LA rebeldía es un estado civil. «Estado» en cuanto que situación indefinida en el tiempo. La rebeldía es un volcán en activo que erupciona sin avisar. La lava bulle en su interior como el inconformismo en la razón y el corazón del rebelde. Que estalle de vez en cuando no niega la naturaleza perenne de la rebeldía. Más bien afirma que su clandestinidad caduca ante lo insoportable. Y «civil» en cuanto que la ejerce el ciudadano. Quien toma conciencia de no ser un mero habitante de su espacio, ni un mero espectador de su vida. De no estar solo. De su condición política como ser social. Y decide intervenir en su espacio y en su vida como titular de la soberanía compartida que le corresponde. En consecuencia, la rebeldía no es un producto banal de mercado. Ni son rebeldes quienes se hospedan diletantes en los márgenes de la sociedad. Ni quienes rechazan lo existente sin aportar un modelo alternativo. La rebeldía no se carga con balas sino con razones y acciones. Como dos hermanas siamesas que comparten cerebro y corazón. Yo soy rebelde. Por eso comparto la emoción de quienes exigen democracia real por la calle. Y por eso entiendo que con ese gesto no basta.
Soy radical demócrata. Lo soy porque he demostrado serlo. Con mis palabras. Y con mis hechos. La democracia no es este maniquí de dictadura bipartidista disfrazado de elecciones. Debe ser mucho más. Y todavía mejor. Democracia es la resultante de la suma de la democracia participativa y de la democracia representativa. De la capacidad de los ciudadanos para intervenir directamente en la cosa pública. Y de la necesaria elección de representantes para que ejerzan nuestra soberanía individual en aquellos asuntos que deleguemos por inaccesibles. Ambas están heridas de muerte. No nos escuchan. Y el sistema reduce el pluralismo a un soliloquio con dos actores y medio. Indignémonos. Sí. Reaccionemos. Ya. Pero no sólo negando lo que evidentemente está mal. Reaccionemos actuando. Proponiendo lo que a nuestro juicio debería ser. Hagámoslo nosotros mismos, sin esperar a que el sistema nos dé la venia. Aunque no lo consigamos. Y apoyemos a quienes se arriesgan por los demás en formaciones alternativas a este bipartidismo formal, casi metafísico, donde tres son dos y dos son uno. No todos los políticos son iguales.
Yo propongo reformas urgentes en ambas democracias. En la participativa: elecciones propias y circunscripciones ajustadas al territorio del debate; segundas vueltas para elegir por separado al órgano colegiado y después a quien lo gobierne; listas abiertas; respeto al pluralismo en los medios de comunicación; no disciplina de voto; limitación de mandatos, sueldo y privilegios; inhabilitación de tránsfugas y corruptos… Y en la directa: reducir el número de firmas para las iniciativas populares; conceder competencias efectivas a los defensores del pueblo; habilitar referendos en todos los ámbitos (vecinales a estatales); permitir a la ciudadanía recursos ante el constitucional; mociones populares de censura y control… Porque abdicar de la política no es rebeldía. Y negarla sin más, tampoco.
No quiero parecer pesimista o aguafiestas, querido Antonio Manuel; pero por el momento no hemos visto nada que se parezca a la respuesta de griegos o islandeses, cuanto menos tunecinos o egipcios.
Resulta algo tan tan tan timidito y apocado (con un totalitarismo solapado como el actual perfectamente comprensible); las movilizaciones por el momento resultan algo tan tan tan tiernecito, que nos recuerdan a otra «rebeldía»:
http://www.youtube.com/watch?v=PFHLkSUmd5k&feature=related