Luis García Montero | No asusta mucho la infección de un cuerpo si lo que se pretende es su muerte. Se puede contaminar sin escrúpulos un río cuando la opción última es su desaparición después de un periodo extremo de sequía. Importa poco degradar una realidad que tiene como fin su propia borradura.
Tenemos ejemplos concretos. A los partidarios de la liquidación de los servicios públicos, les viene bien propiciar el naufragio de la educación, la sanidad o la información ofrecida por el Estado. Son dos etapas distintas del mismo negocio. Aquellos que han saqueado los contenidos de la radio y la televisión pública valenciana pueden ahora participar del festín que facilita la muerte de una entidad manchada e insostenible. Oficio de buitres.
Ocurre lo mismo con la política. El espectáculo de una corrupción constante, los correos electrónicos llenos de pus, las mentiras servidas en bandejas parlamentarias, la falta de explicaciones sobre cuentas, áticos o tramas, no importan demasiado para los que viven bien bajo el descrédito general de la política, esa irritación popular que inutiliza cualquier alternativa. Si no se cruza una pelea interna en un partido, los escándalos suelen diluirse sin consecuencias para el afectado.
En España hay abierta una Causa General contra la realidad. Se infecta de forma cotidiana una realidad que tiene como destino calculado su desaparición. El primer paso, desde luego, es la mentira, la borradura de las huellas con el pañuelo de las afirmaciones falsas: la reforma laboral ha creado empleo, los españoles estamos saliendo de la crisis, cambiamos el sistema de pensiones con el fin de hacerlo sostenible, el PP es la fuerza más interesada en combatir la corrupción.
Después viene el control político de la vigilancia pública. Los funcionarios encargados de cuidar y asegurar el cumplimiento de las normas (inspectores de hacienda, jueces, periodistas de medios públicos) son manipulados y hacen su carrera bajo la amenaza del cese, el castigo o la falta de promoción.
Finalmente se suprimen los derechos de los ciudadanos y se convierte la protesta social en un asunto de orden público con la dureza de las penas, los uniformes y las multas. El envenenamiento del lenguaje —que es otro de los mecanismos imprescindibles—, permite confundir la seguridad con la represión en una sociedad amordazada.
Todo esto resulta más efectivo cuando existen procedimientos previos que alteran y limitan el valor de la participación incluso en las urnas. La ley electoral española es otro sistema de defensa del poder ante la protesta democrática de los ciudadanos. Los partidos mayoritarios limitan mucho la factura parlamentaria de su descrédito. Puede darse el caso, como ocurrió en las últimas elecciones gallegas, que el PP pierda casi un 20% de sus votos y consiga vender al mismo tiempo una gran victoria en el reparto de escaños.
Hay algo más, algo decisivo. El deterioro de la política abre una brecha, ahora un abismo, entre la España real y la España oficial, que poco a poco convierte el mundo de las elecciones en un espacio virtual. La opinión en una casa o en un bar se produce a muchos kilómetros de distancia ideológica del videojuego del poder. Del mismo modo que una anoréxica se mira en el espejo y se ve gorda, un ciudadano mediatizado puede criticar con pasión a un partido y convertirse luego en su votante. Y es que el voto deja de tener conexión con la realidad para situarse en el terreno de la superstición virtual.
La campaña electoral es así un videojuego con su propio argumento. Cumple un papel especial y espacial el rencor, que se cultiva como puente propicio para cruzar al duelo virtual de los escaños. Por ejemplo, se pide el voto a Rajoy por odio a Zapatero, o se pide el voto a Rubalcaba por miedo y odio a Rajoy. Los no creyentes se abstienen y dejan de ser peligrosos. Los creyentes se limitan a participar en un guion marcado: el duelo entre guerreros. El incumplimiento de las promesas electorales se da por hecho, es la condición de esta estrategia virtual que separa el sentido de los votos de la realidad.
La criminalización de las víctimas, la ley mordaza y el furor represivo del PP no tienen sólo el fin inmediato de silenciar la protesta. Pretenden también borrar la realidad para que no interfiera en su videojuego. Las plazas se han llenado tanto de dolor, angustia, necesidad y rebeldía que la experiencia de carne y hueso está entrando de nuevo en la política. Es un peligro para la estrategia virtual. La gente puede negarse a la infección periódica del Estado si no está dispuesta a convivir con su cadáver. Una realidad que no se borra es un problema para los ilusionistas de la infección. Por eso estamos asistiendo a esta Causa General contra la realidad.