Juan Luis Sotés Navarrete / En estos días los españoles se han convertido en Antonio Alcántara y hablan de “Adolfo” como de esa figura lejana de la que uno se siente compadre, modelo de referencia y vida soñada; en todas las bocas resuena el eslogan “el mejor presidente”, como si hubiera una Liga de Campeones de la política y el ”espíritu de la Transición” nos sobrevuela. Y aquí vengo yo en estos días, el ser amoral, el niño de los porqués a pedir que razones tu respuesta. Y entiendo que es imposible porque la Historia ya está escrita, sellada y bendecida.
Adolfo Suárez, ante todo, fue un político. Obvio, ¿no? No lo parece, cuando cuesta encontrar un defecto en la lista interminable de virtudes proclamadas. Pero es que la lectura de su vida solo puede hacerse hoy a través de la tarea que un día le fue encomendada: devolver la libertad a un pueblo. Semejante empresa solo puede estar reservada a un ser excepcional o, de lo contrario, condenada al fracaso. De ahí que, para convencernos del éxito obtenido, durante años se haya ido construyendo un mito, la Transición, con un protagonista central, el héroe que hoy vuelve a nosotros con toda su carga emotiva.
El último gran héroe
Toda construcción mítica precisa de un héroe que la defina. La Transición -así, con mayúsculas- tiene en el imaginario colectivo los rasgos afables de un hombre bien parecido, educado, que encarna los valores del mito: generosidad, conciliación, esperanza. Lo individual y lo colectivo se funden. Pues ya tenemos un símbolo al que agarrarnos. Ahora toca interpretar los hechos históricos a partir de ese patrón asumido por todos.
Allá por el siglo XIX, un intelectual escocés, Thomas Carlyle, diseñó toda una teoría sobre el héroe moderno, alejado precisamente de cualquier ideal democrático. En “Los héroes” nos mostraba a éstos como los auténticos motores de la Historia, hombres -mujeres no, fíjate tú- de acción y de espíritu, capaces de desencadenar procesos superiores con la sola fuerza de sus convicciones; gente sincera y valiente, enfrentada incluso a los suyos y sacrificada habitualmente en aras de ese bien superior que persiguen. ¿Os suena? Bien.
Como protagonista del mito, una narración en definitiva, el héroe debe renunciar a su cuna, realizar el habitual “viaje iniciático” plagado de dificultades y encontrar un final trágico. Qué mejor para un miembro del Movimiento que pilotar la nave de la democracia enfrentando mil peligros para “morir” en el acto de su dimisión tras haber sido traicionado por todos. La historia es perfecta y garantiza emoción durante generaciones. Además contamos con el icono mediático que nunca debe faltar en estos casos: la imagen del presidente erguido frente a los golpistas. Toda una alegoría en la que el Bien resplandece frente a las fuerzas del Mal, el triunfo del héroe romántico decidido a inmolarse para que el ideal siga vivo.
La Historia como narración mítica
Para los creadores de mitos, la complejidad de un proceso histórico como el paso de un régimen totalitario a uno democrático requiere explicaciones simples, más aún cuando el nuevo statu quo se muestra frágil. Gracias al mito, la comunidad encuentra más allá de unos hechos abiertos a interpretación, una certeza común de la que extraer una enseñanza. La razón se abandona así en brazos de la fe y el mito se convierte en algo sagrado, perfecto como tal. Todo ello, en consecuencia, condena a la herejía a quien se atreva a discutirlo. Cohesión e integración.
Strauss. El de los pantalones no, el antropólogo
De los beneficios terapéuticos del mito nos habla un antropólogo, Claude Lévi-Strauss, quien asegura que todo mito debe ofrecer al creyente la solución a un conflicto entre opuestos. Voilà. De una turbia transición pasamos así a la límpida Transición, único marco posible para entender las libertades en España. Diga usted Democracia y su mente generará un calendario desde 1976 en adelante. Es decir, un gobierno constitucional como el que existió en España entre 1931 y 1936, se convierte en un territorio difuso de inestabilidad, revoluciones y pucherazos. De otra manera, habría que seguir viendo el alzamiento nacional como lo que fue, un golpe de estado, mientras que nuestra actual democracia dejaría de ser una cima evolutiva inefable. Entre la antropología y la psicología de masas, Elias Canetti habla de este tipo de procesos en “Masa y poder” cuando se refiere al orden temporal como un elemento esencial en la política: “Podría decirse que el orden del tiempo es el atributo fundamental de toda soberanía. Un poder recién constituido que quiera afianzarse deberá proceder a una reordenación del tiempo. Es como si este comenzara con él” (Masa y Poder, Mondadori 2005)
Pero la transición -en minúsculas, sí- dista mucho de la perfección. Las cacareadas unidad y reconciliación no se produjeron realmente porque lo que hubo fue inestabilidad, miedo, y prisas. Y una solución de emergencia obtenida gracias también a las víctimas que tuvieron que renunciar a la Justicia. Y nuestra democracia sigue hoy lejos de la unidad y la reconciliación porque se sigue negando la Justicia. Por otra parte, el perdón de los poderosos no es sino una gracia que se concede en tanto se reconoce una culpa. No hay perdón sin Justicia, pero el poder tampoco otorga el perdón sin reconocer el delito. Así, el perdón absoluto no es sino un ideal y, como tal, parte del mito.
Suárez, superado por sus obras
La tradición del seppuku, el suicidio ritual japonés cuenta con un curioso elemento: el suicida, en los momentos previos a su muerte debe componer un poema -llamado zeppitsu– en el que deje testimonio de sus sentimientos a la hora de la partida. El 29 de enero de 1981, Adolfo Suárez daba lectura al suyo ante todos los españoles. Al día siguiente de una dimisión televisada que supuso la primera gran puesta en escena de la tierna democracia, “Cándido” escribía esto en ABC: “Porque el cerco nixoniano de quienes habían creado su mito y lo sostuvieron luego sin grandeza, ha terminado hoy por convertirse en una víctima que aparece adornada de no sé qué pureza. Hicieron de él un símbolo que nadie se molestó en analizar previamente, un símbolo por encima de su perplejidad personal, y llegaron a convencerle de que había creado lo que literalmente le superaba”. Una elegía en perspectiva.
Hoy, cuando las grietas del sistema se hacen evidentes, volvemos la mirada a ese mito, siempre confortable. Al héroe, espejo en el que nos gustaría mirar a nuestra actuales líderes. Como apunta Juan José Sebreli en su provocativo e iconoclasta ensayo ”Comediantes y mártires”, el mito florece sobre todo en tiempos de crisis y entre los hombres que están más desesperados.
A veces, la realidad colabora cruelmente en la elaboración de estos relatos. Y así ha ocurrido con Adolfo Suárez: el héroe, al volver a casa encontró el olvido de los demás; luego, empezó a olvidar él mismo hasta disolverse en el silencio. Memoria y silencio entre tanto ruido son imprescindibles hoy para construir de nuevo.
Del blog del autor: http://sobreunbarrildepolvora.wordpress.com/