Antonio Aguilera | Las cifras que ofrece el sector turístico andaluz al final de su punta de producción son realmente redondas, las altas tasas de ocupación, en torno al 93% en el mes de agosto, permiten decir que el sol, la playa, el veraneo, son el motor de la economía andaluza. Si bien es cierto que hay muchos aspectos que mejorar en la oferta para que el gasto medio diario crezca, los datos van a permitir que muchos puedan darse un respiro.
Y en estos momentos, son cada vez más los economistas que abogan (curiosa combinación), apoyándose en índices y tendencias macroeconómicas, por un giro hacia la industrialización de nuestra economía. El sector industrial andaluz apenas es actualmente el 5% del PIB, ha caído casi la mitad de su volumen en los últimos años, y remontándose a años no tan lejanos, puede comprobarse que era el 18% apenas hace dos décadas. Claro, la conclusión es de pura sensatez, la ventana a la oportunidad de aumentar 13 puntos de PIB no es nada desdeñable, digno de estudio.
Otros factores acompañan. La llegada de capitales hace tiempo que dejó de ser un problema, la canalización de inversiones internacionales en sistemas productivos siempre ha estado marcado por el coste de los factores y la estabilidad política de la zona. Lo segundo es claro, y con las reformas de los últimos años, el coste de la mano de obra en Andalucía ha descendido considerablemente. La deseada competitividad internacional sabemos ya que se está logrando vía pauperización del mercado de trabajo.
Tenemos una abundante mano de obra con bastante rigidez en su movilidad geográfica y una insuficiente o inadecuada formación. Asumido que no pueden volver al ladrillo a corto plazo, el caldo ideal para que se conviertan en obreros de producción masiva en una industria de transformación está servido.
Atraer capital cuando se cuenta con espacio, con recursos, con mano de obra, con normativa, con una moneda fuerte, con canales de comunicación y comercialización, con unos dirigentes políticos acomodaticios, parece una tarea fácil. Permite generar expectativas, hacerse fotos de firmas de convenios e inauguraciones. El proceso de creación de puestos de trabajo es realmente rápido. Dar la noticia de la bajada de algunos puntos el desempleo y alejarnos de estos máximos históricos en los que estamos es deseo de todos.
Respetando normativa, salvaguardando los espacios protegidos y ubicando las nuevas factorías en zonas donde el desempleo sitúa a la población en situación dramática parece una opción realmente atractiva, todo son ventajas.
O no todo, porque ese tipo de decisiones más que centrarse en salvar una situación coyuntural son decisiones estructurales que determinan la configuración geográfica y social de Andalucía.
Cuando el concepto de globalización cobró fuerza, se abarataron y facilitaron los transportes, se firmaron convenios de comercio internacional, se permitía el uso a la tecnología y la energía; parecía que la especialización geográfica del mundo iba a hacer que los países desarrollados (los de aquel entonces) se convirtiesen en fuente de conocimiento, poder y servicios de alto valor añadido, otras zonas se iban a convertir en las grandes áreas manufactureras, y aún otras estaban destinadas a convertirse en los graneros de la población mundial.
Parecía que la zona europea, la eurozona en concreto, iba a olvidarse de las altas chimeneas que vomitan humo sin dilación y los empleados (colaboradores) ya no necesitarían tener las uñas negras y callos en las palmas. Cambiaríamos la polución y la grasa por edificios inteligentes de cristal y batas blancas.
Los avances tecnológicos, el desarrollo normativo internacional, el crecimiento de la formación media de la clase trabajadora, la deslocalización de factorías. Eran muchos los factores que ayudaban a concluir con facilidad que el proceso de globalización traía aparejado un proceso de especialización geográfica. Andalucía, por su ubicación y características, estaba destinada a convertirse en una fuente de investigación biotecnológica a la vez que podría ser también el área de descanso de los centroeuropeos.
Algo, o mucho falló. Demasiados andaluces de alta cualificación tienen que desarrollar hoy su trabajo fuera, las empresas andaluzas asociadas a la innovación triunfan fuera, el turista medio, aun extremadamente estacional, gasta menos, las pequeñas empresas de apenas dos trabajadores venden sus productos a miles de kilómetros. No, no ha salido tan bien la cosa como se esperaba y la tendencia no permite ser optimista. Más de un millón de andaluces, hace poco clase media, están empezando a asumir que tienen que estabilizar su vida en una situación de pobreza. No es determinante su localización, ni su edad, ni su formación.
Montar un puñado de fábricas en los próximos años puede maquillar algunos datos y puede solventar la situación de unos cientos de familias y algunos ayuntamientos, pero someter a Andalucía a un proceso de industrialización supondría llevarnos en el tiempo treinta años atrás, pero a nosotros solos, porque el resto del mundo seguirá su paso.
Entrar en un proceso de industrialización supondría tirar demasiadas, demasiadas cosas por una alcantarilla que ni tan siquiera lleva a una EDAR. Utilizar los recursos naturales en la transformación industrial, utilizar nuestra mano de obra en la producción masiva de bienes no es el camino para poner en valor Andalucía. Hay otras opciones, llevemos la Universidad hasta las empresas, facilitemos el crédito a las pymes, potenciemos sectores como la producción ecológica, las energías renovables, el turismo de naturaleza. En todos ellos podemos ser referentes mundiales. Eso si, tenemos que creérnoslo, apostar y hacer las cosas bien.
Muchos políticos y economistas están demasiado enfrascados, obsesionados con el corto plazo, la urgencia de resultados está haciendo que sus decisiones tengan como objeto exclusivamente la coyuntura pero sin prever adecuadamente lo que puede verse allí en lo alto, cuando hayamos subido la colina y veamos que detrás, lo único que queda es campo devastado.
Antonio Aguilera es economista