Francisco Camero Diario de Sevilla
En tres horas de poderoso directo, el cantante de New Jersey y su E Street Band superaron lo ofrecido en este mismo escenario en 2009 ante un público extasiado y participativo.
El rock es sudor, dicta una ley no escrita pero fundamental. Sudor, energía que se desborda, éxtasis, comunión. El rock sacude, o no es. Todas las crónicas previas al concierto que vivió ayer el Estadio de la Cartuja, las que daban cuenta de la gira de Wrecking Ball en Estados Unidos antes de dar el salto a Europa, con esta primera parada en Sevilla, avisaban del pletórico estado de forma (y de ánimo) de Bruce Springsteen y su infatigable E Street Band. Algunos incluso proclamaron que se trataba del mejor arranque de gira en muchos años por parte de un músico que lleva, como quien dice, toda la vida encima de un escenario. Eran por tanto altísimas las expectativas del público que se congregó ayer en el recinto de la Cartuja. Vaya por delante: no defraudó, pero eso es quedarse corto.
En las horas previas al concierto, los seguidores del rockero de Nueva Jersey merodeaban por los alrededores, algunos nerviosos (la confusión habitual acerca de las puertas de acceso), muchos exhibiendo galones, conciertos atesorados con orgullo en la memoria, todos combatiendo con agua, cerveza y refrescos el calor que seguía cayendo a plomo sobre la ciudad. Cerca de las taquillas nos encontramos a Sylvie, francesa de cincuentaitantos de Montpellier, comprando entradas a última hora para ella y sus dos nietos aún pequeños, los tres dispuestos a rendir homenaje al abuelo, «que ya no está, pero habría estado». No muy lejos, alrededor de un riguroso pero tranquilo botellón, Rubén, de Alcobendas como los amigos junto a los que ha venido, calientan por la banda, hablan de sus favoritas de Springsteen, al que dentro de un rato van a ver en directo por primera vez. Rondan la veintena y defienden sus canciones como si fueran hijos rubios de anuncio. Bagajes sentimentales compartidos, complicidades indescifrables que hacen que el rock sea, siga siendo uno de los mejores espectáculos del mundo y a la vez mucho más que eso.
Media hora antes del comienzo una ligera brisa empezó a correr y dio cierta tregua. Para entonces el público aguardaba ya en la pista del estadio, con claros importantes, como en las gradas, porque no se vendieron todas las localidades (a 65 euros, la más barata…). Un hormigueo de cabezas y abanicos que se electrizaron y rompieron en vítores ensordecedores cuando aparecieron, pasados 20 minutos de las nueve de la noche y entre vientos y tambores épicos de Morricone, Springsteen y sus fieles y brillantes servidores: Steve van Zandt, Max Weinberg, Garry Talent, Roy Bittan y Nils Lofgren, el núcleo de una E Street Band que ayer no contó con Patti Scialfa y que sobrepasó la quincena de músicos gracias a la formidable sección de metales que completa la formación en esta gira.
El concierto comenzó a todo trapo, con una versión furiosa de Badlands, y siguió sin un segundo de respiro con el primero de los nuevos temas que sonó, un We take care of our own que marcó el tono: rock con alma de folk coral, música para espolear, para bailar y alzar el puño. Continuó con una Wrecking Ball bastante más atractiva que en estudio, un tema que arrancó con su guitarra pero casi a capella el cantante, cuyas cuerdas vocales se encuentran efectivamente en un estado óptimo, y que alcanzó cotas emocionantes cuando se le unió el resto de la banda, con unos coros potentes y enrabietados, y con un solo de saxofón de viento realmente estremecedor de Jack Clemons, quien a tenor de lo visto se ha hecho un sitio en la banda con todas las de la ley.
Death to my hometown, que llegó poco después, apunta ya a himno infalible en su repertorio. Sus aires irlandeses, de canto airado de taberna, de marcha comunal, adquiere realmente otra dimensión en directo gracias al pulso que le imprime el batería Max Weinberg, soberbio, impactante durante toda la actuación. En la siguiente bajó el pistón, pero no la intensidad, con una preciosa My city of ruins, un canto «a aquello que perdemos y a lo que queda para siempre», como explicó el propio Springsteen en español tras saludar: «¡Qué bueno veros de nuevo, amigos!». Soul blanco, de dignidad y pertenencia, que incluyó un emotivo recuerdo al desaparecido Clarence Clemons y a la ausente Scialfa: «Si nosotros estamos aquí y vosotros estáis aquí, ellos están aquí también», proclamó el cantante de nuevo en español, y los espectadores enloquecieron.
Después de Trapped, pedida por un niño de 14 años, que serviría de perfecta demostración de las propiedades del stadium rock, y tras Out in the street, de nuevo una orgía de coros, electricidad, toda una banda a pleno rendimiento y perfecta, asombrosamente empastada y energías retroalimentadas desde el escenario al público y vuelta al escenario, el cantante volvió a hablar en español, esta vez para dedicar Jack of all trades a «los indignados del 15-M y a toda la gente que está luchando en las calles del sur de España». El show, explosivo todo el rato (y no es un recurso retórico), siguió con Candy’s room, adornada con un solo de guitarra salvaje, un chorro de electricidad aplastante que demostró cómo se las gasta Steve van Zandt, ayer más pirata del caribe que conseglieri; con She’s the one, Darlington County y una Shakled and drawn de eufórico espíritu gospel/soul, que en directo crece, y crece, y crece, y crece…
Y cuando parece que no, que ya más alto no se puede, llega Waitin’ on a sunny day, con la niña subida al escenario para cantar el estribillo (truco fácil de veterano, sí, pero resultón), o el solo extático de armónica en Promise land, y ya sólo cabe pensar que este directo supera al visto en 2009 -unanimidad al respecto-, que el concierto es irreprochable en toda la extensión de la palabra, si se obvia solamente la omisión de tantas de sus perlas de los primeros 70. Aunque ahí quedó esa Because the night que escribió para Patti Smith, poniendo los vellos de punta, incendiando los corazones, con un solo de Nils Lofgren de fuerza casi inverosímil.
Land of hope and dreams, uno de los temas emblemáticos de sus últimos tiempos, en una versión espléndida, con unos vientos que la echan a volar, parecía el punto final. Pero no: tan sólo habían pasado, en un santiamén, dos horas y media. En los bises, Rocky ground, puro soul vocal derramándose, con su conato rap incluido; el trallazo de rock elemental, rítmico, radiante, expansivo, mayúsculo de I’m going down, uno de esos momentos de tiempo suspendido que uno desearía que durase años; Born to run y Dancing in the dark en medio de una apoteosis que no admite epítetos, de las que hacen sonreír con cara de bobo; Bobby Jean y por último una Tenth Avenue Freeze-out descomunal: de nuevo la gloriosa sección de metales.
Hace mucho que los discos de Springsteen nos suenan tibios, extremadamente pactistas, poco o nada valientes musicalmente, como concebidos para un oyente medio que seguramente nunca existió ni existirá, pero su directo, ay, su directo es un derroche de humanidad y sí: de sudor y fe, que convence al más escéptico de los escépticos. Y durante tres horas la vida es mejor, más alegre, más plena. Respeto, mucho respeto entonces por este hombre que sigue creyendo de esta manera en lo que hace, sabiendo, seguramente, que el contrato más importante se firma con uno mismo. Tremendo. Inolvidable.