Alberto Guallart – Andaluces.es / La obra de José Antonio Moreno Jurado (Sevilla, 1946) es tan vasta y omniabarcadora como la curiosidad que Aristóteles deseaba a los filósofos. Sus afanes como traductor abarcan la poesía clásica, medieval y contemporánea: Sófocles, Aristófanes, los novelistas bizantinos del siglo XII al XIV, Odysseas Elytis o Yorgos Seferis, son algunos autores de los que Moreno Jurado nos ha ofrecido versiones fieles y doctamente prologadas.
Como poeta y creador tiene casi una veintena de títulos, de los cualesDitirambos para mi propia burla obtuvo el Premio Adonais en 1973, y el poemario Bajar a la memoria logró –a su vez– el Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez en 1985.
Recientemente, tras trece años de silencio, ha publicado un nuevo libro de versos, Últimas mareas (Madrid-México, 2012), y ahora el volumen de prosas misceláneas Cuadernos de un poeta en Mazagón (Divagaciones sobre la arena), (Tenerife, 2013).
Estos Cuadernos reúnen un batiburrillo de reflexiones que, al socaire o buen tún tún, Moreno Jurado se hace ante lo que juzga un ascenso intolerable del fanatismo religioso y de la creciente depredación capitalista de nuestras democracias y Estados del bienestar. La idea o aliento que se pasea por estas páginas recuerda la vieja advertencia volteriana, ésa que dice que “aquél que puede hacerte creer en absurdos, también puede hacerte cometer atrocidades”. Con esta nueva obra Moreno Jurado sienta plaza de “indignado”; indignado ante una moral absurda e hipócrita, mucho más interesada en controlar los movimientos de pelvis de la ciudadanía que en promover la justicia social con los necesitados; indignado ante un sistema económico que ya tiene cautivo a los poderes políticos; indignado ante los que practican una disciplina artística sin preocuparse ni poco ni mucho en averiguar las reglas que lo gobiernan; indignado ante el mundillo literario y sus vanidades mezquinas… No obstante, las páginas más conmovedoras del libro son aquéllas en las que la divagación versa sobre las renuncias y claudicaciones que el autor ha sufrido o a las que ha tenido que ir resignándose con el paso del tiempo (los sobresaltos emocionales o el hormigueo del sexo).
Si no me equivoco el fondo de este nuevo libro es reivindicar –apasionadamente– una ética sin apuntalamientos religiosos y sin Dios (disculpe la mayúscula, pero no me sale de otra forma). Una ética laica, humanística, solidaria y sin toros. Critias el ateniense ya sostuvo que los dioses habían sido inventados por un hombre astuto con el fin de que los hombres no delinquieran cuando nadie los veía; mucho más recientemente, Vargas Llosa en La civilización del espectáculo defiende también la religión como un parapeto moral, sin el cual “la vida se iría tornando poco a poco un aquelarre de salvajismo, prepotencia y exceso”. Explíqueme porqué tiene usted más razón que ellos y deberíamos darle paso a “la sutil y dignificante conciencia del ateísmo”.
Mucho antes del Critias platónico, Jenófanes había asegurado que los hombres representan a los dioses con sus mismas formas, defectos y virtudes, y que, además, si los animales pudieran hacerlo, no dudarían en crearlos según sus propias características. Sin embargo, es posible que todo ello tenga una importancia relativa en el desarrollo del pensamiento de Occidente. Por otra parte, el argumento moral del premio o el castigo con que recuerdas a Vargas Llosa, no es nada nuevo, no aporta novedad alguna. Se ha repetido hasta la saciedad desde Hobbes. Ya nos decía Kamarazov que “si Dios ha muerto, todo nos está permitido”. No obstante, el ateísmo no caprichoso, no beligerante, sino emanado de la razón del hombre, tolerante y humanista, sin fronteras ni razas, no necesita premios o castigos, sino que actúa en plena solidaridad con lo natural que soy, yo y los otros, como conciencia de ser también naturaleza.
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