Charles Darwin tuvo una idea grandiosa, posiblemente la más potente de todos los tiempos. Y como todas las grandes ideas es seductoramente simple. Tan asombrosamente simple, tan deslumbrantemente obvia, que aun si otros que le precedieron merodearon en su torno, ninguno dio en buscarla en el lugar adecuado.
Darwin tuvo muchas otras ideas (por ejemplo, su ingeniosa y en gran parte correcta teoría de la formación de los arrecifes de coral), pero es su gran idea de la selección natural, publicada en Sobre el origen de las especies, la que dio a la biología su principio-guía, una ley rectora que contribuye a dar sentido a todo lo demás. Entender su fría y maravillosa lógica es imprescindible.
El poder explicativo de la selección natural no se limita solamente a la vida sobre este planeta; es la única teoría propuesta hasta la fecha que podría, incluso en principio, explicar la vida sobre cualquier planeta. Si hubiera vida en cualquier otra parte del universo –y mi apuesta provisional es que la hay—, es casi seguro que la base de su existencia vendría dada por alguna versión de la evolución por selección natural. La teoría de Darwin funcionaría igualmente bien por extraña, alienígena y estrambótica que la vida extraterrestre pudiera ser, y mi conjetura a día de hoy es que puede llegar a ser más estrafalaria de lo que podemos llegar a imaginar.
La razón explicativa
Pero ¿qué hace de la selección natural una fuerza tan especial? Una idea potente consigue explicar mucho partiendo de pocos supuestos. Ofrece muchas explicaciones «de peso» gastando poco en supuestos o postulados. Te da un montón de dividendos cognitivos por unidad explicativa. Su razón explicativa –es decir, lo que explica, dividido por lo que necesita suponer para explicarlo—, es grande.
Si algún lector sabe de una idea que disponga de una razón explicativa mayor que la de Darwin, que nos lo haga saber. La gran idea de Darwin explica toda la vida y sus consecuencias, y esto incluye a cualquier cosa que posea un mínimo grado de complejidad. Este es el numerador del quebrado, y es enorme.
Sin embargo, el denominador de la razón explicativa es espectacularmente pequeño y simple: selección natural, la supervivencia no azarosa de los genes en acervos genéticos (para decirlo en términos neodarwinianos, más que en los del propio Darwin).
Se puede condensar la grandiosa idea de Darwin en un sencillo aserto (formulable también en términos actuales, que no son exactamente los de Darwin): «con tiempo suficiente, la supervivencia no azarosa de las entidades hereditarias (que producen copias ocasionalmente defectuosas) generará complejidad, diversidad, belleza y una ilusión de diseño tan convincente, que resultará casi imposible de distinguir de un diseño inteligente intencionado». He puesto entre paréntesis «que producen copias ocasionalmente defectuosas» porque los errores son inevitables en cualquier proceso de copia. No precisamos, pues, incluir las mutaciones entre nuestros supuestos. La «entrada» de mutantes le sale gratis a la teoría. La locución «con tiempo suficiente» tampoco representa el menor problema, salvo para una mente humana que ha de lidiar con la formidable magnitud del tiempo geológico.
Un cierto tipo de mentes
Es precisamente su capacidad para simular la ilusión de diseño lo que parece convertir a la gran idea de Darwin en una amenaza para cierto tipo de mentes. Y es esa misma capacidad la que presenta el mayor obstáculo para su comprensión. La gente es incrédula por naturaleza ante la idea de que algo tan sencillo pueda explicar tanto. La idea que se le impone a cualquier observador ingenuo de la maravillosa complejidad de la vida es que tiene que haber sido diseñada de manera inteligente.
Pero la idea de un diseño inteligente (DI) se halla en el extremo opuesto de lo que debe ser una teoría potente: su razón explicativa es patética. El numerador es el mismo que el de Darwin: todo lo que sabemos sobre la vida y su prodigiosa complejidad. Pero el denominador, lejos de la prístina y minimalista simplicidad de Darwin, es al menos tan grande como el propio numerador: una misteriosa e inexplicada inteligencia, lo suficientemente grande como para poder diseñar toda la complejidad que, de partida, se trataba de explicar.
