Juan José Gómez: La cultura está asumiendo un papel cada vez más importante en los procesos de creación de valor, ante los cambios en las características de la demanda del consumidor, y de la relación entre consumo y bienestar individual. En las sociedades industriales, la relación entre identidad individual y social era estática y acrítica respecto a los modelos culturales de referencia. Pero, en las sociedades postindustriales, la mayor elasticidad de la estructura social da lugar a modos de vida, preferencias, necesidades y dinámicas de interacción social cada vez más autónomos y cambiantes; mientras que, en el ámbito del consumo, aumenta la demanda de bienes de naturaleza cultural, es decir, que contribuyan a fortalecer la estructura mental, la posición y el papel del individuo en el mundo.
Se trata de un proceso que tiene lugar a niveles más profundos que los ciclos económicos y afecta al concepto de valor mismo. Cuando se alcanza cierto nivel de bienestar, la propia noción de “crecimiento” también se entiende de manera diversa, concediendo cada vez más importancia a los indicadores menos materiales. Y una vez se ha adquirido una cierta dotación de capital cultural, identitario y simbólico, las experiencias culturales individuales y sociales activan mecanismos de sostenibilidad de nuevas dimensiones de consumo y producción porque implican un proceso indefinido de adquisición de capacidades y conocimientos: estimulan el desarrollo de nuevas habilidades que implican la necesidad de ampliar la gama de bienes de consumo, en un círculo virtuoso de renovación continua de la oferta y la demanda. El consumidor requiere cada vez más productos y servicios nuevos, en los cuales es fundamental el componente creativo e innovador.
Por otra parte, la capacidad de desarrollar modelos identitarios y culturales autónomos también repercute decisivamente en la capacidad productiva de un territorio, que evoluciona de productor de bienes y servicios a productor de modelos identitarios, hasta que su atractivo acaba dependiendo de la capacidad de ofrecer un componente inmaterial más bien que material. Este nuevo modelo de desarrollo territorial, espontáneo o inducido, está proporcionando ahora un fértil espacio de investigación a urbanistas, arquitectos, economistas, antropólogos, geógrafos, etc. Y todos suelen coincidir en que las claves del éxito de los sistemas productivos locales provienen de la correlación entre producción y entorno social. La competitividad de la oferta siempre depende del contexto en el que tiene lugar, y sobre el que puede influir, debido al crecimiento del sistema social en el que interviene. En otras palabras, el crecimiento de un territorio depende de un proceso de “distrificación”, de concentración geográfica de varios elementos endógenos y exógenos del entorno material y social que colaboran entre sí para situarlo en posición competitiva.[1]
Es evidente que la competencia económica ya no tiene lugar entre agentes individuales, sino entre sistemas territoriales en los cuales el desarrollo orgánico de los elementos materiales e inmateriales es una condición necesaria del crecimiento competitivo del sistema, de su capacidad de atraer recursos del exterior, y del modo en que el concepto de valor mismo asume nuevas connotaciones, como clave estratégica del desarrollo territorial. En Andalucía son evidentes los problemas a los que se enfrenta la producción de cualquier tipo que basa su competitividad en el precio (sobre todo en los menores costes laborales en comparación con otros países europeos) ante la competencia exterior. Pero, por otra parte, la evolución de la industria alimentaria de calidad es un claro ejemplo de cómo la cultura puede incentivar modelos innovadores de desarrollo local. Aunque no se trate de un ejemplo tomado de los sectores creativos y culturales en sentido estricto, sí constituye un caso paradigmático de un sector donde el valor añadido intangible tiene un papel fundamental: es un sector en proceso de “culturización” en el que se ha manifestado un modelo de crecimiento endógeno que ejemplifica lo que los teóricos de sistemas complejos llaman “proceso sinérgico o autocatalizador”: una dinámica que se autoalimenta y conduce a nuevas dinámicas inalcanzables de otro modo.
