A escasos metros de mi casa hay un muro que la gente utiliza para aliviarse los adentros mientras ensucia las afueras. El ser humano con cierto sentido cívico evita por pudor manchar el primero. Pero una vez sucia la conciencia, ya no le cuesta ensuciar todo su alrededor sin detenerse a pensar en las consecuencias de sus actos. Hace unos meses, alguien empleó el muro para insultar con crudeza a la alcaldesa de mi pueblo. Se equivocó en el fondo y en la forma. Primero, porque la revolución que la humanidad necesita con urgencia consiste en no hablar mal de los demás. Y segundo, porque lo hizo desde la cobardía del anonimato. Como los que se parapetan tras máscaras virtuales para decir burdamente en público lo que serían incapaces de mantener educadamente en privado. Algún día aprenderemos que la mejor estrategia para la resolución de los conflictos no pasa por la ley del talión sino por devolver el mal con un bien. Sencillas matemáticas emocionales: si a un mal se responde con otro, suman dos males.
Blanquearon el muro y mis ojos de insultos. Y a los pocos días, alguien pintó una bandera roja y amarilla con la leyenda “Arriba España”. Sólo faltaban el águila, el yugo y las flechas, para sentirme teletransportado a los tiempos del franquismo. A medida que subía la calle, me sorprendieron los balcones atestados de banderas españolas de España (porque también hay banderas españolas que no simbolizan el Estado). Infinitamente más que en el Corpus. Lo que une la selección que no lo separe el hombre. Ni la mujer. Pero no es verdad. El lema de esa bandera excluye y divide como una guadaña. “Arriba España” describe una memoria colectiva amputada que niega la condición hispana a quien no habla castellano o no bautiza a sus criaturas. Una declaración de principios cargada de finales trágicos con la que no comulgo ni respeto. Yo creo en la hispanidad diversa que reivindicaron en catalán Lluis Llac o Raimon durante la transición democrática. La que cantaron Jarcha en andaluz. La España incluyente que ama a sus huéspedes porque conservan la casa cuidando cada habitación a su manera.
Una semana después, alguien pintó de morado la última franja de la bandera, tachó “Arriba” y escribió en su lugar con el mismo color de tinta: “Viva España Republicana de los Obreros”. Yo soy republicano. Sin reservas. Y por eso afirmo que la mejor manera de practicar el republicanismo cívico hubiera sido pintando la pared de blanco. Sin rendir cuentas a la administración. Asumiendo nuestro compromiso como ciudadanos libres y conscientes con la cosa pública. Apenas duró una noche la protesta. A la mañana siguiente, la bandera recuperó el rojo subrayado con un nuevo lema: “Viva España de todos. Unidad Nacional”. Estoy convencido que al grafitero patriota no se le pasó un instante por la cabeza añadir “y todas”. Tampoco al republicano sumar las “obreras” a su modelo de Estado con forma de embudo. Ambos confirman que España es un muro donde unos pintan encima de los otros pero nunca con los otros. Un trozo de planeta por donde corre errante la sombra de Caín.
España surgió de la imposición, de la intransigencia, del terror, del fanatismo imperialista católico. Nada bueno puede surgir de ninguna ideología política que tenga esa base territorial: sean nacionalistas españoles de derechas o de una supuesta izquierda. España es un concepto identitario que negó en su momento a andalusíes, amerindios, guanches, erasmistas, luteranos, librepensadores, ilustrados… Frente a ellos estamos los que defendemos que las divisiones administrativo-territoriales tienen que tener una base más «natural», más basada en identidades culturales que en guerras de conquista. Igual que no entendemos las fronteras realizadas a tiralíneas por las potencias coloniales en África tampoco entendemos que haya que mantener una frontera ficticia, la de «España», creada a través de guerras de conquista. Y que separa auténticas naciones culturales: mantiene dividido Euskal Herria en tres partes, els Països Catalans en dos, Galiza y Portugal…