AMT.Hace unos días leía un interesante ensayo de Marcus Kracht sobre la dificultad de conservar el conocimiento en una sociedad abocada al descenso energético. Una de las cosas que más me ha llamado la atención del mismo es la conexión que establece entre el acceso a la energía barata y en cantidad al aumento de nuestro conocimiento. Reflexionando un poco sobre mi propio trabajo no puedo menos que darle la razón, confirmando muchos de los extremos que se tratan en el ensayo.
Hace poco un estudio de la Universidad de Berkeley estimaba que internet (entendido como toda la maraña de ordenadores y dispositivos que se conectan a la red global, la misma red y sus routers y demás adminículos) consume alrededor del 2% de toda la energía a escala global. La cantidad no es en absoluto desdeñable, sobre todo si tenemos en cuenta que es probablemente una subestimación (hay muchos dispositivos que no entran dentro de la clasificación usada por los investigadores, y el gasto por equipo es un gasto tipo o medio), y además este gasto no se reparte homogéneamente por el mundo. Internet es seguramente el mayor exponente de nuestro progreso en tecnologías de la información, un gran invento que ha agrandado enormemente nuestras capacidades cognitivas. Hoy en día, si tenemos una duda, por nimia o trascendente que sea (cuál fue el primer disco de un determinado cantante, qué es la mayéutica) usamos nuestro buscador de referencia y en pocos segundos tenemos la respuesta. La enorme capacidad de indexación de los sistemas de información actuales es tremendamente útil en mi trabajo corriente o a la hora de documentar este blog; en pocos segundos tengo una lista de cientos de documentos más o menos pertinentes a mis criterios de búsqueda, a partir de los cuales es fácil cribar qué es interesante y qué no; una frase clave de un documento de interés (por ejemplo, su título) me permite localizarlo sin moverme de mi silla y en cuestión de minutos decidir si me interesa o no, y en su caso buscar otro: qué diferencia con aquellos tiempos en que comenzaba mi tesis, en los que leyendo artículos científicos encontraba una referencia a algún artículo posiblemente interesante y me iba a la hemeroteca, a desempolvar archivos a veces durante horas, y a veces el archivador que me interesaba no estaba o no se encontraba en su sitio. Evidentemente, la gran disponibilidad energética, aparte del progreso técnico, ha permitido acelerar enormemente mi trabajo y seguramente mi producción, y no sólo el mío sino el de miles de científicos en todo el mundo, lo cual a su vez ha acelerado el progreso científico.
No todo ha sido bueno con esta aceleración. En la actualidad, la mayoría del progreso científico es incremental más que exponencial, con lo que se tiene que hacer mucho trabajo y leer mucho trabajo de otros, y trabajar durante años antes de llegar a algún resultado realmente destacado. Lamentablemente, el trabajo de los científicos es hoy en día evaluado con criterios economicistas, de contabilidad burda de haber y deber; para poder progresar en tu carrera científica (mientras eres eventual, para asegurar el siguiente contrato; cuando eres fijo, para garantizar el acceso a dinero de proyectos con los que mantener tu investigación) debes ser regularmente evaluado, y los criterios de evaluación son esencialmente de inventario: cuántos artículos has publicado, cuántos proyectos has conseguido en convocatorias competitivas, cuántas tesis has dirigido… Todo esto provoca en el caso de los artículos que se redacten muchos, en los que se relatan pequeños avances conceptuales, con tal de hinchar la nómina de los mismos y mejorar el propio baremo (y como en toda buena escalada armamentística, has de jugar a ese juego porque como los demás lo hacen si tú te niegas quedas fuera). Con lo cual, se multiplica el número de revistas especializadas (hay, literalmente, miles de ellas, con temáticas a veces diferenciadas por cuestiones de matiz), se amplía el número de suscripciones a las mismas por parte de las universidades y laboratorios de todo el mundo, etc, etc. Es decir, se produce mucho aunque la ganancia neta de conocimiento no es tan grande (es un caso más de la ley de rendimientos decrecientes). Hay un chiste común entre los físicos teóricos que describe bastante bien este problema: «¿Por qué la longitud de la estantería ocupada por los números del Physical Review (prestigiosa revista americana de física) crece más rápida que la luz?» (lo cual es imposible, ni la materia ni tan siquiera la información pueden viajar más rápidas que la luz) «Porque no transporta ninguna información». El caso es que toda esta producción hace aún más difícil separar el grano de la paja, y ahí de nuevo nuestros buscadores robotizados son extremadamente eficaces. Todo lo cual redunda en un aún mayor consumo energético.
