Antoni Domènech, Gustavo Búster y Daniel Raventós / Cinco años después del tiro de salida que fue la quiebra de Lehman Brothers, es ocioso describir una vez más el estado social y político de la periferia de la Eurozona. Cifras de paro desconocidas desde el final de la II Guerra Mundial. Avances a marchas forzadas en la destrucción del Estado Democrático y Social de Derecho –la gloria del antifascismo europeo—a caballo de pérfidas y necias políticas económicas procíclicas dictadas por poderes extranjeros sin careo democrático ninguno. Progresivo hundimiento de sus economías en la depresión (y de partes crecientes de la población trabajadora, en la desesperación). Impávida desfachatez de unas clases social y políticamente rectoras crecientemente percibidas por el común como incompetentes, frívolas y corruptas. Los habituales peritos académico-mediáticos en legitimación, o elocuentemente mudos o errática y atrabiliariamente parlanchines…
Y, sí, luchas políticas, resistencias populares e indignación general aquí y allá. Pero también: cansancio, fatiga organizativa, pérdida de capilaridad social y progresiva resignación de la población trabajadora más castigada y amenazada por las dentelladas de la desposesión. Y alrmantes rebrotes de escuadrismo mamporrero y xenofobia de una arcaica extrema derecha recrecida en la resaca depresiva.
Ha sido triste comprobarlo en Portugal y en Grecia, los dos únicos países periféricos con sindicatos obreros relativamente potentes, bien organizados y resueltamente combativos. Ha sido triste ver deshincharse y perder mordiente y capacidad organizativa en unos pocos meses al prometedor movimiento del 15M. Y ha sido triste ver a la fuerza sociopolítica organizada potencialmente resistente más importante y más continuadamente sometida a sufragio popular del Reino de España, los dos sindicatos obreros mayoritarios –2,5 millones de afiliados, 7 millones de votantes, 11 millones de asalariados cubiertos por convenios sindicalmente negociados—, por no hablar de los sindicatos vascos mayoritarios ELA y LAB o del gallego CIG, sometida a linchamiento mediático día sí y otro también y abrumadoramente percibida por la opinión pública (acaso, ¡ay!, con cierta justicia, a pesar de tres huelgas generales) como parte del corrompido régimen político-económico naufragado en los cinco últimos años.
En este ambiente general de retroceso, fatiga, desesperanza y resignación populares de la atormentada periferia de la Eurozona hay que ver el acelerado –e inopinado— surgimiento en Cataluña, no ya de un creciente “estado de opinión secesionista” respecto del Reino de España, sino del más potente, persistente, esperanzado y bien organizado movimiento político-social popular de masas registrado en la Eurozona en los dos últimos año: de aquí el extraordinario impacto internacional de la multitudinaria cadena humana por la independencia (“Via catalana”) en la prensa internacional: The New York Times, Le Monde, Financial Times, La Reppublica, Der Spiegel, The Guardian, etc. Esto es un hecho. Quien lo niegue, necesita urgentemente un oculista, o un otorrino, tal vez un psiquiatra; lo que no necesita es seguir leyendo este artículo
¿Cómo se estima ese hecho? No es tan fácil. Sus más acérrimos partidarios y sus distintos detractores parecen empeñados en juzgarlo con ciertas categorías, aunque anacrónicas, ahora de moda; categorías que, cualesquiera que sean sus otros méritos, no parecen poder hacer justicia a este curiosum de la política internacional en que se ha convertido el fulgurante auge del independentismo catalán.
Pongamos por caso la demonizada categoría de “nacionalismo”. Categoría vaga e imprecisa donde las haya (casi tanto como la del igualmente demonizado “populismo”) utilizada a su antojo como arma arrojadiza por distintos escritorzuelos mediáticos. Suele usarse de forma ahistórica y ainstitucional, como si se tratara del nombre de una clase natural a partir de la que pudieran hacerse todo tipo de generalizaciones epistémicamente seguras (verbigracia: “todos los ‘nacionalismos’ son totalitarios”, o “todos los ‘nacionalismos’ son antiimperialistas”). Nadie parece haber reparado en el hecho histórico-léxico de que “nacionalismo” es un neologismo bastante reciente (nació en los ambientes monárquicos, ultracatólicos y antisemitas de la Francia de la III República, en el fin de siècle). Como ocurre con casi todos los neologismos de éxito, la generalización popular de su uso respondía a realidades y a necesidades de época que no existían antes. ¿Existen ahora?