La variable crítica competitiva de la industria agroalimentaria de calidad viene determinada por el nivel de competencia de la demanda: por la capacidad de los consumidores de discernir la calidad de ciertos alimentos y su disposición a pagar por ella. No se trata de un proceso lineal, sino que resulta de una interrelación compleja de reacciones positivas: que los consumidores sean más sofisticados incita a los productores a incrementar la calidad y la variedad, brindando mayores posibilidades de elección, descubrimiento y emoción, aumentando la visibilidad social y la relevancia de nuevos y refinados patrones de consumo, generando mecanismos de influencia social que asocian nuevas formas de estatus y distinción social a estos patrones (de modo no necesariamente elitista) y ofreciendo así mayores incentivos para la adquisición de competencias por parte de la demanda.
Pero ¿en qué sentido puede hablarse de la industria alimentaria como creadora de valor añadido intangible? Hay pocos productos más tangibles que la comida, que además ha sido pilar de casi todas las economías desde mucho antes del inicio de la Revolución Industrial. Pero hay una diferencia cada vez mayor entre el mercado actual de productos alimenticios y el de hace sólo veinte años, que tiene que ver con el papel de la calidad. El jamón bueno y el malo vienen los dos del cerdo y la cura tiene su origen en la necesidad de conservar la carne por más tiempo; pero la excelencia del jamón de la Sierra de Huelva, por ejemplo, proviene de la cantidad de conocimiento, destreza y experiencia empleadas en la selección de las razas, la cría, el secado, el corte y la presentación, combinados con un ecosistema específico, lo cual implica procesos y prácticas de producción sutilmente diferentes al del jamón blanco, desde la elección de los insumos y los equipos a la búsqueda de mejores entornos productivos y microclimas, etc. Lo que marca la diferencia es el know how, el componente de conocimiento y un entorno natural muy concreto.
Además el componente de conocimiento ha evolucionado sustancialmente a medida que se consolidaba la dinámica social orientada a la calidad, empujando a los sistemas productivos a la creación de una cadena de valor completamente nueva. Obviamente, el aumento del capital humano de los productores debe ir acompañado de un incremento comparable del conocimiento del consumidor, que es justo lo que ocurre cuando aparece la dinámica social descrita arriba. Se podría decir lo mismo de otros componentes de valor añadido intangible, como por ejemplo el capital identitario social o cultural: los modelos relacionales asociados al consumo del comer buen jamón son muy diferentes al viejo llenarse la tripa, y lo mismo puede decirse de cómo encaja esta actividad en la construcción de la autopercepción de la identidad individual y social: comer a lo Carpanta suele asociarse a la marginación y la pobreza, mientras que el nuevo comer jamón tiene que ver más bien con la socialidad, los gustos sofisticados y el turismo cultural y gastronómico, por señalar sólo algunas de las conexiones más evidentes. Lo que marca la diferencia es el componente intangible y no la naturaleza del producto per se, cuya evolución es consecuencia directa de los efectos del primero sobre los hábitos de consumo y producción.
Esta dinámica no es específica del mercado de la alimentación. En principio es relevante para cualquier mercado donde el componente de la experiencia de los consumidores y de los productores sea fundamental para la elaboración y el disfrute del producto. Es característica de cualquier mercado cuyo impulso competitivo venga más determinado por los componentes intangibles de valor añadido que por los tangibles. Y esto es precisamente lo que ocurre también en los mercados culturales y basados en la creatividad los cuales, por otra parte, contradicen la máxima popular empresarial de la necesidad de adaptarse en lo posible a los gustos predefinidos de los consumidores. Este “saber lo que quiere el cliente” se funda en una revelación: para vender hay que descubrir los factores intrínsecos en la mente del consumidor que le incitan a comprar. Pero, cuando se trata de productos basados en la experiencia, el impulso de descubrimiento/experimentación es más bien propio de los consumidores, que no pueden saber a priori lo que les gusta y tienen que experimentar las diversas opciones o elecciones y desarrollar las competencias necesarias, para aprender por experiencia lo que verdaderamente quieren. Aunque la experiencia tiene un papel sustancial en la apreciación de una tapa o un bodegón, su impacto no pude evaluarse de antemano: si fuese así no tendría ningún sentido ni valor. Solo son experiencias interesantes si contienen componentes inesperados, si defraudan nuestras categorías preconcebidas de conocimiento y nos incitan a desarrollar otras nuevas.
