María Santana Fernández
Tras el proceso de estandarización, trabajo en cadena y automatización de las fábricas, el obrero ha sido progresivamente liberado de las tareas más pesadas que “mortifican su cuerpo y arruinan su espíritu”, tal y como describía Marx el trabajo en los Manuscritos de economía y filosofía[1]. La consecuencia inmediata ha sido la propia transformación de la función del trabajo, que ha acabado por centrarse en nuestras sociedades desarrolladas en los procesos menos productivos como son el sector terciario, dedicado a los servicios, la venta, el márketing, la burocracia o los cuidados. A excepción de algunos pensadores y sociólogos de tradición marxista, el trabajo ha acabado por considerarse un asunto secundario y, en todo caso, aparece unido a la cuestión del paro como factor de malestar y marginación actual. Sin embargo, podríamos decir que junto con la progresiva transformación del trabajo se ha producido la expropiación de una parte esencial del ser humano, de su capacidad transformadora y de la proyección de una libido a la que hacía referencia Herbert Marcuse de la siguiente forma:
La mecanización también ha “ahorrado” libido, la energía de los “instintos de vida” esto es, la ha sacado de sus formas anteriores de realización. (…) Es cierto que este romántico mundo anterior a la técnica estaba lleno de miseria, esfuerzo y suciedad y éstos, a su vez, eran el fondo de todo el placer y el gozo. Sin embargo, había un “paisaje”, un medio de experiencia libidinal que ya no existe[2].
De este modo, unido al aumento de la automatización se ha perdido de manera definitiva la pequeña autonomía que el trabajador atesoraba durante el proceso de producción y que le permitía controlar el funcionamiento de la fábrica y concebir su tarea como algo valioso, pues siempre requería un mínimo grado de especialización o conocimiento técnico. Por ello, la reflexión que realizo en las siguientes páginas parte de la noción del ser humano como animal transformador, productor, trabajador. Eso sí, tal y como se preguntaba Anselm Jappe en su obra sobre Guy Debord, incluso la idea clásica del trabajo es problemática, pues:
Si el concepto de trabajo se entiende como “intercambio orgánico con la naturaleza”, entonces es tan verdadero y tan inútil conceptualmente como la afirmación de que el hombre tiene que respirar. Si se entiende, en cambio, como una modalidad de organización de dicho intercambio, el trabajo se convierte en un dato histórico potencialmente superado por el propio desarrollo del capitalismo[3].
En cualquier caso, no considero que la cuestión del trabajo y su potencial productor se hayan convertido en un factor residual a la hora de entender el mundo en el que vivimos. Primero porque en nuestra sociedad aún se trabaja en las fábricas y en los talleres, por lo que no podemos decir que haya desaparecido completamente la producción industrial y manual. Además, el hecho de que esta producción se haya desplazado a otros países no quiere decir que no lo haga nadie, solo que lo hacen otras personas, con tan pocos derechos laborales que su situación nos recuerda a las peores descripciones de las primeras fábricas de la revolución industrial (trabajo infantil, ausencia de seguridad, jornadas interminables…). Por otro lado, el modo en el que se ha desarrollado ese sector terciario, al que se dedica la mayor parte de los trabajadores de los países desarrollados, también tiene interés para comprender cómo es nuestra vida cotidiana. A esto se añade que la dualidad trabajo-paro ha marcado la conciencia de todos los ciudadanos introduciendo un factor sumamente perturbador y de chantaje social que funciona como mecanismo de control de lo que se ha denominado “paz social”. Por último, en virtud a las crisis financieras que hemos sufrido en estos años, se ha asentado en nuestras mentes la idea de que el actual sistema económico se asienta sobre la pura especulación monetaria, sobre la fluctuación caótica del dinero que corre de unos lados a otros y, aunque estemos sufriendo las consecuencias de este juego financiero, la inmensa mayoría de la sociedad permanece ajeno a él. En definitiva, el ciudadano medio continúa viviendo bajo las reglas clásicas del capitalismo, es decir, más allá de los fraudes bancarios y brokers ambiciosos, pues el mantenimiento de nuestro sistema se sigue basando en la producción y el consumo de grandes cantidades de mercancías.
Por todo ello, debemos tener claro qué es el trabajo, y podemos decir que:
“Todo trabajo es expropiación del individuo, se le roba su actividad, su tiempo, su esfuerzo físico e intelectual a cambio de dinero. Si este no es el clima en el que se encuentra imbuido el trabajador, entonces no trabaja, sino que desarrolla una vocación, una dedicación o, posiblemente, una actividad productiva que considera satisfactoria (tareas de carácter doméstico o que repercuten en la manutención y el bienestar de la persona)”[4].
Evidentemente, todos los seres humanos aspiran a desarrollar su vocación y huyen del trabajo como de la peste[5], pues éste siempre genera alienación no sólo en la medida en que el ser humano es expropiado de aquello que produce (ya sabemos que hoy muchos trabajadores ni siquiera generan objetos que puedan ser entendidos como productos), sino en que está mal pagado, nos evita realizar otras actividades más placenteras, nos cansa, nos explota, nos usa.
