Luis García Montero en Público / Recuerdo ahora un texto literario en el que se resume una conversación histórica muy repetida entre dos escritores republicanos. Uno de los personajes de Las vueltas (1965), el libro en el que Max Aub imagina distintos modos de volver a España desde el exilio, cita a Francisco Ayala: “La democracia liberal ha llegado a ser algo tan útil como el coche, las vacaciones pagadas o la televisión. Y a quienes –como nosotros- nos formamos en la batalla de las ideologías, nos asombra la despreocupación con que prescinden de la suyas los partidos tradicionales…”.
Cuando leí esta reflexión por primera vez al final de los años 80, sentí una quebradura y un relámpago. La quebradura sentimental se debió la idea de mezclar los electrodomésticos y el SEAT 600 con una conquista democrática por la que tanta gente había luchado y soportado años de cárceles, torturas y ejecuciones. La historia de la resistencia contra el franquismo, durante y después de la Guerra Civil, está llena de episodios y de militantes admirables. El relámpago fue la invitación a comprender con claridad el proceso que se había dado en España a lo largo de los años 60 y 70, la llamada Transición que desembocó en nuestra Carta Magna y nuestra Democracia.
El relato oficial habla de la muerte de Franco y del esfuerzo sensato por construir una democracia, lograda por la sabiduría de los padres de la Patria. Se enfrentaba así el mundo de la dictadura contra el mundo de la democracia en las tensiones de la Transición, cuando en realidad se vivió algo mucho más complejo. Con el debilitado telón de fondo de algunos sectores que sentían nostalgia por el franquismo, lo que en realidad se libró fue una lucha entre dos maneras de entender la Democracia, es decir, las posibilidades económicas de una democracia liberal y el derecho a una democracia social.
La larga agonía del Régimen del Caudillo representó la evidencia de que un país decimonónico, clerical y absolutista, era incompatible con el capitalismo avanzado que marcaba la vida europea. Semejante burbuja clerical y caciquil no servía en Europa para los intereses de los grandes negocios y las ofertas de mercado que necesitaban las élites españolas. Por eso se preocuparon por generar una democracia tan útil para ellos como el coche y la televisión, aunque supusiese renunciar a algunos privilegios.
Por otra parte, estaba la democracia por la que habían luchado el sindicalismo clandestino y, sobre todo, el Partido Comunista en la resistencia. Se trataba de una democracia inseparable de los derechos sociales, los amparos públicos, la dignidad de los trabajadores y los salarios justos.
La Democracia y la Constitución española nacieron de esa tensión más que de una lucha contra las fuerzas de la dictadura. Los nostálgicos de Franco no tenía en 1975 posibilidad ninguna de mantener sus posiciones en una sociedad de capitalismo avanzado y si adquirieron cierto protagonismo fue por el interés de los demócratas liberales en utilizarlos como amenaza contra la democracia social. Sirvieron para recortar las aspiraciones de la izquierda. Se cae con frecuencia en la tentación de plantear los problemas como un asunto de traiciones personales, gente que renunció a sus ideas, cambios de partido y egoísmos. Pero los afanes individuales son inseparables de su situación histórica y conviene analizar la Transición española como una correlación de fuerzas. Los partidarios de la democracia social no encontraron en la nación apoyos objetivos para romper con el Régimen. Se vieron obligados a pactar con el liberalismo económico para introducir algunas de sus reivindicaciones en la Constitución. El texto de 1978 fue muy avanzado si lo comparamos con otras constituciones europeas, pero estaba lastrado desde el principio y encaminado a un inevitable desarrollo derechista con el paso de los años.
¿Por qué este desarrollo derechista? ¿Por qué los incumplimientos constitucionales? Porque las élites económicas del franquismo conservaron sus privilegios, porque el olvido impuesto sobre los verdaderos luchadores contra la dictadura dejó a nuestro país sin orgullo cívico y a nuestra democracia sin raíces, porque se creo la idea de que la libertad y los derechos sociales nos los había regalado el Rey (heredero, en realidad, del dictador y de sus élites sociales), porque el consumismo iba a borrar los compromisos políticos de la mayoría y porque una ley electoral manipuladora fue imponiendo la idea de los votos útiles y del bipartidismo sometido a las decisiones de los bancos. Ni en los mejores momentos económicos, la democracia española tuvo fuerza para desplegar las inversiones sociales a una media parecida al Estado de bienestar europeo. La crueldad de la legislación hipotecaria es una consecuencia más de este proceso. Nuestro orgullo democrático fue el primer desahuciado.
¿Y ahora? La debilidad democrática española actual y la gravísima factura que estamos pagando con la crisis son la consecuencia de una Transición dominada por el liberalismo capitalista. Estamos sufriendo el cierre en falso del franquismo.
¿Soluciones? Hay quien piensa que el bipartidismo tiene futuro, que se trata de esperar a que el PP se debilite y el PSOE tenga una nueva oportunidad para suavizar las medidas feroces de la derecha. Pero otros pensamos que ese camino nos conduce a la ruina como sociedad democrática con derechos cívicos y laborales. Creemos necesario construir una nueva mayoría que cambie el rumbo. De nuevo se trata de una correlación de fuerzas. Como siempre, muchos indiferentes renuncian a decidir y se abandonan al fatalismo. Pero nos da una oportunidad nueva la insatisfacción de los ciudadanos que, metidos o no metidos antes en política, ven ahora cómo se les roba su dignidad laboral, sus derechos cívicos, su educación, su sanidad pública y sus pensiones. ¿Culpables? La situación, o sea, los bancos y las cúpulas de los partidos que trabajan para los bancos.