¿Se puede, por ejemplo, decir –algunos, y no los más obtusos, lo sugieren— que se asiste, en Cataluña y en el Reino, a una especie de guerra entre dos demonios: el “nacionalismo españolista” y el “nacionalismo catalanista”. ¿Pero quiénes son los “nacionalistas españolistas”? ¿Quienes lucen banderitas borbónicas en la solapa o en la correa del reloj, los fanáticos del torito bravo, los nostálgicos del aguilucho franquista? Son relativamente pocos, y viven en la franja lunática, una quantité négligible, al menos políticamente. Y si hablamos de gentes serias y, como se dice, respetables e influyentes: ¿son acaso “nacionalistas españolistas” esos caballeretes del PP-PSOE que se pusieron de acuerdo en un plis-plas para contrarreformar la Constitución del 78 en agosto de 2011 al gusto y dictado de la banca privada internacional y de los poderes que en el mundo son? Mírese como se mire, eso se acercaría más a la alta traición que a nada que tenga que ver más o menos remotamente con lo que pudiera haberse entendido tradicionalmente por “nacionalismo”.
¿Son, al menos, “nacionalistas españolistas” quienes se llenan la boca con la “indisoluble unidad de España”, ya sea para someterla bien unida a poderes no democráticos foráneos? Ni siquiera en ese caso tendría la calificación mucho sentido. Porque precisamente quienes más insisten en la “indisoluble unidad” son quienes más han hecho y siguen haciendo por desbaratar la unidad de los pueblos que viven ahora bajo la Segunda Restauración borbónica.
En el mundo de los Estados llamados “nacionales” (“Estado-nación” es un feísimo e innecesario neologismo –nada inocente— surgido en los años 70: pero eso es harina de otro costal) hay todo un abanico de realidades históricamente cristalizadas de muy diversas formas. A veces fueron determinantes en esa cristalización fuerzas políticas fundamentalmente endógenas (como en Francia); otras, como en Alemania, fuerzas exógenas (la presión modeladora del mercado mundial en el último terco del XIX). Las clases rectoras británicas –a diferencia de las francesas— nunca quisieron la unidad nacional, lo que aclara en buena medida la particular articulación plurinacional del Reino Unido (e ilustra también sobre la actual “solución escocesa”, que nada tiene que ver con la situación catalana). En el otro extremo, la República helvética unió confederalmente en un sólo pueblo o nación a varias nacionalidades histórico-culturalmente afines a otras tantas “naciones” europeas (alemanes, franceses, italianos…). Las clases rectoras españolas, a diferencia de las británicas, sí quisieron la “unidad nacional”. La primera restauración borbónica fracasó en buena medida por su impotencia en punto a forzar burocrático-administrativamente esa unidad e imponerla uniformemente a un territorio evidentemente plurinacional. Por distintos motivos, el loable intento federal o confederal de la I República española había fracasado antes en muy pocos meses. Y luego, tampoco la política autonomista de la II República tuvo tiempo de desarrollar su ensayo “integral” –escarmentado por el anterior fracaso republicano-federal—, que buscaba acomodar democráticamente a las nacionalidades históricas de los pueblos de España (Cataluña, País Vasco y Galicia).
Ahora se puede decir esto: la Segunda Restauración borbónica, el régimen político de 1978, se puede dar por fracasado, y en ningún extremo es eso tan evidente como en la “cuestión nacional”. Si la con la restauración de las libertades públicas tras el final del franquismo se hubiera de verdad querido tratar de resolver de una vez el problema de la unidad de los pueblos de España, sólo había un camino, el camino sugerido por todas las izquierdas resistentes antifranquistas (incluidos el PCE y el PSOE): el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las “nacionalidades históricas”. Pero la Monarquía de 1978 se fundó, precisamente, en la negación del derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España –que requería, como mínimo, un referéndum sobre la forma de Estado—, y a fortiori, en la negación del derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas. Nunca más la izquierda del arco dinástico fraguado en 1978 volvió a hablar de ese derecho: el PSOE, negándolo tres veces, y el PCE-PSUC (y sus sucesores electorales de IU e ICV-EUiA) guardándolo convenientemente en el cajón de los recuerdos heroicos.
Si al comienzo de la Transición se hubieran celebrado sendos referendos de autodeterminación en País Vasco y Cataluña, las fuerzas independentistas no habrían llegado al 25%, y se habría terminado o encauzado democráticamente el problema (al menos, para dos generaciones), un problema –¿hará falta recordarlo?—que la vesanía terrorista de ETA hizo particularmente trágico en Euskadi. Según las encuestas, el independentismo conseguiría ahora mismo resultados muy superiores al 40% en el País Vasco, y holgadamente superiores al 50% en Cataluña. Y los partidarios de un referéndum para ejercer el “derecho a decidir” en Cataluña superan holgadamente el 80% de la población. Eso han conseguido.
