Rubén Pérez Trujillano
Pensaban los más críticos que el artículo 6 de la Constitución española había sentado las bases de una partitocracia en la que los partidos políticos ocupan el centro de la escena política, desplazando a otros agentes sociales (sindicatos, ONG, etc.) y, por supuesto, a los movimientos ciudadanos. Pero el politólogo Giovanni Sartori fue preciso cuando advirtió que, en un sistema representativo de esta índole, hay que prestar especial atención más a la selección de los candidatos que van a componer las listas que a la elección en sí. Surgió entonces la idea de las listas abiertas, como sucede en el caso del Senado. Y con la crisis apareció el movimiento de los indignados, que puso a la reforma de la ley electoral en el centro de sus reivindicaciones con un lema (“no nos representan”) que hacía hincapié en el abismo existente entre representantes y representados, es decir, entre clase política y ciudadanía.
Sin embargo, esta discusión es bien antigua y, por todo lo demás, revela un buen estado de salud. Los indignados han demostrado que por fin hay en el Estado español una generación con una cultura política eminentemente democrática. Esto no es nada desdeñable, si tenemos en cuenta que la pasividad y el descontento han supuesto tradicionalmente la bolsa de oxígeno de gran parte de los regímenes autoritarios y totalitarios en España.
La reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG), emprendida el pasado 29 de enero por PSOE, PP, CiU y PNV, ha supuesto una alteración de nuestro sistema representativo. Merece la pena transcribir el nuevo artículo 169.3: “Para presentar candidaturas, las agrupaciones de electores necesitarán, al menos, la firma del 1 % de los inscritos en el censo electoral de la circunscripción. Los partidos, federaciones o coaliciones que no hubieran obtenido representación en ninguna de las Cámaras en la anterior convocatoria de elecciones necesitarán la firma, al menos, del 0,1 % de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección. Ningún elector podrá prestar su firma a más de una candidatura”. Este filtro admite una lectura: uno tiene que ganarse el derecho a tener derechos de participación política. Expliquemos por qué.
Desde un punto de vista teórico, resulta destacable la ausencia de indicaciones acerca de los plazos y la forma de recogida de firmas. Así, la primera interpretación nos lleva a pensar que estamos ante un intento por parte de algunos partidos (otros como IU, ICV, ERC, BNG, CC, Na-Bai, UpyD y UPN no han apoyado la modificación) de consolidar su posición de preeminencia en el arco parlamentario, algo que iría claramente en perjuicio de aquellos partidos que en la pasada convocatoria de 2008 no obtuvieron ningún escaño o, sobre todo, de aquellos partidos que por primera vez van a concurrir a unos comicios electorales el 20 de noviembre. Sólo 10 de las 92 candidaturas presentadas en 2008 están capacitadas a priori para saltarse este trámite.
En el plano de la realidad, una vez cumplido el plazo y proclamadas las candidaturas definitivas por la Junta Electoral Central, el balance ha verificado nuestras hipótesis. Se ha reducido el número de candidaturas para el Congreso y el Senado hasta la mitad, y las coaliciones políticas han disminuido un tercio respecto a 2008. Muchos partidos, incluso los que han conseguido su presencia en algunas provincias, han visto invalidados sus avales en otras tantas. De ahí que hayan proliferado los recursos al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional.
Atendiendo a la Constitución, la reforma de la LOREG ha tenido unas consecuencias de gran envergadura. Según Sebastián de la Obra (presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía y candidato al Senado por el PA en Córdoba) los más destacables de estos riesgos consumados serían: a) atenta contra el pluralismo político, uno de los valores supremos de nuestra Ley primera (art. 1); b) trastoca hasta el extremo el hecho de que los partidos políticos expresen el pluralismo y sean el “instrumento fundamental para la participación” (art. 6); c) hace que los poderes públicos dejen de remover los obstáculos que impidan o dificulten la participación en la vida política (art. 9) para contribuir firmemente a ello; d) ignora la igualdad ante la Ley de todos los españoles, sin que prevalezca discriminación alguna (art. 14); e) obliga a los ciudadanos a que declaren sobre su ideología en el momento en que dan su aval a una candidatura, algo prohibido expresamente por el art. 16.2 y, como colofón, f) arrebata subrepticiamente a los ciudadanos “el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos…” (art. 23.1).
Cuando los medios de comunicación llaman “fiesta de la democracia” al día de las elecciones parecen desvelar que, efectivamente, en ese día tiene lugar el único acto por el cual el pueblo ejerce la soberanía, ya que después ésta pasa a los representantes. La separación entre elegidos y electores, materializada incluso en la lejanía espacial y física de quien no ha pisado nunca la provincia que lo ha elegido (quizás sí en algún mitin), viene significando el establecimiento de una diferencia jerárquica y de una prerrogativa de confiscación del poder político. El sistema representativo, algo inevitable en grandes sociedades como la nuestra, trae consigo, pues, un enorme vicio: la creencia en la identidad entre representantes y representados. Esto conlleva la asunción por parte de los elegidos de la totalidad de la soberanía popular, como estamos comprobando que es norma en esta nueva etapa marcada por la crisis. Es por esta razón que nuestro sistema político no puede ser calificado como democrático, ni siquiera partitocrático. Se trata, por el contrario, del gobierno de los elegidos, de la elección de las personas seleccionadas según unos criterios e intereses muy particulares. En una palabra, este sistema merece ser nombrado como “electocrático”.
Por tanto, mucho me temo que el sentido real de las maniobras políticas en que se enmarca la reforma de la ley electoral consiste en la modificación de la estructura democrática que, a grandes rasgos, se está tambaleando en los últimos años. Dicho más directamente, los partidos dominantes de la escena parlamentaria persiguen –y han dado un paso firme en esa dirección– su autoliberación, la de sus representantes, para que puedan actuar en beneficio de los mercados financieros, así como la consiguiente supresión de los controles populares y la vigilancia democrática y, en definitiva, la alienación de las opciones políticas minoritarias, responsables de la diseminación de unos votos ciertamente decisivos y de una crítica siempre necesaria. De seguir cumpliéndose nuestros pronósticos, la reforma de la ley electoral contribuirá a extender la abstención electoral, pero también los votos nulos y los votos en blanco. Ésta será la manifestación más evidente de un proceso de reformulación a la baja de los derechos políticos y las libertades públicas.
No es preciso «reformar» lo que tiene un origen claramente ilegítimo y fascista; lo que habría que ir es hacia el fin del régimen tardofranquista encubierto que padecemos y tras una preceptiva ASAMBLEA CONSTITUYENTE, formular una NUEVA CONSTITUCION EMERGIDA DESDE EL UNICO CON PODER PARA HACERLO: EL PUEBLO.
¿Cómo? ¿Qué alguno piensa que cuándo afirmo que sufrimos un «régimen tardofranquista» estoy exagerando…?
http://www.youtube.com/watch?v=R7MdmuUZzu4
http://www.youtube.com/watch?v=OckSvskun7k
Atención a los testimonios de sus camaradas sobre el «padre de la constitución», Fraga, hoy «presidente de honor del PP» (si apartáis la caspa es A-LU-CI-NAN-TE JaJaJaJa…!!!):
http://www.youtube.com/watch?v=tLPAyGAllO4