La transición política española ha sido un intento de reformar España pero manteniendo inalterable su basamento como nación – estado. Este concepto, inducido en el imaginario colectivo a sangre y fuego, implica una construcción ideológica y política al servicio de una determinada alianza de élites económicas que han utilizado históricamente al Estado para obtener rentas de origen escasamente productivas y por lo tanto con los menores riesgos.
Estas élites dominantes son las verdaderas élites extractivas, que han logrado transformarse a lo largo del tiempo en función de su capacidad para obtener rentas sin necesidad de organizar una economía realmente productiva: han gestionado desde el colonialismo americano y los latifundios hasta la especulación inmobiliaria, pero con unas constantes inamovibles como son la corrupción y el desprecio a la ciencia y a la cultura.
Desde su dominio secular del Estado, han inventado un relato sobre España como nación sustentado originariamente en la épica castellana de la llamada por ellos “reconquista” (como si hubiesen tenido derechos anteriores sobre los territorios conquistados), excluyendo en su afán unitarista y dominador cualquier expresión cultural de los antiguos reinos cristianos periféricos, y lo mas epidérmico de la matriz cultural andaluza, para construir una idea de unidad nacional sobre la homogeneidad religiosa y de pensamiento, para lo que han señalado como los enemigos de la nación primero al musulmán (moro), al judío y al protestante y luego al comunista, al separatista, al masón o al anarquista para dotarla de una identidad de naturaleza teocrática y racista, revestida de folclorismo (en sentido literal, es decir como banalización de las tradiciones culturales sacadas fuera del contexto en la que se generaron)
La narración del nacionalismo español se sostiene en tres pilares operativos: el nacional catolicismo, la monarquía y el centralismo, que han producido un tipo de nacionalismo refractario a los valores democráticos y de naturaleza expansionista, mediante los que las élites rentistas han logrado usufructuar el estado, obviando la revolución industrial, la revolución francesa, la ilustración y la democracia para mantener sus particulares formas de explotación. Este nacionalismo centralista, católico, xenófobo, monárquico, excluyente, militarista, machista y antiproductivo tuvo su máxima expresión en el franquismo pero que ha pervivido, dulcificado, como identidad profunda de la derecha española económica y política.
La democracia, el estado de las autonomías y la integración en la Unión Europea parecían que iban a implicar una ruptura con toda esta construcción ideológica y sobre todo con el dominio que estas élites ejercían sobre el Estado pero, lejos de ello, han logrado reconvertirse en una potente casta que ha ejercido una enorme influencia sobre los dos partidos que han monopolizado el gobierno del estado desde el año 1982, produciéndose una connivencia de intereses entre estas élites económicas y las élites políticas del bipartidismo. El resultado ha sido el impulso, de nuevo, de un modelo económico especulativo y efímero, la frustración del avance hacia un modelo federal coherente y el deterioro democrático, apoyado por los vientos neoliberales que soplaban desde EE.UU. y que han logrado contaminar por completo a la Unión Europea.
Ahora, la crisis de la globalización, con sus crisis diferenciales en la Unión Europea y en España, ha deteriorado tanto la situación actual que no es exagerado afirmar que el Estado se encuentra en una situación de bancarrota financiera y política, con una deuda pública que se aproxima al 100%; una tasa de paro del 27%; altísimos índices de endeudamiento de empresas y familias, etc. y una corrupción escandalosa en torno a estas élites que ha erosionado las instituciones fundamentales del sistema: desde la monarquía al Tribunal Constitucional, pasando por el Consejo General del Poder Judicial, El tribunal de Cuentas, el Banco de España, etc.
Frente a ello, el Partido Popular está llevando a cabo una política de vuelta atrás hacia las bases tradicionales sobre la que se ha sustentado el nacionalismo español: recentralización, nacional catolicismo, debilitamiento de los poderes públicos, monarquía, ataque contra los derechos de la mujer, explotación laboral, rapiña sobre los bienes y servicios públicos etc. mientras que el PSOE sigue insistiendo en defender el modelo de la transición como si nada hubiese pasado. Esta falta de adaptación al nuevo contexto los está dividiendo profundamente entre los que entienden que su función sigue siendo oponerse al PP y lo que, por el contrario, quieren cerrar filas junto con el PP. En este sentido Rosa Diez fue una “adelantada” de esta sensibilidad que tenía claro que el concepto de España como nación – estado era el basamento para defender los intereses de las élites dominantes.
