Miguel Hernández murió como vivió: con los ojos abiertos. Sin hacer daño a nadie. Yo lo admiro. Quizá sea una de las personas que más me hayan herido en vida. Y por ambas virtudes: por su incapacidad natural para dañar al prójimo (aunque el prójimo se sienta dañado); y por su extraordinaria lucidez para ver más allá de lo visible. El poeta miliciano se definió a sí mismo como mecanógrafo en su cédula personal. Y no lo hizo, a diferencia de muchos otros, parapetándose tras una identidad falsa por instinto de supervivencia. No. Sencillamente, Miguel Hernández era así. Sencillo. Ingenuo. Humilde. Miguel se sabía poeta y miliciano de pellejo adentro. Pero se moría de pudor sólo de pensar que otros llamaban profesiones a su pasión literaria y a su responsabilidad política. Yo antes era cabrero y ahora soy mecanógrafo. Lo que me da de comer. Eso decía.
Miguel Hernández se encontró con Franco, cara a cara, en los Reales Alcázares de Sevilla. Su trabajo como mecanógrafo en la enciclopedia taurina de Cossío le brindó la amistad de Romero Murube, por entonces alcaide de la fortaleza palacio. El poeta se hospedó en los salones de Motamid durante la primavera de 1939. La estancia fue más corta de lo previsto. La mañana del 24 de abril apareció el generalísimo por los jardines. Súbitamente. Romero Murube y Miguel Hernández se toparon con él y su séquito a escasos metros de distancia. El alcaide se separó del poeta para acercarse al caudillo y guardar el protocolo. Y salvarle la vida. Franco examinó al poeta con su mirada. Sus pómulos afilados por el hambre. Su tez negra y curtida por el sol. Sus manos encalladas. Su complexión enjuta pero varonil, embutida en la chaqueta que le regaló Vicente Aleixandre. Franco no preguntó quién era. Tampoco lo reconoció. Ni se extrañó que aquel disfraz de ser humano no se dignara a saludarle. Lo hizo él. Quién es usted, preguntó. Soy Miguel Hernández. Mecanógrafo. Y no mintió.
La vida es eterna en cinco minutos. En aquellos eternos cinco minutos, Franco demostró conocer o importarle la intelectualidad antifascista tanto como una espinilla en el culo. Si no es quien decía ser, otros lo matarían en su nombre. Y si lo era, otros lo matarían en su nombre. En aquellos eternos cinco minutos, Miguel Hernández pudo haberlo matado y cambiar el curso de la historia. Y no habría dejado de ser el poeta mártir que fue. Pero seguro que habría sido infiel a quien verdaderamente era. Pasados aquellos eternos cincos minutos, Franco ganó la guerra pero perdió la historia. Y Miguel, ganó la historia pero perdió la guerra.
Cien años después del nacimiento del poeta, ya no quedan estatuas del dictador ni calles que lleven su nombre. Por el contrario, a pesar de su muerte temprana, Córdoba celebra el domingo de resurrección con sus calles plagadas de rayos que no cesan. Y no hay pueblo de España que no lleve una calle con su nombre de poeta, miliciano y mecanógrafo. Ni niños a los que no les huela los sueños a cebolla.
Miguel Hernández murió como vivió: con los ojos abiertos. No pudieron cerrárselos al enterrarlo. Ni antes. Ni ahora.
Artículo publicado en El Día de Córdoba