Mario Ortega | El sindicalismo de clase siempre ha sido necesario, pero hay momentos en que es más necesario que nunca. Estamos viviendo uno de esos momentos.
Aunque podemos rastrear modos de organización para defender intereses colectivos desde muy antiguo. Es en el siglo XIX donde surgen los sindicatos obreros tal y como los conocemos ahora. Las raíces de las luchas, las consignas y las conquistas sindicales se hunden en las ideologías de izquierdas y en el anarquismo político como cosmovisiones para enfrentarse al poder del capital y la acumulación de propiedad privada. Ningún derecho de los que aun nos quedan, ninguno de los que hemos perdido hubiese sido posible sin una clase obrera organizada.
El deterioro de la imagen de los sindicatos no tiene una sola causa pero sí es fruto del mismo proceso que ha desactivado ideológicamente a la izquierda. Al igual que la socialdemocracia y la izquierda aceptaron las condiciones del modo de producción productivista (igual da que se sustancie bajo la forma de democracia liberal capitalista que bajo la forma de regímenes comunistas), y trabajaron para equilibrar o hacer más justo el reparto de la productividad. Después, los sindicatos de clase se encajaron en el sistema y fueron derivando hacia lo que se ha venido a llamar sindicatos de servicios (asesoría, gestoría, formación continua, centros de estudios, etc.). Nótese que la palabra servicios tiene una clara connotación conceptual en el marco de la ideología del consumo. Hemos insistido mucho en que una de las tácticas de la estrategia neoliberal para desactivar la conciencia colectiva de clase ha sido convertir a la ciudadanía en masa consumidora “con derechos.”
De otro lado, en tanto el sindicalismo de clase sólo se ha visibilizado en los dos últimos decenios como el actor necesario en «democracia» para el poder político y financiero en los pactos de Estado sobre legislación laboral y pensiones, y en la última etapa participando también en los acuerdos de reestructuración bancaria, privatización y ruptura de los vínculos territoriales de las cajas de ahorros (por cierto, negociando casi siempre a la baja ante la ofensiva del capital), los espacios para la reivindicación obrera directa quedaron en sectores como el metal, el agrario, la minería, la construcción y la industria del automóvil, todos subvencionados salvo la construcción que quedó favorecida por el marco legislativo urbanístico y la economía crediticia.
Por su parte la ensanchada clase media (que ya no se consideraba clase obrera independientemente de su nivel salarial) estaba siendo ocupada por sindicatos sectoriales (corporativos). Esto ha ocurrido esencialmente en los ámbitos de las administraciones públicas (funcionarios de la administración general, autonómica o estatales, de educación, sanidad, cuerpos policiales,…), fruto de la connivencia entre el poder político y un sindicalismo de clase que se mimetizó con él.
La falta de análisis, queriendo o sin querer, de lo que estaba ocurriendo y de lo que se nos venía encima, facilitó la fragmentación de la conciencia de clase en un mosaico de intereses sectoriales sin conexión ideológica entre ellos. La pérdida de derechos laborales y la progresiva precarización del las condiciones laborales desde el primer Estatuto de los Trabajadores hasta ahora, ha sido posible por la compensación a futuro del uso masivo de la tarjeta de crédito. Todo un espejismo que escondió el advenimiento la atroz realidad en la que nos vemos envueltos.
No estoy culpando al sindicalismo de clase de lo que ocurre, más al contrario, creo que es una de las grandes víctimas políticas de la estrategia neoliberal, al igual que la base social de la socialdemocracia. En España, los sindicatos nunca tuvieron una afiliación masiva (como no la han tenido los partidos políticos), único elemento que da autonomía real frente a los poderes sean democráticos o no. La falta de conciencia sindical y la delegación masiva de la responsabilidad política a los partidos, son también causas del fuerte deterioro democrático actual y pábulo del discurso antipolítico reinante. Cuarenta años de fascismo franquista y una transición tutelada bajo amenaza de sangre por las oligarquías, el ejército y la jerarquía católica nos legaron una ciudadanía dócil y políticamente desactivada.
El proceso de fuerte repolitización que vivimos ahora necesita un movimiento sindical fuerte. No podemos prescindir de la tradición sindical ni su legado, de lo que existe, porque ésta no es una batalla entre lo viejo y lo nuevo, ésta es una batalla entre el capital y el trabajo de raíz idéntica a la del siglo XIX y comienzos del XX. Una lucha que ahora no sólo se centra en la propiedad de los medios de producción y el reparto de las plusvalías, una lucha que ahora tiene en el epicentro el control de los recursos materiales del planeta y el control absoluto de los Estados por parte del capital financiero. De ahí el ataque a las democracias.
Sí, la crisis como insiste nuestro compañero Francisco Garrido es malthusiana (que nadie se confunda, aquí no sobra nadie) centrada en el conflicto entre “producción y consumo”. Lo primero delimitado por los recursos materiales y las condiciones biofísicas del planeta, y lo segundo limitado por la disminución salarial y la imposibilidad de acceso al crédito. Una crisis de límites que, si seguimos aceptando como una maldición, nos conducirá bajo la tutela de la troika, a un genocidio social y ambiental de dimensiones planetarias.
El siglo XXI necesita un sindicalismo ideologizado un sindicalismo que comprenda la lucha de clases bajo las dos ideologías emancipatorias que nacieron el siglo XX, el feminismo y el ecologismo. Dos ideologías que contienen en sus estrategias las tácticas necesarias para meter el palo en la rueda del capitalismo y parar el engranaje del aumento de la desigualdad.
Las actuales cúpulas sindicales deben comprender que estas dos ideologías no son el vestido con el que lucir bien en la lucha, si no el cuerpo mismo que hay que exponer en la calle y sobre el que hay que analizar la toma de decisiones en el día a día.
Lamentablemente el asunto del apoyo de las direcciones provinciales de UGT y CC.OO de Sevilla al dragado del Guadalquivir, haciendo piña con lo peor del empresariado andaluz y alimentando al sector de las grandes constructoras que tanto daño han hecho en Andalucía, es un ejemplo del mucho camino que le queda por andar al sindicalismo para comprender la realidad de lo que ocurre. Un hecho que hubiese merecido una respuesta rápida y contundente por parte de las direcciones andaluzas (todavía guardan silencio) en claves ecológicas y de conciencia de clase, tal y como lo ha expuesto Ecologistas en Acción (argumentos no faltan: sociales, laborales, científicos, agrarios, ambientales).
Hoy, más que nunca, las luchas ecológicas están directamente ancladas en la lucha contra el capitalismo y la defensa de la democracia.
@marioortega