El momento de inflexión, a partir del cual el sistema de producción capitalista va forjando una cotidianidad alienante, será la particular relación que se crea entre el valor de uso y el valor de cambio del producto del trabajo, a través de la introducción del dinero como mediador. Es en este momento cuando todo lo existente se va convirtiendo progresivamente en mercancía. Tal y como señala Jappe, recogiendo las bases de la crítica al valor realizada por el grupo alemán Krisis, “En una economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto, sino únicamente su capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra mercancía. Por consiguiente, sólo se accede a un valor de uso por medio de la transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero[6]”. La mercancía sigue manteniendo parte del valor de uso del producto (en unos casos más, en otros menos), sin embargo, conforme hemos avanzado en el desarrollo del capitalismo y la extensión del valor de cambio como valor absoluto, nos acercamos cada día más a una sociedad en la que rige lo inútil. Lo único importante es que se pueda vender. Las necesidades reales de las personas acaban yendo por otro lado y solo accidentalmente se satisfacen a través de la compra.
Se recupera aquí la noción de fetichismo de la mercancía, que acuñó Marx, con las consecuencias que dicha adoración ha obrado en la transformación del ser humano en un animal económico. El culto a la mercancía tiene sus propios templos, que son los supermercados por los que transita el trabajador extasiado en la contemplación de potenciales productos de compra. El lujo es hoy la pura acumulación de mercancías que se tiran y renuevan constantemente. En palabras de Jappe, el fetichismo podría resumirse de la siguiente forma: “en lugar de controlar su producción material, los hombres son controlados por ella; son gobernados por sus productos que se han hecho independientes, lo mismo que sucede en la religión[7]“. Este fetichismo de la mercancía ha llegado a un grado de sofisticación máxima con el desarrollo de las nuevas tecnologías. De este modo, hoy nos encontramos con la veneración a unos bienes muy particulares, como son los ordenadores y teléfonos móviles, así como a los mismos dispositivos de información y control, en el caso de internet. Todo ello dando lugar a una sumisión humana creciente y, aparentemente, ilimitada. Es decir, dentro de la autonomización del valor de cambio que se ha realizado, el mejor ejemplo que tenemos es el de las nuevas tecnologías, cuyo valor de uso es en muchas ocasiones dudoso y que permiten la pura especulación económica. El resultado es que aquellos objetos que hoy son más codiciados están dedicados al ocio e intercambio de información.
Al fin y al cabo, la tecnología no es una mercancía consumible en sí misma, pues debe ser entendida más como un instrumento para facilitar nuestras tareas en la era de las comunicaciones. Estas herramientas tienen como fin el crear y transmitir información y, como subproducto, entretener durante el proceso. La tecnología se convierte en el medio de acceso a lo real, mediatización de nuestro conocimiento y máquina trituradora de nuestras existencias, las cuales acaban reducidas a datos que transmitir a través de la red, para ser compartidos por un potencial infinito de consumidores. Este proceso vertiginoso, perfectamente integrado en la lógica del capitalismo, tiene su base en la creación de un inconsciente social, un Ello espectacular, que estructura las relaciones sociales y de producción. Guy Debord anunció esta idea cuando comentaba que: “El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social. La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible: el mundo que se ve es su mundo[8]”. Cuando las personas traducen sus vidas cotidianas a imágenes, sus estados de ánimo a emoticonos, sus vínculos personales a estados de Facebook, etc., lo que hacen es insertarse a sí mismos en la lógica del mercado, convertirse, pues, en mercancías que se miran, se comparten y se tiran a la papelera.
Es decir, si somos capaces de ir más allá del impulso irracional que nos empuja, como simples voyeurs, a espiar la vida de los demás en esta sociedad de la transparencia, lo que seguimos teniendo es una inmensa lógica de consumo, un mercado creciente de deseos, sueños y vivencias. Dejando al margen el debate sobre lo real y lo virtual, internet se descubre como la sofisticación de un sistema que se centra en el valor de cambio para consumir las vidas de las propias personas, en una especulación constante de pseudo-acontecimientos. Y sin olvidar que este abandono de lo real no es más que una vuelta de tuerca del sistema capitalista. Jappe lo indica con las siguientes palabras: “Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder librarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio[9]”. Pensar que todo este nuevo intercambio es gratuito no es más que otra de las trampas para incautos de la ideología del sistema.
Se realiza, de este modo, un reduccionismo sobre cualquier actividad humana que deberá tener un correlato económico para ser considerada como valiosa. En definitiva, todo se consume y para referirnos al consumo hoy usamos muchos términos que acaban siendo sinónimos, pues establecen una misma forma de relación breve y utilitaria: comprar, piratear, pagar, mirar, espiar… En cualquier caso, parece que ya no queda espacio para otro tipo de trato basado en el don o la gratuidad, pues todo se rige por el cálculo.
NOTAS
[1] MARX, Karl (2001), Manuscritos de economía y filosofía. Madrid: Alianza Editorial p. 109. [2] MARCUSE, Herbert (2010), El hombre unidimensional. Barcelona: Ariel p. 103. [3] JAPPE, Anselm (1999), Guy Debord. Barcelona: Anagrama, p. 171. [4] SANTANA, María (2003), La abolición del trabajo en la revista Laberinto Minos. Situaciones. Sevilla, p. 19. [5] MARX, Karl (2001), Ibid. [6] JAPPE, Anselm (2010), El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Logroño: Pepitas de Calabaza, p. 67. [7] JAPPE, Anselm (2010), El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Op. Cit., p. 69. [8] DEBORD, Guy (1967), La sociedad del espectáculo. Archivo situacionista hispano. [9] JAPPE, Anselm (2010), El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Op. Cit., p. 79.