En la industria cultural andaluza es evidente que no aparece este círculo virtuoso de competencias que sí apreciamos en algunos sectores de la industria agroalimentaria. Basta fijarse en las elecciones reales de los consumidores para deducir que no están realmente interesados en cultura porque no compran accesos a experiencias culturales y prefieren pasar el tiempo en otras actividades. Pero ¿está realmente justificada esta inferencia? La respuesta es no, al menos cuando no podamos observar tales elecciones acompañadas de una base adecuada de competencia, y es la educación una de nuestras asignaturas pendientes, como todo el mundo sabe. No es extraño que la gente no demande poesía francesa si no sabe francés. Lo extraño es que pensemos que no le interesa la poesía francesa antes de que se les ofrezca una verdadera oportunidad de saber de qué va. La dinámica social virtuosa que ha emergido en la industria alimentaria de algunas zonas de Andalucía no ha tenido lugar allá donde se podría pensar que es su contexto natural, en la cultura. Las razones son varias: por una parte, los andaluces, incluso los bien educados, con sus políticos a la cabeza, mantienen una actitud muy ambigua hacia la cultura: es algo de lo que quizá haya que estar orgulloso, pero no algo con lo que se puedan identificar sustancialmente y mucho menos pagar por ella. Tampoco ha existido en Andalucía una burguesía lo suficientemente relevante como para generar una idea de sí misma, un gusto propio y un mercado, asumiendo como referencia de disfrute e identidad simbólica el folclore religioso y estereotipado, derivado extemporáneo y kitsh de una sociedad agraria y estamental. Se encuentran muchos andaluces entre los mejores exponentes de la historia de la cultura universal, pero la cultura no ha llegado a convertirse en una actividad social relevante en Andalucía y no ha conseguido desarrollar esa dinámica social de círculos virtuosos de competencia que sí ha surgido en campos análogos como la industria alimentaria. Por eso esta última en particular es un laboratorio muy interesante para estudiar el desarrollo socioeconómico guiado por la cultura entendida como innovación y creatividad: porque, si hemos de creer a los políticos, estos son los vectores estratégicos fundamentales del desarrollo económico futuro aunque, a falta de una dinámica social que lo apoye, algo así parece solo un mero deseo o un gancho electoral.
Sería injusto deducir de lo anterior que los andaluces tienen poco interés por la cultura. Sólo que su base de experiencia es trágicamente limitada, tanto que prefiere una mala película de acción a la poesía francesa, las marchas procesionales a la música electroacústica, una fachada alicatada a la arquitectura funcionalista o un cuadro de la virgen del Rocío con marco repujado a Jackson Pollock: este tipo de consumidor rechaza más bien lo que no conoce o se le ha negado conocer que lo que no quiere y, por eso, la clave (ética, política y económica) está en crear las condiciones para que esas experiencias sean accesibles y tangibles; que al menos existan, aunque no se busquen necesariamente, y puedan someterse a un juicio justo y a su evaluación. Es decir, lo importante es crear las condiciones necesarias para estimular la construcción de una base de competencia adecuada “liberadora”, que permita la exploración y la evaluación subjetiva de un determinado campo de experiencia y su integración con otros aspectos de la vida individual y social.
Todos los casos exitosos de desarrollo local impulsado por la cultura –geográficamente heterogéneos, con muy poca presencia española y ninguna andaluza entre los mejores ejemplos– se basan en formas nuevas y relativamente espontáneas de integración horizontal (basadas en la interacción de varias cadenas de valor estratégicamente complementarias) que pueden leerse como una evolución no intencionada de distritos industriales o artesanales integrados verticalmente (basados en una única cadena de valor) que son característicos de los procesos de desarrollo local de la industria alimentaria de calidad. Estos distritos se han desarrollado históricamente en áreas periféricas a las grandes metrópolis, al contrario que la cultura más avanzada, en muchos casos en lugares que nadie tomaría a priori como culturalmente relevantes. Pero, del modo en que la tecnología ha estrechado el mundo en los últimos veinte años, no parece haber motivos para que siga siendo así.
