Francisco Garrido.
Decía Albert Camus que un mundo sin policía seria un mundo gobernado por los chulos de barrio. Y posiblemente tenía razón. La policía, a diferencia del ejército, es una institución, en una forma u otra, insuperable: detenta el monopolio en el uso legítimo de la fuerza al servicio de la legalidad. El ejército defiende la soberanía, la policía la ley. La policía es potencialmente auto reflexiva pues está sometida a los mismos principios que ella somete (la legalidad). El ejercito, por el contrario, está más cerca de la “razón de Estado” (fuerza) que del “Estado de la razón” (Estado de derecho). Podemos, y debemos, pensar un mundo sin ejércitos pero no podemos pensar, aunque si desear, un mundo sin policía. Es lo que tiene haber sido arrojados del “paraíso terrenal” (la comunidad primitiva unitaria).
¿Pero que ocurre cuando la policía se comporta como “chulos de barrio”? ¿Cuándo parecen más un ejército de ocupación que una policía democrática? Estos días lo hemos visto centenares de veces, como los vimos en meses anteriores; brutalidad, chulería, violencia gratuita, ocultación de las placas de identificación, maltrato a los detenidos. Y no pasa nada. Ningún policía es procesado, ningún mando cesado, ningún responsable político dimite. Los único cambios que se le ocurren al ministerio del interior, el opusino Fernández Díaz (a este sí que le va eso de “a Dios rogando y con el mazo dando) es cambiar la ley para reforzar aún más la impunidad policial (elevar las penas a los manifestantes o impedir que se publiquen fotos de las acciones policiales).
Estas conductas de la policía no son nuevas. Muchos emigrantes, marginales, disidentes, ecologistas, sindicalistas, lo saben. En los años de ladrillo y rosas fueron golpeados y detenidos, sin focos y con la opinión pública mirando para otro lado. Eran esos años en los que parecía que protestar era una excentricidad de perro-flauta aburrido. Las asociaciones de derechos humanos o Amnistía Internacional lo denunciaron, año a año, informe a informe; y nada, tampoco pasaba nada. Si ahora nos sorprende la brutalidad policial es por qué antes la ignorábamos deliberadamente. La crisis ha convertido a cualquier columnista de El País, a cualquier profesor universitario, a cualquier empresario en un emigrante, en un marginal, en un radical. Los estudios afirman que se ha disparado la desigualdad, y es bien cierto. Pero también la crisis nos ha igualado; la violencia policial anticipa una homologación que, si no lo impedimos, vendrá en todos los órdenes. La policía no está recordando que esa diferencia entre el ciudadano y el “homo saccer” (un “don nadie” para entendernos) que indicaba Agamben, quizás se esté diluyendo.
Lo que falla evidentemente no es sólo la policía, lo que falla es el estado de cosas donde opera. Falla los controles y el sistema de garantías que deberían poner freno a la brutalidad policial. Falla la desigualdad social y política que convierte a la policía en los perros guardianes de los que mandan y no en los garante de los derechos. Pero porque falla todo eso no debemos renunciar a exigir que no falle. No podemos permitirnos el lujo de considerar a la policía como un enemigo natural del pueblo. Necesitamos otra policía como necesitamos otra sociedad. La policía, como la política, no es el enemigo. Dejemos ya esta inútil conspiración contra los universales (la política, la economía). Luchamos por el matiz , que decía Lenin.Los enemigos son los que la mandan. Pensemos sobre ello, más allá de experiencias personales por muy duras que puedan ser. Se lo digo yo, que si les cuento mis experiencias personales con la policía, apaga y vámonos.