Últimamente, se está poniendo de moda llamar “exilio” a la emigración y, que me perdone el ejército de neolingüistas que profetizan sobre una situación de la que hablan desde Madrid, lejos de sentirme interpelado, me siento insultado, expulsado nuevamente del mercado laboral. Insultado porque se niega que soy un joven español que, al no encontrar empleo en España, ha tenido que emigrar a buscar una ocupación laboral que garantice mis mínimos vitales.
Quienes usan “exiliados” para referirse a las personas que hemos emigrado, en realidad, nos están volviendo a expulsar del mercado laboral y obviando que somos los pobres los que emigramos. Sí, pobres, porque a diferencia del exilio, emigrar sólo emigramos los pobres (cuesta escribirlo en primera persona).
En Bruselas, ciudad en la que vivo, he conocido a muchos exiliados. Gracias a que Bélgica ha sido siempre un país muy hospitalario con los perseguidos de los diferentes regímenes autoritarios, conozco a todo tipo de exiliados: cristianos coptos, sirios, marroquíes opositores al régimen de su país, chilenos que llegaron a Centroeuropa en la época de Pinochet o republicanos españoles que llegaron huyendo de Franco.
El único aglutinante de las personas exiliadas es que han sido obligadas a huir de su país por defender sus ideas políticas, tener una orientación sexual o religión diferente a la tolerada por el régimen autoritario. En cambio, los jóvenes españoles emigrados no tenemos ideas políticas comunes, sino una situación social, económica y laboral idéntica: trabajadores emigrados por una crisis económica que nos impide acceder al mercado laboral. Exiliar se exilian hasta los ricos, gente de la burguesía nacionalista catalana también se exilió durante el Franquismo; sin embargo, emigrar sólo lo hacemos los pobres.
Cuando la derecha nos llama “aventureros”, en realidad, está queriendo ocultar que somos trabajadores en paro, jóvenes empobrecidos, para dibujarnos como superhéroes en busca del sueño americano; cuando desde círculos “ni de izquierdas ni de derechas” se nos dice “exiliados”, se está igualmente ocultando que somos trabajadores empobrecidos para dotarnos igualmente de un halo de heroísmo que oculta el origen social de los jóvenes emigrantes españoles: hijos de familias trabajadoras –antes conocidas como clase media- que nada tenemos que ver con, por ejemplo, aquellos militantes del PNV o del nacionalismo conservador catalán exiliados en Francia durante la dictadura franquista.
Además de ocultar nuestro origen social, llamarnos “exiliados”, en lugar de “emigrantes”, es también un ejercicio de cinismo e hipocresía europea. Ninguno de estos nuevos profetas que nos llaman “exiliados” se atreve a llamar exiliado a los inmigrantes que llegan en pateras a las costas andaluzas; porque, claro, los senegaleses son pobres, africanos; en cambio, nosotros no, nosotros somos “exiliados”, “aventureros” o “expatriados”, según convenga, porque somos europeos y occidentales.
La moda de diluir las categorías sociales, tan propio de este tiempo de locura que vivimos, es el arrinconamiento de las causas sociales, políticas y económicas que nos empobrecen y que nos obligan a irnos a trabajar de camareros o de ‘au-pair’, otro palabro que oculta que nuestras compatriotas jóvenes tituladas están trabajando de niñeras, internas, por 500 euros al mes. Ni aventurero ni exiliado, yo soy emigrante: porque emigrar es lo que hacen las personas empobrecidas cuando en su país se les expulsa del mercado laboral. Y emigro por las mismas causas que los senegaleses que llegan en patera a las costas españolas o italianas.