También existe una diferencia estructural entre la industria agroalimentaria de calidad y la industria cultural en lo que se refiere al límite de la capacidad productiva de la primera. Mientras la capacidad productiva de las industrias culturales es potencialmente ilimitada; la industria agroalimentaria requiere una integración ecológicamente sostenible con el territorio que es, precisamente, lo que decide la calidad de los insumos y fija un límite físico al incremento de la producción, más allá del cual comienza a reducirse el valor del producto. Con el turismo rural y cultural sucede algo parecido y por tanto, sin negar sus virtudes, no sería acertado estimular su crecimiento más allá de lo ambientalmente sostenible. Quizá lo más importante a la hora de plantear estrategias de desarrollo local es que estos sectores también pueden emplearse como plataformas para la diversificación económica, la formación informal y la mejora del nivel de vida comunitario. Ello requiere la incorporación de elementos de planificación e intervención institucional que actúen, al menos, como catalizadores, y no se trata sólo de estimular las industrias culturales, sino también entenderlas desde una perspectiva sistémica, considerando las influencias positivas que pueden ejercer la producción y la oferta cultural sobre el conjunto del tejido productivo local desde el punto de vista de la capacitación informal de productores y consumidores, de la comunidad local en su conjunto y de cada individuo integral por separado para enfrentarse a realidades diferentes y complejas, o cual a su vez estimula la diversificación económica, la iniciativa empresarial y el aumento de la calidad de la mano de obra. Igualmente aumenta la calidad de vida del territorio, promocionándolo como lugar ideal para vivir y trabajar, repercutiendo positivamente en la atracción de la inversión de calidad y del talento exterior y también en el mantenimiento de talentos autóctonos. Esto último es decisivo para que las comunidades locales de un mundo globalizado sean capaces de traducir la multiplicidad de experiencias externas a sus propias prácticas culturales y a su sistema de valores, manteniendo su originalidad. No es menos importante, pero quizá objeto de examen más detenido en el futuro, que una vida comunitaria culturalmente activa también suministra importantes herramientas de gobernanza del territorio, reforzando el sentido individual de identidad y pertenencia, ayudando a gestionar la crítica social y la marginación.
Estas reflexiones, relativamente independientes y convergentes, de la creciente relevancia de la cultura para la vida de hoy todavía no han dado lugar a una perspectiva de conjunto que muestre claramente lo que hace y lo que puede hacer la cultura para desarrollar un nuevo modelo económico basado en el conocimiento y la creatividad. No obstante, tomar como referencia el caso andaluz y compararlo con algunos ejemplos internacionales de desarrollo local exitosos basado en la cultura puede ayudarnos a sentar las bases de un marco teórico general que los explique. Porque, a pesar de que vamos rezagados en lo referente a procesos de desarrollo basado en el conocimiento intensivo, experiencias como nuestra industria alimentaria de calidad pueden ser muy útiles para articular estos procesos a corto plazo, como detonante y como ejemplo.[2]
[1] el distrito industrial tal y como lo definen, por ejemplo, Marshall (1920), o Becattini (1987, 1989, 1994, 1995-96, 2000) es básicamente un fenómeno local caracterizado por una comunidad socialmente compacta y un cierto tipo de especialización, formado por un buen número de pequeñas empresas independientes que trabajan en diferentes eslabones de la misma cadena productiva. Lo anterior apunta a la diferencia entre un distrito industrial y cualquier otra agregación de pequeñas empresas: el distrito desarrolla pautas específicas de interacción personal y empresarial. En lo personal está profundamente enraizado en un contexto que induce a fuertes sentimientos de pertenencia e identificación con la cultura productiva local (incluidos sus aspectos materiales), frente a la autorreferencialidad sin objeto del agente económico convencional. Son características las pequeñas empresas familiares, que habitualmente han evolucionado a partir de una actividad artesanal y carecen de visión empresarial, aunque pueden reaccionar muy eficazmente a las señales del mercado porque poseen una sólida base de conocimiento y aptitud. El distrito y la comunidad local son casi un reflejo el uno del otro; expresan la misma cultura y se alimentan entre sí.