En casa de mis padres hay, literalmente, cientos de libros de todo tipo, incluyendo dos diccionarios enciclopédicos. En mi casa, dejando de lado los textos especializados de nuestras profesiones, el número de libros que tenemos es un par de órdenes de magnitud inferior. Yo no me he planteado hasta ahora comprar una enciclopedia, lenta de ojear y que rápidamente se queda desfasada, cuando con unas pocas pulsaciones del teclado puedo contestar con gran precisión cualquier duda escolar que les pueda surgir a mis hijos. Pero tampoco tengo apenas libros enormes llenos con grandes fotografías ilustradas como aquellos que me impresionaban cuando era niño, hasta el punto que pasaba las páginas con un punto de miedo y otro de curiosidad, tan subyugante era el espectáculo en el que me veía literalmente inmerso al girar la hoja; hoy cuando mi hija me pregunta cómo es tal o cual cosa, google, imágenes y voilà. No sólo en las cuestiones domésticas se manifiesta esta preferencia por el formato electrónico: cuando empecé la tesis tenía varios archivadores de artículos fotocopiados que eran los básicos para fundamentar mi propio trabajo; hoy en día, tengo una biblioteca virtual con cientos de PDFs en el disco de mi ordenador, y una simple aplicación me permite buscar palabras clave dentro de todos ellos, mucho más rápido y eficaz que antaño, cuando creía recordar que había visto una fórmula que me interesaba en éste o quizá aquél artículo. Nuestra gran potencia de cálculo, fruto de la gran disponibilidad energética, nos ha hecho ser colosos intelectuales sin que apenas nos hayamos dado cuenta de ello. ¿Cuántos de Vds., queridos lectores, no han recalado en este blog buscando información sobre por qué esta crisis no acabará nunca o qué es lo que pasa con el petróleo?
La grandiosidad energética no sólo se ha manifestado en el mundo digital. En la actualidad se publican cada año centenares de miles de títulos nuevos en edición impresa, y eso hablando sólo de libros. Tal enormidad de material impreso (que no de información) tiene mucho que ver con la necesidad de convertir la cultura en una industria más, con sus necesidades de crecimiento exponencial, como todas las otras (ya discutimos anteriormente por qué se despilfarra tanto). Pero, de nuevo, hace difícil separar el grano de la paja, con el agravante añadido que esta industria, la cultural, no tiene el más mínimo interés en primar la calidad del contenido y sí la cantidad potencial del producto a ser vendido.
El declive energético al que ya estamos abocados implicará necesariamente la desaparición paulatina de muchas de estas cosas, y la considerable reducción de las que persistan. Una cuestión que a mí personalmente me preocupa es cómo podremos conservar una gran cantidad de documentos que actualmente están solamente disponibles en formato digital. Los soportes electrónicos tienen una duración física limitada, en el mejor de los casos a unas pocas décadas, y antes de su destrucción final podemos perder la capacidad de acceder a ellos por falta de medios tecnológicos. Dado este escenario, lo conveniente sería decidir qué conocimientos se deberían de salvaguardar y hacer acopios de ellos en multitud de bibliotecas diseminadas por todo el mundo, de tal modo que el conocimiento esencial de la Humanidad fuera preservado. Porque, a diferencia de lo que hicieron los monjes medievales rescatando el conocimiento del antiguo Imperio Romano, los nuevos amanuenses podrían tener dificultades tecnológicas insalvables para poder recuperar nuestro saber, que por tanto se perdería.
