Concha Caballero / La vida te ofrece una sensación engañosa de permanencia. Los días juegan a parecerse unos a otros. Preparas el café de todas las mañanas. Te miras al espejo y sabes que tienes que ser tú porque te has acostumbrado a ese juego de luces y sombras. Compones tus sentimientos para que discurran por una normalidad que consiste en parecerse a quien fuiste el día anterior. Haces idéntico recorrido, te encuentras los mismos paisajes y personas. Pero un día te levantas y tu rostro en el espejo es diferente. Intuyes que tú no eres el mismo y acaricias esa posibilidad, con precaución, temiendo que el océano de la rutina devore esta promesa de tiempo nuevo.
Hace siete años sonaron las trompetas del Apocalipsis urbi et orbe. Nos asustaron, nos paralizaron, nos indignaron pero todo seguía un discurrir lento de espera. Nos levantábamos cada día más cansados, esperando encontrar una brizna de esperanza, pero todo era un mar de malas noticias que no contaban nuestras penas sino los problemas de los mercados y los bancos. Urdieron una trama de sospechosos recortes que siempre afectaban a los de abajo. Aprovecharon el desconcierto para cambiar la naturaleza de los servicios públicos, de las relaciones laborales, de nuestra propia importancia como ciudadanos de un país cada vez más imaginario. Y, como paisaje permanente, una lluvia gruesa de corrupciones nos mostraba, como imágenes proyectadas insistentemente en el escenario de nuestras vidas, el contraste entre los de arriba y los de abajo, así como el exacto tono moral de los poderosos.
Siete años después la sociedad de entonces ya no es la misma. Y no se trata de un simple cambio de estado de ánimo. Como en la novela Cambio de piel, el proceso es más complejo: la sociedad se ha mirado al espejo y no le gustó lo que vio. Ha empezado a balbucear un nuevo lenguaje, todavía incipiente, acaso infantil, pero que rechaza muchos de los viejos ritos y dependencias.
Para esta nueva mirada, que apenas empieza, la vieja política ha muerto. Es como la representación de una antigua obra teatral, escrita en el lenguaje de otros tiempos, anacrónica como un soldado romano en la guerra de las galaxias. Sin embargo los de arriba no se enteran. Creen que puede apasionarnos un debate de esgrima amañado, un duelo sin fin de agravios mutuos y un recuento de herencias recibidas. O consideran que es el acuerdo o el desacuerdo lo que nos interesa cuando estamos reclamando que el guión de la función cambie por completo.
La parte más institucional del periodismo le sigue la corriente. Componen espacios, titulares y páginas con temas rituales o completamente alejados de la vida de la sociedad a la que se dirigen. El foso entre la vida y las páginas de los periódicos se ahonda cuando, por ejemplo, la muerte de un banquero ocupa millares de páginas impresas, decenas de horas de emisión, centenares de artículos de opinión, en su inmensa mayoría laudatorios. ¿De verdad la sociedad tiene tan inusitado interés por estos acontecimientos y coincide su valoración con esa riada de alabanzas irreprimidas?
El abismo entre la sociedad y los que nos representan o informan parece agrandarse por momentos. Quienes no han vivido la crisis de forma vital o cercana, tienden a pensar que todo sigue igual, que la vida es una sucesión de días sin cambios pero los que han hecho el camino por las angostas carreteras; quienes han sufrido los sobresaltos del suelo que pisaban y el miedo al abismo que se abría a su lado; quienes han experimentado despedidas, ausencias, necesidades, no pueden ser ya los mismos. Se levantan y preparan el mismo café de todas las mañanas pero su rostro en el espejo ya no es el mismo y empiezan a acariciar con cierta esperanza un tiempo distinto.