En este 81 aniversario del asesinato de Blas Infante, Andalucía, la tierra por la que dedicó su vida y por cuya defensa fue asesinado, se encuentra ante dos cuestiones vitales para nuestro presente y nuestro futuro.
Por un lado necesitamos hacer frente a la desigualdad estructural que padecemos porque nuestra estructura económica está cada vez más desarticulada y dependiente. Recordemos los datos que ni el gobierno de España ni el de Andalucía quieren que sean noticia: tenemos la mayor tasa de paro de Europa (28,25%). La brecha industrial ha aumentado hasta el punto que, sobre una media de 100% de ocupados en la Unión Europea, España tiene un 74% y Andalucía un 42,7%. La aportación de la actividad industrial al total español equivalente tiene porcentajes similares a los de hace 50 años. La renta per cápita en Andalucía es 25 puntos porcentuales inferior a la renta media en España. La tasa de riesgo de pobreza en Andalucía es del 35,7% habiendo descendido, entre las CC.AA. del puesto 14 al 17 después de la crisis (la media en España es del 15,5%). Andalucía está incrementando su especialización en actividades extractivas con graves daños ecológicos y sociales frente a las actividades industriales, financieras y tecnológicas, con el consiguiente efecto fuga de los multiplicadores de empleo y renta hacia las áreas centrales.
Por otro, asistimos como convidados de piedra al grave conflicto entre la Generalitat (y la sociedad civil catalana) con el Gobierno Central del PP, grave hasta el punto que la Generalitat ha anunciado unilateralmente la convocatoria de un referéndum para la independencia de Cataluña el próximo 1 de octubre. En cualquier caso, este conflicto va a generar una nueva distribución territorial del poder en la que, si Andalucía no participa de forma activa, vamos a perder todo lo conseguido en el cuatrienio andalucista (del 4D de 1977 al 28F de 1980) en donde afirmamos nuestra inequívoca voluntad de ser una nacionalidad histórica y una nación solidaria. Es más, corremos el riesgo de que se manipule nuestro profundo sentimiento andalucista para defender de tapadillo posiciones centralistas que en el fondo expresan un rancio españolismo excluyente.
Ambos objetivos, necesitan que Andalucía ponga en la agenda un proyecto político que conjugue la propuesta para un nuevo modelo productivo y para una nueva estructura del poder territorial en España.
Los dos están interrelacionados porque la transformación del Estado de las Autonomías hacia una estructura más sólida y homologada con los Estados federales europeos no puede construirse con los actuales niveles de desigualdad económica y social. Por eso defendemos un proyecto que modifique las bases constitutivas del modelo económico dependiente, desigual y extractivo y que haga uso de nuestro patrimonio constitucional para impulsar una evolución hacia un Estado federal plurinacional.
Si esto hubiese sucedido, ni estaríamos sufriendo la actual situación de paro, precariedad y pobreza ni se hubiese provocado el actual conflicto territorial. Si el bipartidismo hubiese aceptado en su momento una redefinición propiamente federal, es decir, un sistema que institucionaliza la capacidad de los territorios para influir la legislación y las políticas del gobierno central, y un reparto más justo de los recursos en la organización fiscal del Estado, la situación sería bastante diferente. En lugar de esta vía, su opción preferida siempre ha sido la de proteger el statu quo.
Sin embargo, Andalucía puede. Somos la Comunidad más poblada de España y la tercera de la Unión Europea, con una cultura diferenciada de las demás del Estados. Nuestra cultura tiene una potente singularidad porque es una cultura popular producto de un proceso de sincretismo, con una evolución muy dinámica, lo que ha proporcionado un contenido universalista y heterodoxo. Nos falta el impulso político pero Andalucía, como demuestra nuestra historia, cuando Andalucía decide tomarlo puede con todo.
Andalucía necesita liderar, al mismo tiempo, el cambio de modelo productivo y el cambio de modelo territorial y ambos precisan de la hegemonía de las clases populares en torno a un nacionalismo andaluz solidario y no excluyente que impulse el reconocimiento de la diversidad y de la singularidad de cada región o nación y los gobiernos compartidos en España y en la Unión Europea.
Es importante resaltar que el federalismo es la mejor defensa de los derechos de todas las personas. En una federación, todos los ciudadanos tienen derecho a los mismos servicios básicos, al igual que tienen derecho a gastar de diferentes maneras una cantidad similar de ingresos fiscales. Federalismo es derecho a la diferencia sin diferencia de derechos. Una federación con una política fiscal común permite evitar la competencia fiscal a la baja y hacer frente a shocks diferenciados de renta mediante transferencias solidarias, explícitas y transparentes de unos territorios a otros. Presenta además otras ventajas: la descentralización no sólo del gasto sino del poder permite innovar y poner en valor el aporte de capital social, cultural y político para un nuevo modelo productivo.
