Irene Lozano/ No se puede echar un remiendo a la socialdemocracia -como muchos tratan de hacer- sin tener en cuenta una consideración previa: la socialdemocracia no es una ideología, sino una adaptación a la coyuntura. En un momento y un lugar muy concretos -Europa Occidental después de la II Guerra Mundial- se trató de incorporar el principio rector del socialismo, la idea de igualdad, al régimen de democracia liberal y la economía de libre mercado. Esto significa que la socialdemocracia es, en sí misma, liberal por los cuatro costados: nace en el sistema liberal, se siente cómoda en él y no aspira a destruirlo -ni política ni económicamente-, sino a corregir sus injusticias dentro del marco institucional. Así fue durante las tres décadas que duró su edad de oro, aquellos años en que la simbiosis de socialismo y liberalismo pareció de un sentido común tan apabullante que hasta los conservadores británicos construían vivienda protegida.
Por tanto, cuando se aboga por una «socialdemocracia liberal», como hizo Daniel Innerarity en estas páginas (EL PAÍS, 1 de junio), en el fondo se nos propone que a la ecuación socialdemócrata (socialismo + liberalismo) le sumemos más dosis liberales, con un resultado perfectamente defendible, pero para una reflexión sobre… el liberalismo. El autor pide a la izquierda que «no quiera introducir la justicia por medio de la redistribución estatal sino mediante la creación de una mayor igualdad de oportunidades», y que aspire a «un Estado con el poder mínimo e indispensable», pero obligado a «cuidar activamente de que todos los ciudadanos puedan comerciar libremente en los mercados». Todas ellas se me antojan excelentes ideas para los neoliberales, aunque difícilmente se pueden plantear como salida a la socialdemocracia cuando no contienen la menor preocupación social, salvo por esa alusión a la igualdad de oportunidades, que, como se logra mediante la educación pública universal, necesita un Estado preocupado de algo más que el comercio.
La reflexión, insisto, me parece no solo legítima, sino sobre todo pertinente: la tribulación ideológica en las filas de la izquierda es enorme, pero no llega a nublar por completo la crisis en que también se hallan sumidas las ideas liberales, secuestradas por un fanatismo que amenaza con devolvernos a un capitalismo de tintes premodernos.
Si algo pueden presentar los liberales en su hoja de servicios a la humanidad es su oposición a la concentración de poder y su alta sensibilidad para detectar todo tipo de despotismos en distintos momentos de la historia. Que la burguesía incipiente se opusiera al poder del Estado y las trabas económicas gozaba de toda lógica en la época, pero resulta llamativa la obcecación contra la supuesta opresión económica de los Estados, cuando los estamos viendo acogotados por las exigencias de un poder financiero cuya felicidad requiere más dolor y menos derechos para el ciudadano.
Puede concederse que, hacia el interior, los Estados acumulan un poder no siempre empleado con racionalidad y eficiencia. Hacia fuera, en cambio, hacia el ancho mundo, su impotencia resulta clamorosa en estos tiempos de crisis. Y algo debe de estar fallando en la sensibilidad liberal cuando desde sus filas se alzan pocas voces denunciando que la mayor amenaza a la autonomía del individuo y al autogobierno reside hoy en la nulidad de los poderes democráticos para someter al poder financiero. No otra cosa afirmaba un ilustre liberal como Hayek cuando dejó escrito en Camino de servidumbre: «Lo que necesitamos y cabe alcanzar no es un mayor poder en manos de irresponsables instituciones económicas internacionales, sino por el contrario, un poder político superior que pueda mantener a raya los intereses económicos y que, ante un conflicto entre ellos pueda mantener un equilibrio porque él mismo no está mezclado en el juego económico».