Buenos “nacionalistas”, pues, estos “españolistas”. Y bonita forma de querer la integérrima “unidad” de España, una unidad que, quien de verdad la quiera, ha de saber que no puede lograrse sin –y menos, contra— la voluntad expresa de los integrandos.
Aunque sólo sea por amor a la lengua, ¿no sería mejor dejar de llamar “nacionalistas” y “españolistas” a quienes –por ignorancia, por incompetencia, por intereses particulares inconfesables, por frivolidad o por lo que sea— han hecho todo lo posible en los últimos años por rendir la “soberanía nacional española” a poderes públicos y privados extranjeros y han hecho lo imposible, “por de dentro” (como diría el Diablo Cojuelo), para ofender y alienarse la voluntad de vascos, catalanes, gallegos (y hasta de valencianos, baleáricos, andaluces y canarios)? ¿No sería mejor decir que, una vez más, la monarquía se ha revelado incompatible con la unidad plurinacional de los pueblos de España? ¿No sería mejor llamar a las cosas por su nombre, y decir que los pretendidos defensores de la “indivisible unidad patria”, lejos de ser “nacionalistas españolistas”, son –digámoslo con Azaña— “españoles sin honra”, los últimos defensores de una Monarquía que hace aguas porque ha fracasado estrepitosamente –eso ha venido a hacer patente la crisis económica actual— en la defensa de los intereses nacionales de los pueblos de España en el concierto europeo y mundial y porque ha fracasado no menos estrepitosamente en la articulación interna de la unidad de esos pueblos? Porque como ha observado agudamente en alguna ocasión con otras palabras el constitucionalista Javier Pérez Royo la celebración de un referéndum de autodeterminación para un pueblo del Reino, plantearía inmediatamente la cuestión de la autodeterminación de todos los pueblos: y eso sería el fin del régimen político instituido en 1978, es decir, el final de la Segunda Restauración borbónica.
¿Y qué hay del otro “demonio nacionalista”, qué hay de los catalanes? Los hechos están ahí. ¿De verdad puede creer alguien en su sano juicio que el asombrosoincremento en muy pocos años (o aun meses) de la opinión y la movilización independentista en Cataluña se explica por un repentino brote de fiebre del sentimiento “nacionalista” de la población que vive y trabaja en Cataluña?
Hay tres tipos de partidarios de la “hipótesis” –¡de alguna forma hay que llamarla!— de los demonios nacionalistas desatados en Cataluña. Están A) los de la derecha y la ultraderecha españolas, que no aceptan de buen grado, en general, llamarse a sí mismos “nacionalistas” o españolistas. Están B) los de la derecha, el centroderecha y el centroizquierda catalanistas, que aceptan llamarse “nacionalistas” y suelen insistir en que sus enemigos son también “nacionalistas”, pero “españolistas”. Y están C) los de cierta izquierda residual o minoritaria muy ruidosamente “internacionalista” y “antinacionalista”: esos son, comprensiblemente, los más insistentes en la hipótesis de los dos demonios.
Así puede ver el “debate”, en la superficie, el espectador del curiosum político catalán. Pero si se rasca un poco, se detecta enseguida algo, harto más interesante, que tienen en común estas tres variantes mortalmente enemigas entre sí de la “hipótesis” de los demonios nacionalistas. Ese algo es de calado. Refleja esquemas mentales y giros retóricos muy hondamente arraigados en la cultura política de nuestra época, y por consecuencia, en sus crispados y gritones intelectuales, grandes o pequeños, “establecidos” o “alternativos”. Ese algo más de fondo, tan transversal como inquietantemente extendido en las últimas décadas, es la terrible filosofía política del soberbio discurso del Gran Inquisidor de Dostoievsky en Los hermanos Karamazov:
“¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal de que nos pida permiso?”
Se puede resumir el “pensamiento” de los primeros (los A) con una sola imagen, que como dice el viejo dicho vale más que mil palabras. Ésta (sacada del blog de un conocido “intelectual” mediático “antinacionalista” de tipo “españolista”):
Ya lo dijo el Gran Inquisidor:
“El hombre es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener.”
Hasta aquí la variante A. La variante “internacionalista” de tipo C es más refinada, claro; tampoco es tan difícil. Se puede resumir su mensaje así: “¿cómo es posible que en la corrupta Cataluña de Millet y compañía, gobernada por Mas, Boi Ruiz, Mas-Colell y otros neoliberales encallecidos que están llevando a cabo unas políticas privatizadoras y antisociales que poco o nada tienen que envidiar a las de Rajoy, Montoro y de Guindos haya centenares de miles, millones tal vez, de idiotas que se movilizan por razones “nacionalistas” e “identitarias”, en vez de movilizarse y protestar por lo que verdaderamente importa?”.