Sin embargo, el resultado es que ya se ha terminado el tiempo en el que era viable un proyecto de reformar a España sin romper el dominio secular de estas élites extractivas y por tanto con su base ideológica: el centralismo, la monarquía y la confesionalidad fáctica del Estado, es decir, con el concepto de España como nación – estado, frente a al concepto de su consideración como Estado constitucional sin soberano, donde todos los poderes están distribuidos en diversos ámbitos y limitados y sometidos a la Constitución y los Estatutos bajo el principio de competencia, que sustituye al de jerarquía, y en el que no existe lugar para poder alguno pretendidamente originario o ilimitado. Es decir, sobre el concepto republicano, federal y plurinacional del Estado.
En este contexto de expolio por parte de las élites económica, opresión centralista, debilidad del Estado, deterioro de las condiciones de vida y, al mismo tiempo, poder político propio, la mayoría de catalanes y catalanas se sienten con la fuerza suficiente para romper con la nación estado española en quiebra y sin perspectivas de cambio. El proceso secesionista va ganando un inmenso respaldo popular al mismo tiempo que gira hacia la izquierda, como se ha demostrado en la inmensa cadena humana con la que la ciudadanía de Cataluña se ha movilizado masivamente en esta Diada. Ni CIU ni Artur Mas lideran ya al pueblo catalán que mayoritariamente le ha dado la espalda a las prácticas corruptas, a las privatizaciones y a las manipulaciones electorales.
Los que defendemos un nacionalismo andaluz “laico”, de izquierda, republicano y ecologista, pensamos que el pueblo catalán tiene pleno derecho a elegir sus marcos institucionales, aunque defendemos como la mejor opción política que la alternativa es derrotar a las élites seculares que han explotado todos los territorios y reformar profundamente el Estado para convertirlo en un Estado plenamente democrático y republicano, federal y plurinacional, al servicio de la ciudadanía, lo que solo será posible si, al mismo tiempo, se cambia el modelo económico.
El derecho a decidir no puede reducirse al derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos o colonizados que evoca el derecho internacional. Por el contrario, tras sentencias como la del Tribunal Supremo de Canadá sobre el caso de Quebec de 1998, debe identificarse simplemente con un derecho democrático: el que corresponde a cualquier comunidad política que sea capaz de expresarlo a través de una voluntad clara, suficiente y libremente conformada. El ejemplo escocés ilustra que ni siquiera hace falta una reforma constitucional para que el pueblo catalán pueda expresar su voluntad en un referéndum ya que bastaría que las Cortes Generales delegaran en las Comunidades Autónomas la capacidad para convocar referéndum en sus ámbitos territoriales, utilizando para ello el artículo 150.2 de la CE. Es la vía elegida en el Reino Unido, salvando todas las particularidades, para que Escocia pueda convocar su referéndum y por lo tanto tiene también la ventaja de su homologación con este precedente.
Sin embargo, aunque apoyamos sin ambigüedades el derecho a decidir de cualquier entidad nacional advertimos del peligro de reiterar el modelo de estado nación, en este caso catalán, como espejismo de la soberanía. Defendemos la separación radical de los conceptos de estado y nación y por lo tanto no identificamos a la nación ni al estado con la soberanía entre otras cosas porque no existe la soberanía entendida como monopolio del poder, ya que por una parte el poder privado (los mercados) ejercen una soberanía efectiva por su dimensión global y por otra el poder publico se escinde en distintos planos en función de sus contenidos.
Reivindicamos el autogobierno real para las comunidades nacionales como Andalucía y Cataluña y el fortalecimiento de los poderes públicos a través del federalismo de naturaleza plurinacional en sus distintos planos, tanto en el estatal como en el de la Unión Europea, y el axioma de la ciudadanía universal como soporte jurídico material del internacionalismo para el ejercicio real de la democracia, con el objetivo central de que la ciudadanía y los pueblos ejerzan un gobierno político efectivo capaz de subordinar a los poderes económicos y organizar la transición hacia una realidad ecológica postcapitalista.