En la crisis de la globalización, para defenderla democracia y el Estado del Bienestar requiere no confundir el concepto estado y de nación para evolucionar hacia estructuras políticas que se adapten a los distintas escalas de las necesidades públicas: nueva institucionalidad global relacional con reconocimiento de la ciudadanía universal; institucionalización de nuestra pertenencia a la Unión Europea y al Euro; nueva funcionalidad del Estado central y reconocimiento de la naturaleza constitucional de las normas estatutarias de las CC.AA, a través de los principios del federalismo cooperativo y de la soberanía compartida.
Pero el federalismo que defendemos no puede reducirse a una organización institucional de autogobierno y cooperación en las decisiones de ámbito estatal o supraestatal. El federalismo implica unidad en la diversidad cultural y nacional, un concepto pluralista y no exclusivista de nación.
El federalismo plurinacional necesita en primer lugar, al abandono del concepto y vocabulario de la unisoberanía, que implica la exorbitante exigencia de un centro monopolizador del poder político, indelegable e indivisible. La visión federal de la democracia reemplaza la concepción jerárquica y piramidal del poder político —“mando y control”— por otra bien diferente: horizontal, de competencias repartidas, en red, pero coordinadas (federadas).
Como afirma Ramón Máiz, el federalismo, en contra de lo que se suele creerse, no concierne solo al “Estado”. Especialmente cuestiona la vieja ecuación: “Un Estado, una nación” (Estado nacional), o su mímesis: “Una nación, un Estado” (Principio de las nacionalidades). El federalismo defiende abiertamente la neta superioridad ético-política de la convivencia de varias naciones en el seno del mismo sistema en un proyecto de tolerancia, lealtad, confianza y respeto mutuo. Supera el vocabulario de las esencias nacionales, de la cosificación defensiva de las identidades, no las blinda ni las aísla volviéndolas excluyentes. Atendiendo el (muy desigual y plural) valor político y cultural de la nación para los ciudadanos, propone una perspectiva de identidades superpuestas, una federación plurinacional, una nación de naciones.
Cierto, que de la mano de un concepto excluyente de nación esto resulta impensable. Pues el nacionalismo de Estado o contra el Estado, reclama el aclarado de un espacio homogéneo y en propiedad, en pro de una quimérica correspondencia entre fronteras culturales y políticas. Y así, al formularse la idea de nación en clave organicista o culturalista, se desatiende por definición la realidad plural económica, cultural, lingüística, etc., la heterogeneidad insoslayable de toda comunidad nacional de nuestros días. Pero esto no tiene por qué ser así, si acudimos a un concepto pluralista y político-democrático de nación.
Esta orientación mantiene vivo el legado de Blas Infante, porque como escribía nuestro añorado José Luis Serrano, “el último y más auténtico Blas Infante negaba el concepto mismo de Nación. Por supuesto, se refería al concepto territorialista, etnicista y de aspiración estatalista-excluyente. El concepto estereotipado. Y lo hizo en estos términos que no dejan lugar a la duda: “Estaría bueno que, con relación a un fantasma, se hubiera llegado a afirmar un principio organizante de la Humanidad entera. Y, sin embargo, yo creo que ha sido así. La nación como objetividad real, no puede llegar a ser comprobada porque no existe realmente. Pero de esta tesis, que sería sensacional, si su proposición hubiese logrado el ser formulada por una pluma menos humilde que la mía, nos ocuparemos después.”
En esta coyuntura de choque entre nacionalismos exclusivistas en Cataluña o en España resalta aún más el pensamiento innovador de Blas Infante. En efecto, las naciones no son realidades objetivas, no son datos cristalizados en la historia, sino procesos políticos que dependen de variables culturales, institucionales, discursivas, estratégicas. Las naciones son procesos complejos que alumbran espacios políticos de convivencia y/o conflicto que se construyen por parte de todos, todos los días.
No se trata tampoco de afirmar aquí que el federalismo plurinacional es una panacea. Los conflictos no desaparecen mágicamente en una democracia, sea federal o no lo sea, sino que surgen y evolucionan constantemente. Se trata más bien de gestionar nuestras discrepancias en una sociedad integrada y buscar el camino que más se adecue a nuestras necesidades.
La Mesa de Coordinación de Iniciativa Andalucista
Sevilla 11 de agosto de 2017
Se publicó de manera original en eldiario.es Andalucía el día 11 de agosto de 2017