Recuérdese que se trata de la mayor, mejor organizada y persistente movilización popular de masas registrada en toda la Eurozona en los últimos tiempos. Y ahora, reflexiónese un poco sobre lo que este tipo de planteamientos entraña. Esas masas movilizadas y esperanzadas son… hum, sí… borregos. Deberían movilizarse por otras cosas, por sus verdaderos intereses, e, increíblemente, no se movilizan, o no lo suficiente. ¡Ah! ¿Que tampoco se movilizan demasiado las masas populares por sus “verdaderos intereses” en otras partes, y en Cataluña, que sí se movilizan y sí se organizan, sólo lo hacen engañadas o manipuladas por la aviesa propaganda “nacionalista” de los medios de comunicación públicos y privados (convenientemente subvencionados)? Pues si es así, queridos amigos, desengáñense para siempre de la política –que, como dejó dicho el clásico, es el arte de actuar en condiciones no elegidas ni elegibles por quien actúa— y dedíquense a otra cosa de más provecho personal. Por ejemplo, a releer el discurso del Gran Inquisidor, que a lo mejor encuentran consuelo en su profecía:
“Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios y exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros -los más-, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: ‘¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!’. “
Vayamos ahora a la variante B, la de quienes, de derecha, de centroderecha o de centroizquierda –la izquierda autodeterminista de ICV-EUiA y la izquierda independentista de CUP, mejor avisadas, procuran huir (sin conseguirlo siempre) de los confundentes tópicos “nacionalistas”— aceptan galanamente ser llamados “nacionalistas catalanes”.
El actual independentismo catalán constituye también un curiosum político por esto: quienes lo encabezan y el grueso de su base social no proceden, como ha solido ocurrir históricamente en los procesos de partogénesis nacional, ni de las elites políticas, económicas y sociales –que están claramente en contra—, ni de la población trabajadora asalariada urbana –que es más o menos neutral, por ahora, aunque los grandes sindicatos obreros están inequívocamente a favor del “derecho a decidir”—; el independentista es un movimiento que se nutre fundamentalmente de los amplios y proteicos estratos de las clases populares medias, urbanas y rurales, catalanas, radicalizadas por las malas experiencias económicas y políticas de los últimos años. (Y por los efectos de la remodelación de la vida económica mundial en las últimas décadas: ya no vale el viejo dicho del catalán más filisteo del siglo XX, Josep Plà: “El catalanismo no debería prescindir de España porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos”.) Se trata, por otra parte, de clases medias de una inequívoca tradición democrática forjada históricamente en la lucha de autoafirmación nacional y de resistencia política, social y cultural al franquismo. Quien quiera hacerse una idea de esto, no tiene más que ver el gran y masivo acto del Concert per la Llibertat celebrado el pasado 30 de junio en el Camp Nou del Barça, con participación de lo que podríamos llamar el viejo arco antifranquista prácticamente al completo (¡incluido el viejo Paco Ibáñez!).
Nada que ver, como suele difamatoria e interesadamente sugerirse, con la base social de otros secesionismos clasemedieros, mucho más modestos (en envergadura), de la extrema derecha xenófoba surgidos en la Unión Europea post-Maastricht –esa trituradora de soberanías nacionales y populares—: nada que ver, por ejemplo, con la Liga Norte (aunque sus diputados se hayan oportunamente envuelto con la “estelada” en el Parlamento europeo), y nada que ver con los secesionistas flamencos (parcialmente herederos de los colaboracionistas belgas con los ocupantes nazis).
