Concha Caballero. EL PAÍS / En la obra de Bertolt Brecht, cuando Galileo se pliega a la Inquisición y renuncia a defender que la tierra es redonda y gira alrededor del sol, uno de sus discípulos le reprocha: “Desgraciado el país que no tiene héroes”. Galileo, baja la cabeza y responde amargamente: “Desgraciado el país que necesita héroes”.
Los tiempos de crisis han sido propensos al surgimiento de superhéroes. Eran seres individuales, salvadores de la humanidad, generosos, masculinos y neutros sexualmente; el sueño de los niños y el consuelo de los mayores. Ahora, seguimos necesitando figuras que combatan la maldad y compensen nuestra cobardía o, si les parece muy fuerte, nuestra desorientación colectiva.
A los héroes y heroínas de nuestro tiempo, al igual que a Spiderman, un día les picó una araña radiactiva pero, en vez de conferirle las cualidades de volar o pegarse a las paredes, les inoculó la pasión por la verdad y por la justicia. Son útiles y generosos. Desconfían del protagonismo; son muy sensibles a la injusticia y alérgicos a la mentira.
En su mayor parte, nacieron al calor del 15-M y son caleidoscópicos, invisibles a veces, pero aparecen allá donde se les necesita, bajo un nombre u otro. Esta semana metieron un gol en la portería del Congreso de los Diputados; el gol que el 80% de la ciudadanía estábamos alentando desde las gradas. Son conscientes de que su batalla no está aún ganada. Saben tanto de política como el portavoz más antiguo del Parlamento y conocen a la perfección los cientos de artimañas que el poder usará para desactivarlos, desacreditarlos y postergar sus demandas. Normalmente no son los directamente afectados por los problemas, sino personas con conciencia que han decidido ponerse al servicio de los demás, una lección ética para los nuevos tiempos.
A muchos de ellos no los vemos en televisión pero forman parte de un ejército invisible que deja el café o los estudios para acudir allá donde haya un desalojo de vivienda, gritar contra el desahucio, acompañar al desposeído y denunciar la injusticia. En Málaga, en Sevilla, en Granada… hay miles de personas que forman parte de este movimiento.
En general son muy jóvenes o muy mayores, los dos extremos más generosos de nuestra sociedad, al menos con su tiempo y esfuerzo. Algunos de ellos acumulan multas de mil o dos mil euros —especialmente en Granada, donde el poder reprime con suma dureza— por resistirse a la autoridad; o son detenidos por no mostrar con celeridad su documentación o por desacato. Se ve que los subdelegados del Gobierno de estas provincias no están al tanto de que el PP “comparte con Ana Colau los objetivos” y optan por la criminalización y la represión.
Han puesto en la agenda el calendario de desahucios, han ridiculizado al poder político, le han dado luz al drama de los suicidios y le han devuelto a la sociedad una pizca de esperanza en el ser humano. Son las mejores manzanas de nuestro cesto, lleno de frutos podridos, y muestran que no todo ha sido un fracaso, que en medio de tanto consumismo, egolatría e insolidaridad, en algunos hogares se ha sabido transmitir amor por la verdad y repudio a la injusticia. Por eso, algunos padres se enorgullecen en privado de la rebeldía de sus hijos frente a los poderosos.
Poco a poco nuestros héroes y heroínas, estrechan los límites de impunidad del poder y del dinero. Un jubilado andaluz pone en jaque a las eléctricas, que consultan su web antes de poner en marcha sus tarifas; un grupo de ciudadanos publica una página donde podemos seguir cada uno de los indultos que el Gobierno concede; un colectivo alemán persigue el plagio de tesis doctorales; un grupo norteamericano elabora una aplicación por la que con la foto de un producto nos dice si su compañía ha pagado a Hacienda, si recibe subvenciones o afecta al medio ambiente. El quinto poder está en marcha pero no es el poder de la tecnología, sino el de las personas generosas y valientes que esta semana consiguieron colar el gol en el Congreso aunque fueron desalojados de la tribuna por la voz cascada y rota de los viejos tiempos.