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El valor de la autonomía

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Concha Caballero.

El Estado de las autonomías y el crecimiento económico han llevado en nuestro país una vida paralela, hasta el punto de confundir ambos. Tras los primeros años en los que la autonomía se contemplaba como un factor de cambio, de reforma e incluso de rebelión contra el papel tradicional de Andalucía, la mayor parte de nuestra historia autonómica ha consistido en tener más, administrar más, crecer más. En general, la política ha abandonado el terreno de los ideales y de los proyectos para situarse en ese avariento «quiero más» del poder desnudo de contenidos.

Precisamente por ello, cuando se ha desatado esta maldita crisis económica lo primero que ha saltado en pedazos ha sido el valor de la política y, especialmente, de las autonomías. Desde que comenzó este tsunami económico, estas habían desaparecido del debate social sino era para señalar su desconcierto, su papel de recién llegadas a un mundo en el que las decisiones económicas se han tornado tan lejanas e inaccesibles.

Cuando nadie daba un euro por el debate político en Andalucía, ni por el valor de su autonomía, en el debate de la comunidad se ha encendido la luz de la capacidad política de nuestra tierra. Las medidas y propuestas aprobadas pueden ser discutibles, mejorables o ampliables, pero han puesto sobre la mesa de forma modesta -con el paisaje terrible de un desempleo feroz- las posibilidades de intervención política desde la autonomía, o si quieren, los márgenes de actuación que existen, sin que esto suponga conformarnos con el rumbo de las políticas económicas o laborales.

En primer lugar, Andalucía puede jugar un papel de clarificación y de valores. No es lo mismo austeridad que recorte social, ni tiene por qué ser equivalente. La austeridad es -y debería haber sido siempre- un valor de la izquierda y del ecologismo político que consiste en el consumo mínimo de recursos, el control del gasto y la ética del cuidado de los bienes públicos. Muchas empresas públicas -es verdad que no todas- se crearon para saltarse los controles de contratación tanto de personal como de servicios y le han hecho un mal servicio a la autonomía. Es preciso reducirlas y ordenarlas, pero también asumir la crítica y la responsabilidad de esta situación, aunque se rebelen dos centenares de directivos acomodados.

En segundo lugar, ha sido refrescante que el Gobierno andaluz decida aumentar los impuestos a las rentas más altas. Que paguen más los que más tienen no es siquiera un ideario socialista sino un mandato constitucional que se está saltando a la torera el Estado actual. Evidentemente, se puede hacer mucho más para intentar acabar con el paraíso fiscal patrio del que gozan empresas o sociedades, comenzando por rectificar el error garrafal de acabar con el impuesto del patrimonio, pero es bueno recordar el carácter progresivo que debe tener nuestro modelo fiscal. Finalmente, es muy positivo que se recupere el valor de las tasas ecológicas, que no tienen una finalidad puramente recaudatoria sino, fundamentalmente, de modificación de los hábitos de consumo. Una iniciativa al lado de la cual chirrían algunas recientes resoluciones sobre facilitar la edificabilidad en los campos de golf o acelerar actuaciones urbanísticas en zonas protegidas.

El presidente de la Junta se desmarcó de Zapatero en la forma y el fondo. Explicó su proyecto, señaló los valores que lo orientan, presentó un conjunto de medidas de carácter progresista y se atrevió a anunciar incluso un tímido impuesto bancario. Y es que la economía, lejos de ser una ciencia neutra, es ahora el caballo de batalla de la disputa ideológica y de los valores sociales. El desconcierto del PP andaluz y la propuesta estrafalaria de que se repita (como lo oyen) el debate de la comunidad es sumamente revelador de cómo cuando se enuncian proyectos y valores, la derecha carece de alternativa, algo de lo que debería tomar nota el Gobierno central tan temeroso de salirse del guión de los mercados despiadados. Pero, ante todo, este debate muestra la utilidad y el potencial de la autonomía. La duda, ahora, es si se actuará con coherencia o si los viejos vicios, unidos a las presiones de los poderosos, arruinarán este cambio de rumbo.

Publicado en ElPaís.12/06/2010.

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