Pilar González. Cuentan que fue en 1814, en Valencia, a la sazón Desembarco del Rey (aunque éste vino por tierra desde Figueras pasando por Zaragoza), donde se oyó por primera vez el grito de Vivan las cadenas para celebrar la vuelta al trono del rey Fernando, el Séptimo de su nombre, de la casa Borbón, el Deseado, el Rey Felón.
Los gritos del pueblo expresan el ánimo colectivo de su autoría. Y de su agonía. Son inexorables y acaban siendo la mejor definición del momento en el que se producen. Luego, cuando ya han corrido por las esquinas y los caminos, reales o virtuales, por las tabernas y los palacios, llegan los intelectuales y los interpretan. Pero antes ya son, ya definen, ya anuncian lo que viene. En París en 1789 el pueblo gritó Libertad, Igualdad y Fraternidad.
En Valencia, en 1814, el pueblo gritó Vivan las cadenas. Y ese grito anunció el inicio del reinado de Fernando, el Séptimo de su nombre, de la casa Borbón. Aciago inicio que los historiadores llamaron Sexenio Absolutista. Apenas transcurridos dos años del trabajo de luz de las Cortes de Cádiz, se restauraban las sombras de la monarquía absoluta. Esas eran las cadenas: los derechos de la monarquía tradicional, los fueros viejos de la nobleza de todo rango y los derechos de la iglesia. Los patriotas celebraban con alborozo las cadenas que les aprisionaban y a las que estaban acostumbrados. La libertad les había sido ajena durante demasiado tiempo. Y entre el pasado y el futuro eligieron el pasado.
Así transcurrieron 6 años de sombras y miedo en un país devastado por la guerra contra el francés. Desapareció la prensa libre, se cerraron Universidades y Ayuntamientos, se devolvieron propiedades a la iglesia y se restauraron los gremios medievales. Era el orden. Era el miedo. Vivan las cadenas.
Durante ese tiempo hubo algunos intentos de recuperar la legalidad constitucional. Los ilustrados herederos de las Cortes de Cádiz, quienes se reconocían a sí mismos como la Nación, fracasaron varias veces antes de triunfar en 1820. Fue en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) donde Rafael de Riego alzó la bandera de la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna. Y el pueblo gritó de nuevo Viva la Pepa.
Cuando el pronunciamiento desfallecía en Andalucía adquirió fuerza en Galicia. Y la Constitución de Cádiz se proclamó en La Coruña. Y los vientos del Atlántico llegaron hasta Madrid donde el rey se vió forzado a jurar la Constitución. Se suprimió la Inquisición y los privilegios feudales todavía en vigor. Se restauró la libertad de prensa. Viva la Pepa.
Eran tiempos inestables y la algarabía constitucional duró poco, sólo tres años. En 1823 los Cien Mil Hijos de San Luis, acudieron a la solicitud del rey Fernando Séptimo de su nombre, para acabar con los liberales (divididos a su vez en doceañistas y veinteañistas) y reponer los poderes absolutos de la monarquía. Apenas encontraron resistencia en su avance por el territorio y llegaron hasta Andalucía donde se había refugiado el gobierno liberal llevando consigo, a regañadientes, al rey y a su familia. Durante pocos meses, de nuevo la España libre de las tropas francesas fue Andalucía. Sevilla fue refugio de la Comisión Permanente de las Cortes y, por tanto, de la legalidad vigente. Y Cádiz fue, como siempre, la última frontera de la libertad. Tampoco en esta ocasión pudieron derribarla, pero el castigo y la destrucción fueron intensos. La ciudad se rindió para seguir viviendo.
Y la mayor devastación la sufrieron quienes son víctimas en todas las guerras: el pueblo llano que había elegido las cadenas y el miedo. Ya fueran realistas, liberales, absolutistas, todo a la vez o nada de nada. Hambre, miseria, dolor, analfabetismo…….., las derrotas, todas las derrotas.