Puede que aquí radique la respuesta a un enigma que sigue importunando en la historia de las ideas. Luego de la brillante síntesis de la física a que procedió Newton, ¿por qué se tardó cerca de 200 años hasta la entrada en escena de un Darwin? Porque lo cierto es que el logro científico de Newton parece mucho más arduo. Tal vez la respuesta sea que la solución que acabó dando Darwin al misterio de la vida es aparentemente demasiado fácil.
Otros reivindicaron la prioridad de la idea. Patrick Matthew, por ejemplo, en el apéndice a su obra On Naval Timber, según fue puntillosamente reconocido por el propio Darwin en ulteriores ediciones del Origen. Sin embargo, aunque Matthew comprendió el principio de la selección natural, no está nada claro que entendiera su fuerza modeladora de la vida. A diferencia de Darwin y de Alfred Russell Wallace, quien dio en la selección natural por su cuenta, lo que estimuló a Darwin a publicar su teoría, Matthew parece haber entendido la selección como una fuerza puramente negativa, eliminatoria, y no como la fuerza propulsora de toda vida. En realidad, la selección natural le resultaba algo tan obvio, que ni siquiera necesitaba ser descubierto.
Versiones confusas
Aunque es verdad que la teoría de Darwin admite aplicaciones mucho más allá de los confines de la evolución de la vida orgánica, quiero prevenir contra un tipo particular de «darwinismo universal», a saber: contra la acrítica inyección de alguna que otra confusa versión de la selección natural en cualquier ámbito concebible de las ciencias humanas, venga o no venga a cuento.
No es imposible que las empresas «más aptas» sobrevivan en el mercado comercial, ni que las teorías «más aptas» sobrevivan en el mercado científico, pero deberíamos andarnos con mucha cautela antes de dejarnos llevar por este tipo de discursos. Y además, huelga decirlo, hubo el llamado «darwinismo social», que culminó en la obscenidad del hitlerismo.
Menos nocivo, pero no menos infértil intelectualmente, es el modo tan laxo como acrítico con que algunos biólogos aficionados aplican inapropiadamente la selección a determinados niveles de la jerarquía de la vida. «Supervivencia de las especies más aptas, extinción de las especies peor adaptadas» suena, superficialmente, a selección natural, pero las apariencias engañan aquí de todo punto. Como el propio Darwin puso particular empeño en destacar, la selección natural versa sobre los diferenciales de supervivencia en el seno de las especies, no entre ellas.
Termino con una reflexión sobre una parte más sutil del legado de Darwin. Darwin eleva nuestra consciencia al nivel de la vigorosa capacidad de la ciencia para explicar las cosas grandes y complejas a partir de las pequeñas y simples. En biología, anduvimos a ciegas durante siglos, enterquecidos en pensar que la extravagante complejidad de la naturaleza precisa de una explicación extravagantemente complicada. Darwin triunfó de esa engañosa ilusión, y la deshizo.
Quedan pendientes, en física y en cosmología, interrogantes de muy hondo calado que aguardan a su Darwin. ¿Por qué son como son las leyes de la física? ¿Y por qué hay leyes? ¿Por qué hay universo? También aquí es tentador el señuelo del «diseño». Pero contamos con el antecedente de la cautela metodológica de Darwin. Ya hemos pasado por esto. Gracias a Darwin, y por difícil que resulte, nos avilantamos a buscar auténticas explicaciones: explicaciones que expliquen más que sus supuestos de partida.
Richard Dawkins ocupa la cátedra Charles Simonyi de divulgación pública de la ciencia en la Universidad de Oxford. Su último libro es El espejismo de Dios.
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Raventós
Publicado en SINPERMISO 15/02/09