Pilar González / Después del ruido volverá el silencio. Y la soledad de las víctimas. Se apagarán los focos y los micrófonos, la tinta y los mensajes virtuales. Y continuarán la ausencia, la memoria y el dolor sereno y crónico.
Esta es una historia simple de buenos y malos. Los buenos son las víctimas, los malos son los asesinos y asesinas. Hay muchas e insalvables diferencias entre unos y otros. Los buenos defienden los Derechos Humanos: la vida, la libertad, la seguridad. Los malos los aniquilan. Los buenos saben que los Derechos Humanos son la clave de nuestra civilización, por eso ni son negociables, ni son un programa electoral. Los malos sólo tienen la barbarie y los discursos vacíos. Los buenos no celebran la muerte, ni siquiera la de los asesinos. Los buenos saben que los héroes no llevan pistolas y que la patria no es excusa para derramar sangre o causar sufrimiento, porque la patria es la libertad del “nosotros” que elegimos ser sin que nadie nos coaccione. Los buenos no reciben a los asesinos con gritos y banderas porque los muertos sólo tienen el silencio y el recuerdo. Los buenos pueden ser gente desordenada, pero no amenazan con el linchamiento a quienes piensan diferente. La empatía, la compasión y la razón pertenecen a los buenos. No podemos permitir que nadie se las arrebate, ni que nadie quiera envilecerlos aprovechando la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Porque ésta es también una historia compleja de leyes y justicia. De crimen y castigo.
Precisamente por la superioridad moral de las víctimas, la reparación que les ofrece la justicia no es el ojo por ojo. Es la ley. En un ejercicio de razón esperanzadora, como sociedad hemos definido los crímenes y los castigos en la ley. Y hemos pactado que son los tribunales los que sentencian. Y hemos establecido una jerarquía en las interpretaciones de la ley. Las sentencias pueden parecernos bien o mal, pueden recurrirse hasta la instancia inapelable, pero tienen que acatarse. Aunque haya que convertir las tripas en corazón y el corazón en luz de razón para nosotros y para nuestros hijos. Porque si aceptamos el desacato ante una sentencia, tenemos que aceptarlo ante cualquier sentencia.
El Tribunal Europeo de los Derechos Humanos que ahora sentencia en contra de la doctrina Parot, es el mismo que sentenció en 2009 a favor de la ley de partidos que ilegalizaba al entorno de ETA. Ni se equivocó entonces ni se equivoca ahora.
Si admitimos que los Derechos Humanos son la clave de nuestra civilización, no son negociables ni son un programa electoral tenemos que acatar la decisión del tribunal que los protege conforme a la ley. Precisamente para distinguir el crimen del castigo.
La sentencia del Tribunal de Estrasburgo no dice que la etarra Del Río no sea una asesina, no dice cuánto tiempo tiene que durar el castigo por sus crímenes, ni impide que, según el Código Penal actual, el máximo sea de 40 años de cárcel. Lo que dice es que la duración del castigo tiene que estar fijada en la ley vigente cuando se comete el crimen y no puede aumentarse después. Porque el derecho penal no puede aplicarse con carácter retroactivo. Y esa garantía vale para todos.
No celebro ni lamento la sentencia, no me es indiferente el dolor de las víctimas y puede que diga cosas que no se consideren políticamente correctas, pero prefiero un mundo en el que haya un tribunal que siga velando por los Derechos Humanos cuando se acabe el ruido y llegue el silencio.
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