no es tal sino una nueva forma de llamar al individualismo feroz que no acepta el derecho a la igualdad de los seres humanos, que no consentirá regulación ninguna de los mercados aunque nos lleven al borde del abismo y que no está dispuesto a cambiar los hábitos de consumo que ponen en peligro la existencia de nuestro planeta.
No es un fenómeno típicamente español. La derecha internacional se niega a regular los mercados, a aprobar protocolos medioambientales o a dar a las personas igual libertad que a las mercancías. «Fuera regulaciones, normativas y leyes» exclaman. No es un cántico a la libertad, sino al mercado y una granada lanzada contra el poder equilibrador de las democracias.
Un fandango del Carbonerillo dice, mas o menos: “Mujer, lo que no es, no es, aunque tu te empeñe en lo contrario”. No deberíamos olvidar que las palabras son la primera batalla perdida en todas las causas.
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
Blas de Otero
Mi querido amigo, la utilización de la palabra «libertaria» no tiene la más mínima intencion de ridiculizar o menospreciar ese patrimonio ideológico y político. Todo lo contrario. Lo que hago es un uso irónico de la repentina conversión de la derecha a la defensa de la libertad, en la que nunca han creído. Como comprenderás, no creo que la derecha sea libertaria. En España su trayectoria ha sido màs bien todo lo contrario: liberticida. Siento que lo hayas entendido, o que pueda entenderse en otro sentido pero la intención es completamente distinta. Ys sabes, además, que nunca usaría la palabra «libertaria» en ese sentido, por el respeto y el cariño que siento hacia esa tradición. Un abrazo.
Hay palabras que a lo largo de la vida les cogemos un especial cariño, este es el caso para mi de libertaria; por eso me llama la atención su utilización, unida a la palabra derecha, como titular en un artículo de Concha Caballero en El País, que reproduce P36. Leo con interés el artículo, lo releo varias veces y sigo sin comprender su utilización, cuando creo que lo mas correcto hubiera sido utilizar la palabra neoliberal. La elección de las palabras no es algo inocente: el Zapatero primigenio también utilizó libertario uniéndola a la palabra socialismo ¿Qué entiende mi querida y admirada Concha por libertaria? Evidentemente nada tiene que ver este adjetivo, por ejemplo, por lo que entiende Carlos Taibo, véase al respecto el artículo “Por una organización libertaria y global” (www.carlostaibo.com) y para profundizar un poco más en el tema el libro Libertari@s. Antología de anarquistas y afines para uso de las generaciones jóvenes del mismo autor. Como muy bien saben los expertos en packaging, la imagen del producto -en este caso una palabra del título del artículo- nada tiene que ver con su contenido.