[2] Pensamos en los planes de regeneración urbana y estructuración regional de dos ciudades rivales muy golpeadas por la reconversión industrial de los ochenta, Newcastle y Gateshead (Inglaterra), liderados desde 1995 por una institución cultural pública, Northern Arts, en el marco del programa estatal Case for Capital; las políticas culturales puestas en práctica en Lille (Francia) con motivo de su capitalidad europea en 2004, que situaron la ciudad como sede de una euroregión que abraca partes de Bélgica; la reconversión de la industria del plástico y el acero en Linz (Austria) en dirección de la tecnología y el diseño estimulada por iniciativas como el Forum Metall de 1977, la bienal Ars Electronica y el FuturLab; las políticas de inclusión y capacitación social y laboral a través de una oferta cultural accesible y de calidad implicando al tejido productivo en Denver y Austin (EE.UU.), o las políticas culturales municipales aplicadas al desarrollo y la regeneración social y ambiental de Cartagena de Indias (Colombia).
En realidad no me refiero a la organización económica ni a la orientación al sector servicios, sino a la quiebra de los metarrelatos en el sentido que plantea Lyotard y a la aprición de pequeños relatos individuales, locales, etc. y, si quieres, en la deserción y el libre pensamiento como elemento revolucionario. No sé si es light pero, por entendernos, a un proceso de deconstrucción «cubista» de las ideologías: que todas las ideologías aparecen ahora como instrumentos mistificadores de las relaciones sociales de producción. La diversidad de estilos de vida «o modelos culturales de referencia» es el resultado de esto.
En mi descargo digo que no comparto la lectura de la postmodernidad en clave del liberalismo orteguiano o de filosofía neocon al estilo Daniel Bell que enseñan en las universidades. Más bien como desarrollo postestructuralista (Althusseriano) del concepto de ideología de Marx (que no enseñan en ningún sitio). Ya sabes que, en ciertos ámbitos de este país hablar de postmodernidad implica inmediatamente recibir una andanada dialéctica, completamente inocua porque tienen muy mala puntería, aunque no el ostracismo. En otros sitios como Inglaterra son los liberales lo que entienden escandalizados la postmodernidad como un desarrollo del marxismo y, a parte de hacerme gracia, de hecho Lyotard viene de la organización «Socialismo o Barbarie», como poca gente sabe: Castoriadis, Debord, Souyri…
Para mi la postmodernidad no es un programa político, sino una descripción del estado de la conciencia en la sociedad actual que ya percibo en algunas manifestaciones culturales avanzadas desde principios del XX y claro que tiene que ver con Greenberg y su definición de vanguardia y kitsch: Malevitch y Picasso para mi son postmodernos, Gerassimov o Arno Becker no. Por hacer filosofía-ficción, igual Lukács la llamaría «filosofía tendenciosa» o Ripellino «diagnosis liberadora» si la hubiesen conocido, porque del análisis de la cosa misma surge un corolario político y no al revés. Creo que hoy en día lo único que se puede pintar es algo parecido a un cuadrado negro sobre fondo blanco.
Personalmente tengo problemas para entender la noción de «sector servicios» porque sólo la veo como una definición negativa: lo que no es industria ni agricultura, de la poesía al cátering de bodas. Por favor, explícame mejor por qué piensas que la tendencia es al crecimiento del sector industrial. A mi me parece evidente que hay una crisis de superproducción que se intenta contrarrestar sólo creando necesidades ficticias (no inmateriales) y subvencionando su compra de bienes por parte del Estado. Pon por ejemplo el caso de la industria automovilística catalana, que sólo vende coches si parte del precio la pagan los contribuyentes mediante ayudas públicas y lavando el cerebro con publicidad. Pero ahí está el hecho tozudo, yo creo, de que no hace falta ni un solo coche ni una carretera más en España y que es una actividad parasitaria que no aporta nada desde el punto de vista social y sólo beneficia a quienes se dedican a ella. Pienso que esto muestra que de esta crisis salimos hacia atrás, hacia el Estado corporativo de los años 30. En lugares como Andalucía está claro que al poder le conviene más vender coches que libros de filosofía, y eso no tiene nada que ver con crear más o menos empleo, sino con que el modo de gobernar es manteniendo a la gente en la ignorancia.
