Luis García Montero / La justicia se ha convertido en uno de los síntomas más claros de las debilidades de la democracia española. Los nombramientos del Poder Judicial, las actitudes de la fiscalía en casos muy significativos y la indignación que promueven ciertos indultos y algunas sentencias, apuntan a una enfermedad crónica. Los intereses del poder obstaculizan la objetividad y la libertad en la aplicación de las leyes.
Al calor de los escándalos diarios que afloran en la prensa, debería abrirse un debate profundo sobre la independencia judicial. No se trata sólo de valorar las situaciones de cada coyuntura, sino también de hacer un diagnóstico a largo plazo y apostar por una regeneración verdadera. Las preguntas afectan al corazón de la justicia democrática, a sus exigencias y sus posibles limitaciones. Si aceptamos que el Estado democrático es al mismo tiempo un espacio de derechos y responsabilidades, no podemos contentarnos con las críticas abstractas al sistema. La complicidad de cada institución, cada partido y cada persona adquiere una importancia decisiva.
Basta con seguir con regularidad las noticias para llegar a la conclusión de que en la justicia española no hay un problema de corrupción económica. Existen, claro está, las desigualdades generadas por el dinero. Las medidas últimas del ministerio de Justicia, con el cobro de tasas y el encarecimiento de los recursos, acentúan el panorama tradicional de la desigualdad. Sólo las grandes empresas y las familias con dinero para invertir en abogados y apelaciones pueden permitirse el lujo de pleitear. Pero al decir que no es grave la corrupción económica, me refiero a que no abundan los casos de sobornos directos para determinar una sentencia. Y cuando se detecta un caso de prevaricación, los procedimientos suelen funcionar de manera eficaz.
Más que el poder del dinero, que tanto asquea en el mundo de las construcción y las obras públicas, la mayor presión sobre la independencia de los jueces es la propia carrera judicial. Si un juez o un fiscal quieren colmar sus legítimas ambiciones profesionales, tienen muy difícil no alinearse con cualquiera de los dos partidos mayoritarios que controlan los nombramientos del poder judicial. La maquinaria sin escrúpulos del bipartidismo ha hecho un daño muy grave al crédito público de la justicia española.
Conviene aquí detenerse un momento en el concepto de la independencia judicial. ¿Qué significa en una democracia? Desde luego no se trata de que los jueces puedan hacer lo que quieran, sin dar cuentas a nadie. Un juez deber ser independiente cuando hace una instrucción o emite una sentencia, pero hasta ahí… La justicia emana del pueblo y, por tanto, no podemos confundir la independencia con el gremialismo. Está bien que la política y la representación popular en un parlamento tomen la palabra a la hora de aprobar las leyes y de intervenir en los nombramientos del Poder Judicial. Un comportamiento gremial no es más democrático que un procedimiento parlamentario.
Y es aquí donde debemos pasar de los derechos a las responsabilidades. A los partidos políticos hay que exigirles que rompan con su gremialismo particular y sus intereses mezquinos. La necesaria presencia política en la justicia sólo es sostenible si no se confunde con el nombramiento de súbditos y funcionarios que reciban su premio por haber prestado o prestar servicios a un partido. Los jueces con carné de fidelidad a la dirección de un partido suponen un daño difícil de reparar, un atentado al sentido democrático de la justicia. Ese es el escándalo.
Hay que exigir también dignidad y decencia a la persona que acepta un cargo. Al final se trata de una responsabilidad individual. Que un partido o un gobierno decida un nombramiento, no puede implicar la conversión del nombrado en una marioneta ridícula y sin orgullo dispuesta a tragar con ruedas de molino.
Por eso han sido tan ejemplares el comportamiento y el trabajo del juez José Castro en la imputación de la infanta Cristina por un delito fiscal y de blanqueo de capitales. El panorama cortesano resulta desolador. Como se ha hecho frecuente en los últimos tiempos, la fiscalía confunde su papel con el de un abogado defensor de los acusados. El ministerio de Hacienda y la Agencia Tributaria parecen un despacho de ingeniería financiera al servicio del defraudador. Las presiones de la Casa Real y del Gobierno han llegado a unos extremos poco compatibles con el pudor y la vergüenza pública. En medio de esta paisaje deprimente, un juez se ha limitado a cumplir con su deber, es decir, a no hacerse el tonto y a no someterse a la degradación de su propia conciencia.
Muchos españoles y españolas le debemos gratitud. ¿Habrá recurso? ¿Declarará la infanta? Lo de menos ya es cómo acabe el caso. Lo demás es saber que hay vida más allá de la basura.
FUENTE: Blog Diario Público