En ese escenario surgió la versión andaluza del viejo grito: Vivan las caenas y muera la nación. Era la agonía de la derrota.
Y las caenas volvieron durante el resto del reinado (la Década Ominosa) de Fernando el Séptimo de su nombre, de la Casa Borbón, el Deseado, el Rey Felón.
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La pugna entre el pasado y el futuro está siempre presente en la historia. Es la dialéctica entre la nostalgia y la esperanza. Es comprensible porque el pasado está hecho de certezas que no se pueden cambiar y el futuro está tejido de incertidumbres y riesgos. Es el vértigo del futuro el que explica la reacción. Es miedo, sólo miedo. El miedo estéril, el miedo hondo que lastra a lo malo conocido. Pero igual que la vida, la historia es fundamentalmente dinámica, lenta muchas veces, y se dirige siempre hacia el futuro aunque puedan haber retrocesos o meandros en el tiempo que retarden los cambios.
Llevo pensando en ello desde que he visto las imágenes de estos días en las que en diferentes lugares de Andalucía, la población despide a la Guardia Civil que marcha a Cataluña como acostumbra a celebrar los éxitos del fútbol: con banderas rojigualdas y al grito de A por ellos. Me produce una enorme tristeza y un profundo extrañamiento. Ese «a por ellos» resuena como aquel «vivan las caenas».
Es el mismo grito sombrío, el grito de las tempestades que han sembrado los vientos de la reacción. El grito de quienes temen al futuro y se acomodan al pasado. El grito ancestral de la caverna y el miedo al otro. El grito que refleja lo peor que podemos ser como sociedad, un pueblo sin esperanza.
En Latinoamérica hay un uso del verbo extrañar especialmente hermoso, es el de echar de menos, sentir la falta de alguien o de algo. Esa es la palabra que mejor define lo que siento: extraño esa otra Andalucía de mujeres y hombres libres, que no se resignan, que son capaces de vencer al miedo y que cuando se suman y se reconocen empujan la historia hacia adelante y avanzan siglos en un día. Extraño a la Andalucía que rompió las caenas, la del Viva la Pepa, la de la gente que luchó junto a Riego, la que protegió la libertad y la hizo ley, la que se enfrentó en Cádiz al ejército más poderoso del mundo, la que, en tiempos recientes, fue capaz de modificar democrática y pacíficamente toda una Constitución para defender sus derechos. La Andalucía de vanguardia, valiente, generosa y solidaria donde nadie es extranjero. La que lleva la Humanidad en el escudo y afirma su dignidad cuidando de las y los vulnerables. La que cuando sale a la calle en defensa propia lleva una bandera verde blanca y verde que significa cobijo y que representa dignidad, derechos y esperanza. Puedo prescindir de la bandera, sólo es un símbolo, ni más ni menos importante que otros. Pero no quiero prescindir del lugar donde ser y estar en el mundo. No quiero prescindir de la cultura que nos nutre y de la memoria de las y los andaluces que han sido antes. No quiero que en la matria del Nosotros, de la igualdad y de la fraternidad el miedo nos traiga otra vez las caenas.
No reconozco la Andalucía de esas imágenes. Esa Andalucía, retardataria del futuro que viene, nos es ajena a muchas personas. Esa Andalucía que ignora que la mejor garantía de sus derechos es la defensa de los derechos de los demás. Esa Andalucía que puede discrepar, pero no dejar de respetar a los demás. Esa es una Andalucía extraña, sin memoria, ajena a sí misma. Y lo peor: es una Andalucía sin futuro.
Pensemos cómo hemos llegado a esto, cómo hemos retrocedido tanto, cómo podemos convertirnos en la peor parodia de nosotros mismos, «pobrecitos y vasallos», defendiendo las caenas.
Y pongámosle remedio, por favor. Pongámosle remedio antes de que sea demasiado tarde.