Es lo que dice Lafargue en «El derecho a la pereza» ¿no?, que existe un límite en la satisfación de necesidades más allá del cual las que se crean son ficticias y forman parte de un programa de dominio de clase, de privar a los trabajadores del ocio, que yo en ese caso leo como fruición cultural. Algo así como Aristóteles en la «Política» y la «Ética a Nicómaco» cuando distingue la economía de la crematística.
De modo que el poco o mucho poder adquisitivo de los trabajadores se destina a la compra de este tipo de bienes, pero es un destino inducido por las oligarquías económicas. En parte en ese artículo me refería a que adquirir bienes culturales es algo accesorio en relación a la necesidad aparentemente imperiosa y autoevidente de comprarse un coche cada 5 años o un móvil cada dos (o no se porque no tengo ninguna de las dos cosas), lo cual se percibe como de primera necesidad. Es lo contrario de un «circulo virtuoso de competencias» y cuanto más se reduzca el uso de bienes culturales más se refuerza la espiral consumista (la cual tiene, por otra parte, un límite físico-ambiental que se transgrede sistemáticamente en la dirección de un «crack» absoluto) y viceversa. Por eso no veo que la caída de la demanda de bienes culturales dependa sólo de la pérdida de poder adquisitivo, sino más bien de las prioridades de consumo inducidas por la propaganda.
En cuanto a Pollock y a la vírgen del Rocío, es evidente que la discusión que puedo tener contigo sobre eso, que eres uno de los nuevos artistas punteros, es sustancialmente diferente a la que puedo tener con un consumidor estándard de cuadros de la vírgen del Rocío, que carece de la base de competencia necesaria para decidir si le gusta Pollock o no. No quiero parecer elitista, pero halagar al mínimo común denominador sería traicionar a la gente, aunque también lucrativo. Tú tienes la oportunidad y la libertad de no gustarte Pollock: «Los gustos no son unidireccionales y no hay un único buen gusto. Pollock me parece una muestra de mal arte burgués, pésimo y estafador», lo cual a mi al leerlo me incita a pensar y a argumentar, no a favor de Pollock, sino evocando ese magnífico y trágico canto del cisne del modernismo, esa belleza espléndida, viciosa y decadente, tan perfecta desde el punto de vista técnico, tan corrosiva y con tantos matices, y a estar deseando que me contestes, no por convencerte, sino por disfrutar contemplando cómo tu gusto marcha radiante por su camino. Un argumento diferente a «Eso lo hace mejor mi hijo de 5 años» que me hace pensar sólo en ignorancia y opresiva falta de lucidez y no me inspira para nada a continuar la discusión. Sí me da pena por esa persona en concreto y por perderme lo que podría haber dicho si tuviese los instrumentos cognitivos para ello (no digo que estas sean las únicas actitudes que se puede tener frente a Pollock).
Toda estatalización de la cultura conduce a la homogeneidad. No hay ni ha habido ni habrá Estado ni político en el mundo que no gobierne con la violencia de la policía o de la propaganda, pero aquí no conviene esquematizar, porque no es igual el capitalismo sueco que el español, por comparar países donde existe y no existe mercado cultural y muchas otras cosas más. Pero en el fondo ni los artistas ni los intelectuales de ningún tipo llegarán nunca a funcionarios (podrán ser funcionarios de otra cosa, pero no de eso). ¿Cómo va un Estado a fomentar el pensamiento crítico? eso es una contradicción. El tema de la mercantilización de la cultura me parece que tiene que ver más con los monopolios estatales o privados de comercio del kitsch que con el que un productor cobre por su trabajo, ofrecido honesta y libremente a otras personas sin pedir permiso a nadie.
