Raúl Solís | Tengo grabado, en el rincón más privilegiado de mi memoria, el día que se aprobó en España la ley que permite el matrimonio igualitario. Lo recuerdo como si fuera ayer. Tenía veintitrés años y demasiado miedo de enfrentarme a mi sexualidad. Sabía que el camino era difícil y que tendría que romper el patrón educativo recibido para construirme desde cero. Tuve que romperlo todo para ser quien soy y luchar contra los siglos y muros de humillación, intolerancia e incomprensión.
Durante aquellos históricos días me preparaba psicológicamente para romper con las normas, la presión, la autorrepresión y la insensibilidad. Tenía dudas pero aquella ley me ayudó a ser valiente y salir en busca de mi vida. La alcancé lejos de la ciudad donde nací. Para construirme desde cero, tuve que empezar de cero en tierra neutral.
Llené mi maleta de libros, ropa y algo de música. El miedo se introdujo sin permiso. Aquella ley fue el billete de ida sin vuelta en busca de la libertad históricamente negada a quienes, como yo, se sentían atraídos emocional y sexualmente por personas de su mismo sexo. Demasiado sentimiento de culpa por el sufrimiento que podría causar a mis padres. Demasiada poca libertad de la que únicamente son responsables la maldita cultura judeocristiana y la herencia de una ley de vagos y maleantes que encarceló, maltrató, humilló y asesinó a quienes un día sintieron el mismo vacío que yo.
La homofobia es la única responsable de haber perdido veintitrés años de mi vida, de no haber descubierto la sexualidad como un acto hermoso y fértil, de usar la distancia para relacionarme con mis padres, de huir sin destino, de mirarme al espejo para negarme, de mirar para otro lado al oír expresiones tan coloquiales y llenas de maldad como “palomo cojo, maricón, bujarrón o sarasa”.
Entre los pasajes de la negación se encuentran una catequista que afirmaba que el amor homosexual era motivo de vergüenza; un experto, nombrado por el PP, que decía que la homosexualidad era una enfermedad propia de familias desestructuradas y un cura que invitaba a los niños “sospechosos” de mi parroquia a asistir a terapias curativas.
Aunque jamás podré recuperar las conversaciones perdidas con mi madre, ni los amigos desechados por miedo, ni el frío en el alma que se siente por culpa del autoexilio, ni las noches sin dormir deseando amanecer siendo “normal”, que en lenguaje normalizado significa ser heterosexual, hoy siento profunda gratitud de una ley que me ha enseñado y permitido ser libre como no lo pudieron ser las generaciones que me precedieron.
La homofobia se ha llevado parte de mi infancia, adolescencia y primeros años de juventud. A otros hasta les robó la vida y la libertad en cárceles custodiadas por los padres de los mismos que han tenido recurrida una ley que evita que ningún niño tenga que huir a 1.000 kilómetros de su casa para construirse desde cero.
El recurso del Tribunal Constitucional no hará que olvide el coste emocional sufrido por culpa de los que han practicado la caza del palomo cojo. El paso del tiempo no me convertirá en amnésico y jamás olvidaré que la derecha reaccionaria ha sido cómplice de los ocho intentos de suicidio de mi amigo Enrique, de mi exilio forzoso o del abandono escolar de una compañera de pupitre que era lesbiana.
Yo ya sabía que era legal antes de que se pronunciase el Constitucional, igual que también sé que los únicos inconstitucionales son quienes han perseguido de día lo que han deseado en la oscuridad de la noche y en la doble moral que habita en las sacristías.