En efecto, acabar con esa cooptación del poder político por parte del económico resulta más urgente que la necesidad de un Estado mínimo, incluso desde un punto de vista liberal. Si Hayek prefiere la superioridad del poder político es porque conoce los riesgos de unos mercaderes demasiado poderosos y poco preocupados de las consecuencias sociales de sus actos algo, por cierto, que ya anotó Adam Smith con ironía: «Las personas que se dedican al comercio rara vez se reúnen sin que su conversación gire alrededor de cómo conspirar contra el público o en maquinar sobre cómo subir los precios». Si el Parlamento británico pudo discutir en 1795 una propuesta de ley de salarios mínimos utilizando a Smith como fuente de autoridad, fue porque él había dejado claro que los comerciantes se ocupan de sus negocios y el Estado de otras cosas. Nos lo recuerda José María Lassalle en Liberales, un imprescindible compendio de la virtud cívica del liberalismo clásico, consciente de que «los empresarios pretendían sustituir al Estado, transformarlo en una especie de compañía mercantil gobernada por ellos, corrompiendo el interés general hasta hacerlo particular».
La crisis bancaria reivindica aquel liberalismo visionario: los activos tóxicos ideados por los genios americanos de las finanzas han resultado ser una conspiración contra el público. Pero no solo: las propias entidades financieras, con su furibunda oposición a una supervisión estatal y a una regulación de su actividad -reflejada fielmente en Inside Job-, se encaminaron triunfantes hacia su ruina. Por encima de todo, no obstante, el gran inconveniente de los mercados es que su poder no es democrático. Y aquí sí creo que el liberalismo y la socialdemocracia pueden encontrar un amplio trecho que recorrer de la mano. A ambos les debería preocupar la hegemonía actual de esos entes fantasmagóricos llamados «mercados», que por no tener no tienen ni rostro, que no se presentan a las elecciones, ni rinden cuentas ante los ciudadanos, ni explican sus programas, pero ostentan la facultad de imponer la visión del mundo más beneficiosa para ellos.
Nadie discute que los acreedores de Grecia tengan derecho a cobrar lo que se les debe. Sin embargo resulta inaceptable que dicten políticas económicas al margen de los órganos de la soberanía popular. Ya se le ha dejado muy claro a Grecia la prenda deseada a cambio de nuevos préstamos: privatizaciones masivas y nuevos recortes. La extorsión se ve con claridad si la trasladamos a la economía doméstica: el banco puede cobrarnos la hipoteca todos los meses, y hasta reconocemos su derecho a embargarnos la casa si no pagamos, pero no aceptaríamos, a cambio de un préstamo, otorgar al director de la sucursal bancaria la capacidad de decidir si llevamos a nuestros hijos a un colegio más barato o vendemos las joyas familiares. Lo que en casa consideraríamos una intrusión en nuestra libertad, ¿se convierte en un triunfo del liberalismo cuando afecta al Estado? ¿Alguien siente que esa merma del poder del Estado esté derivando en una mayor libertad individual o las movilizaciones del 15-M indican lo contrario? Algo sucede cuando la tradicional sensibilidad liberal a la acumulación de poder no solo no denuncia airada el despotismo de los mercados, sino que sigue clamando por el Estado mínimo en medio de la crisis. Me temo que el neoliberalismo de las últimas décadas no solo ha dejado hecha trizas la socialdemocracia, sino también las ideas liberales, degradadas a verdades de hierro que solo por el dogmatismo con que se defienden ya traicionan el espíritu del liberalismo.
La salida de este atolladero no se halla en los manuales de política, ni mucho menos en los de economía, sino en la literatura: el Viejo lorquiano de Así que pasen cinco añosaconsejaba «recordar hacia mañana». Porque tal vez en las lecciones del pasado, liberales y socialdemócratas encuentren la forma de aunar esfuerzos para someter al poder financiero a controles y equilibrios, los clásicos checks and balances, e imprimir un giro social a la economía. Sería una necedad olvidar en el siglo XXI lo que Adam Smith ya sabía en el XVIII, que «la mezquina rapacidad y el espíritu de monopolio de los mercaderes no son ni deben ser los gobernantes de la humanidad».