Decidir qué contenidos preservar y cómo es tarea ardua, y en medio del marasmo económico que nos embarga es terriblemente complicado conseguir los medios para tal tarea. Y, sin embargo, si queremos que esta civilización digital deje alguna traza cuando se apague el último ordenador, necesitamos hacer algo así. Así que quizá, pensando en preparar la transición, uno de los puntos clave sea revitalizar las bibliotecas, muchas de ellas con grave amenaza de ser cerradas en el caso de España debido a la inminente bancarrota de los Ayuntamientos en este país. Quizá, si la iniciativa popular fuese lo suficientemente fuerte, se podrían mantener pro bono, con el trabajo de los miembros de la comunidad. No lo olviden: la comunidad es una pieza esencial en la transición, no debemos pensar sólo en clave egoísta. Yo fui bibliotecario voluntario en el colegio mayor de Salamanca donde empecé mis estudios universitarios, y es una tarea más interesante y divertida, aparte de instructiva, de lo que parece. Además, estando rodeado de libros aprendes a amarlos y respetarlos, lo que es un buen paso para aprender a amar y respetar al prójimo.
He analizado hasta aquí el conocimiento reglado, el que es expresado en soportes físicos del tipo que sea. Hay, sin embargo, otro tipo de conocimiento al que no siempre se le da la importancia que tiene: el conocimiento colectivo. Aquellas ideas simples que forman el sustrato cultural de toda la sociedad sirven para cohesionarla, dividirla o mantenerla. El concepto de germen como agente infeccioso llevó al establecimiento de simples normas higiénicas en el siglo XIX (lavarse las manos antes de comer, limpiar y desinfectar las heridas, no comer alimentos que se ensucien…), que hoy en día consideramos básicas pero que contribuyeron en su día (y aún hoy, obviamente) a mejorar las condiciones de vida del ser humano. Otra idea importante que sirve para cohesionar a la sociedad es que sólo la autoridad tiene el monopolio legítimo de la violencia, así que en caso de un agravio la gente recurre a la policía y a los jueces en vez de tomarse la justicia por su mano. Sin embargo, esta última idea es cada vez más cuestionada por una sociedad que considera los poderes públicos bastante corruptos y donde la desesperación está empujando a cada vez más gente hacia la violencia. Y éste es uno de los problemas más graves a los que nos enfrentamos a nivel colectivo: el cuestionamiento destructivo (pues no propone alternativas válidas) de algunos principios fundamentales, fruto de la incapacidad organizativa de la sociedad para dar respuesta a los retos actuales, comenzando por sus líderes. Estos principios fundamentales son básicos, son el conocimiento pre-consciente de la sociedad y los que la permiten actuar como tal, y son percibidos como los correctos por la sociedad por su simplicidad y verdad palmarias, del mismo modo que se ve la conveniencia de lavar las manos o desinfectar las heridas.
Uno de esos principios básicos ahora en cuestión es la democracia. Se suponía que el pueblo soberano es libre para tomar las decisiones más adecuadas a su parecer, y que el poder emana del pueblo; que los representantes son escogidos de acuerdo con un programa que ha sido acordado con sus electores y con un mandato claro de la parte de estos últimos. Sin embargo, viendo la polvareda que ha levantado el anuncio de referéndum sobre el enésimo plan de ajuste para la economía griega uno comprende la gravedad de la crisis societaria en la que vivimos. No puede ser que nuestros líderes, que por encima de todo deberían ser democrátas, cuestionen la capacidad de decisión democrática de una nación soberana y lo consideren, como algunos han dicho, una barbaridad – e inclusive «castigando» (sic) a Grecia. Sobre todo teniendo en cuenta que, dado que la crisis no acabará nunca, la posible salida griega del laberinto al cual le empujan sea mejor opción que seguir jugando al Bussiness as Usual. Con todo, lo peor de este cuestionamiento de la democracia, supeditándola a la economía -entendida de acuerdo con el paradigma liberal que cada vez tiene menos sentido en un mundo con recursos cada vez más escasos– es que sirve para minar la confianza de la sociedad en ese principio básico, en ese conocimiento societario de cohesión. ¿Por qué en España cada vez más gente percibe que es igual votar al PSOE o al PP, los dos grandes partidos? Porque saben que independientemente de quien gobierne la agenda ya está fijada, porque lo importante son los mercados, etc. En suma, porque la opinión del pueblo soberano no tiene sentido dentro de este esquema. ¿Son nuestros líderes demócratas? El test de Solón puede darnos algunas pistas. Pero, si el pueblo comienza a cuestionar los valores democráticos institucionales (unos, como el 15M, intentando restaurarlos; otros, como los grupos ultra, intentando sustituir nuestro sistema político por otro más autoritario -aún) estamos descendiendo un peldaño más en una dirección bien concreta: el colapso.
Salud.
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