Eso es lo bueno. Lo malo es que un proceso de partogénesis nacional –si es que de eso realmente se tratara— sostenido fundamentalmente por las clases medias populares (pequeños empresarios, pequeños comerciantes, profesionales liberales de todo tipo, trabajadores autónomos, funcionarios, académicos, cargos políticos e institucionales) no tiene ejemplo histórico en parte alguna. Los dirigentes más visibles de ese proceso por parte de la llamada “sociedad civil” (la respetada y veterana resistente antifranquista Muriel Casals, de Omnium Cultural, y la filóloga que preside actualmente la Assemblea Nacional de Catalunya, Carme Focadell, por ejemplo) ya han cometido errores de táctica típicos de las “clases medias”. Son errores innecesarios e imprudentes de euforia, miopía demográfica y –como se dice en catalán— cofoïsme dimanantes, no del “nacionalismo”, sino del encapsulamiento social en que se desarrolla la vida cotidiana de esos estratos sociales. Es imprudente, innecesario y absurdo –si de verdad se aspira a ganar un referéndum de independencia— declarar sin más ni más que en una futura Cataluña independiente el catalán debería ser la única lengua oficial a todos los efectos (siendo la lengua familiar principal de más del 50% de la población el castellano). Y ha sido un órdago miope, innecesario y absurdo –si de verdad aspiran a llegar, forzándolo, a un referéndum de autodeterminación— convertir la Via Catalana del pasado 11 de septiembre en una reivindicación únicamente para independentistas ya decididos (el 52%), lo que ha excluido miope e innecesariamente a mucha gente, y por lo pronto, a ICV y al PSC, los dos partidos con más voto obrero de izquierda y centroizquierda tradicional. Un absurdo sólo superado (¡y con creces!) por la reacción del dirigente del desjarretado PSC, el lamentable Sr. Navarro –quien, dicho sea entre guiones, no deja pasar un día sin pisar algún charco: ayer se descolgó otra vez pidiendo aleladamente la “intervención de la Corona” en la crisis catalana, como si el meollo de lo que está pasando no tuviera precisa y centralmente que ver con la crisis de la “Corona”—, exigiendo, cual fiero neoliberal antidemocrático, que los organizadores de la Via Catalana pagaran privadamente de su bolsillo los gastos derivados del despliegue de fuerza pública necesario para garantizar el orden en una gran manifestación pública.
Los sectarios del Gran Inquisidor no se encuentran, empero, entre los esforzados y democráticos representantes de la “sociedad civil” independentista catalana, sino entre la mal llamada “clase política”. Es evidente que todo este proceso ha desbordado a Mas y a su coalición electoral (CiU). No hace falta insistir en eso (véase nuestro artículo del año pasado: 25 N: por qué han sido tan importantes las elecciones catalanas). Unos pocos días antes de la Diada del 11S, Mas buscó deliberadamente enfriar los ánimos y “bajar el suflé” independentista de la Via Catalana: filtró la existencia de conversaciones secretas con Mariano Rajoy (concretamente, una entrevista celebrada el pasado 29 de agosto), y avanzó una especie de plan B: si no podía celebrarse legalmente la consulta en 2014 (pactada con Madrid), había que terminar en cualquier caso la legislatura, y convertir las próximas autonómicas de 2016 en unas elecciones plebiscitarias a favor o en contra de la independencia de Cataluña. Estupor e indignación entre los independentistas (ERC, CUP) y entre la izquierda consecuentemente favorable al ejercicio del derecho de autodeterminación (ICV-EUiA). Y semirretractación de Mas: la cosa es irreversible, será en 2014, con algún procedimiento legal.
Quien da la cara ahora es Santi Vila, el poderoso conseller de ordenación territorial, el que dijo, antes de la Diada, que había que abandonar el “independentismo adolescente”. Después de la Diada, profundiza en la recomendación:
“Con un Estado que no haga suyos los problemas de Catalunya no hay nada que hacer. La percepción es que los tenemos en contra, y por eso les pido que hagan suyo el sentimiento catalán porque, de lo contrario, nos pierden. (…) Les estamos diciendo: ‘Escúchenos, que nos vamos. Escúchenos, que nos vamos’. Pero como una manera de avisarlos cuando realmente no queremos irnos. (…) A lo mejor después de hablar convenimos que estamos mejor juntos.” [El Periódico de Catalunya, 14 septiembre 2013].
Insistió en la “seriedad” del ejecutivo catalán y en que en ningún caso “pondrá en riesgo la seguridad jurídica”; la consulta se celebrará “en el marco de la ley”. Más importante aún –porque responde a los intereses de una superelite económica catalana completamente imbricada en el capitalismo oligopólico de amiguetes políticamente corruptos configurado en la Transición española—: el proceso “no puede tener repercusiones económicas porque es algo que no nos podríamos permitir”.
También aquí resuena el Gran Inquisidor:
“Sí, les predicaremos la humildad (…). Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde.”
El supuesto “nacionalismo” de unos y de otros es niebla. Lo que está en juego es el régimen de 1978, cuyo eslabón crítico más débil es ahora el formidable auge popular del independentismo en Cataluña. Ojalá los verdaderos independentistas y la izquierda democrática resueltamente favorable a la autodeterminación sean capaces de ver claro en esa niebla.
Antoni Domènech es el editor de SinPermiso. Gustavo Búster y Daniel Raventós son miembros del Consejo de Redacción de SinPermiso.