Hola Juanjo,
Interesante escrito del cual te planteo mis dudas al respecto:
Cuando hablas de la sociedad posindustrial, supongo te refieres a las zonas del sistema mundial donde la economía fue centrándose cada vez más en el sector servicios y abandonando paulatinamente el secundario. Yo tengo muchos problemas con aceptar esta categoría, debido a que a nivel sistémico no considero que el sector industrial esté en declive, es más, con la crisis del sistema es más que probable que una parte nada desdeñable de la población pase a labores de trabajo industrial. Por otra parte, el modo de obrar de los servicios se basa en una organización industrial del trabajo (que no tiene porqué ser fordista). El paso a lo que se llama sociedades posindustriales, en mi opinión no es más que parte de la división internacional del trabajo y la existencia de un mercado, de consumidores «capaces» para este mercado cultural o de servicios, antes que de formación necesitan de una clase trabajadora con excedente monetario más allá de las necesidades básicas que lo ataban a la definición íntegra de proletariado, aquel que sólo vivía para trabajar y comer.
Con los reajustes sociales de la crisis, muchos trabajadores están perdiendo este poder adquisitivo y su consumo de servicios (también el cultural) se está viendo reducido. Si continua esta tendencia no sólo importará la educación que tengan cultural sino su falta de poder adquisitivo, la falta de oportunidades de comprar «cultura».
Por otra parte si queremos construir una sociedad socialista, me parece no debemos ir a la mercantilización de la cultura, menos tutelada y dirigida por entes privados (ya sé que pones los ejemplos de organizaciones públicas en tu pie de nota 2, pero lo destaco)
Luego lo de la educación cultural es relativo, y por enlazar con un ejemplo tuyo, no creo que tuviera que ser muy bueno el cuadro de la Vírgen del Rocío para que me gustara más que un Pollock. Y supuestamente yo sí tengo cultura artística. Los gustos no son unidireccionales y no hay un único buen gusto. Pollock me parece una muestra de mal arte burgués, pésimo y estafador (hice un trabajo sobre Pollock el último año de Bellas Artes y una investigación sobre su relación con Greenberg del que veo sacas el tema del kitsch (de cuando era marxista))
Desde luego que el valor añadido y la empoderización cultural de la ciudadanía debe producirse para que puedan elegir más libremente y amplien su espectro de fruición estética , no para que se adopten a un gusto hegemónico emanado de las élites culturales y económicas del capitalismo. Su mercantilización incluso por agentes públicos no me parece que sea el camino por recorrer, más bien la educación que citabas (crítica y libre) junto con un empoderamiento social del papel de la cultura, y por tanto de las ideas, que nos saque de la dictadura de la razón instrumental basada en una sociedad que no puede permitir el pensamiento alterno.
Abrazo.
Jon
29 de junio de 2010
Excelente artículo, algún ejemplo he visto por ahí de apuesta por la creatividad y la innovación que recupera espacios físicos urbanos degradados y olvidados, favoreciendo modelos amables de relaciones comerciales. Recuperar y valorar lo tangible a partir de lo intangible. Desmaterializar la economía.
Efectivamente, es necesario superar los anclajes culturales basados exclusivamente en los religiososo o lo rancio estereotipado, modelos agotados y sin futuro que son frenos de nuevas fuentes de vitalidad.
Interpreto que una cuestión esencial que plantea este texto es la reinvención del consumidor (que se identifica con una individualidad voraz) hacia un nueva ciudadanía (que pueda disfrutar con el aprecio de lo que no tiene precio.
Magnifico artociulo que ns pone sobre pistas de como es posible revertir la orientación hacia el derroche productivo actual por un nuevo derroche improductivo intangible y básicamente cultural (social).En el «corazón del mosntruo» ( la lógica mercantil consumista) habita las claves de su propia superación. El «giro a la intangibilidad» supone recuperar,lo que siemre se busca y nunca se encuetra del todo (incluso, especialmente, en actual cosumismode masas: la riqueza de las experiencias y la austeridad de las cosas ( en eso cosiste el juego y el arte).Hemos sustituido todo tipo de relacion por un solo tipo de relación (la apropiacion), y todo tipo de experiencias por una sola experiencia (la ingestión). Este artículo situa horizontes económicos de creación de valor más allá de la apropiación y de la ingestión