Jacques Rancière es una figura de muchas caras. Un marxista podrá reconocer a uno de los coautores del célebre Para leer El capital, libro realizado alrededor de las enseñanzas de Louis Althusser en la década del 60. Un historiador podrá ubicarlo como uno de los que reconstituyó la memoria de las luchas obreras del siglo XIX en su tesis de doctorado, La noche de los proletarios, que saldrá en castellano el año próximo por la editorial Tinta Limón, o como el autor de Los nombres de la historia. Un especialista en educación no podrá pasar por alto las provocativas tesis de El maestro ignorante. Un amante de la ciencia política podrá identificarlo por El desacuerdo, En los bordes de la política, El odio a la democracia y sus once tesis sobre la política. Aquellos versados en estética contemporánea no podrán evitar pensar en La división de lo sensible, La fábula cinematográfica, La carne de las palabras y Política de la literatura, entre otras obras. La vasta producción de Rancière puede ubicarse en los últimos años en la relación entre estética y política, y es dentro de ella que se inscribe La palabra muda (1998), que acaba de publicar Eterna Cadencia.
Según Rancière, el arte y la política transformaron su vínculo durante las revoluciones del siglo XIX al calor del reclamo por la democracia. La palabra muda estudia ese proceso en lo que tiene que ver con la literatura, señalando su punto de aparición, su progresivo alejamiento de la lógica del resto de las artes en el siglo XX y sus consecuencias para la teoría estética. No es posible pensar el arte por fuera de la política ni mucho menos eliminar del nivel político sus aspectos estéticos. Pero esto no quiere decir que una de las instancias se subordine a la otra. En el caso de la literatura, su emergencia como campo específico es indisociable de ciertas ideas políticas que no tienen por qué reflejarse mecánicamente en lo escrito. De eso se trata esta entrevista que mantuvo con Ñ: cómo se configura, en el pasado y en el presente, el espacio literario en su especificidad y respecto de su contexto sociopolítico.
-Sobre el final La palabra muda usted sugiere que la literatura es el único campo que resiste a la crisis del arte. ¿Podría desarrollar más esta idea?
-Hoy ya no estaría de acuerdo con esta formulación, pues le otorga demasiada importancia a un tema entonces insistente como la «crisis del arte». Pero hay algo que me parece claro: la literatura está apartada del destino del arte contemporáneo, que se convierte cada vez más en un arte de la indistinción donde la calidad del artista no está vinculada a ningún saber-hacer instituido. Los pintores son clasificados hoy en la categoría de plásticos, en la que se encuentran también los fotógrafos y los videastas, y hasta artistas que no pueden crear nada con sus manos. Hombres de teatro, bailarines y músicos se confunden a menudo en el arte de la performance. Los escritores generalmente han resistido a las diferentes formas de indistinción que pudieron presentarse en la época dadaísta y futurista, en la época pop o la de la electrónica y la informática. La literatura no está sometida a una crisis de identidad. Vive de la herencia de sus contradicciones sin que éstas produzcan formas nuevas de relato y de escritura. ¿Qué obra literaria genera hoy escándalo?
-Usted dijo que»la literatura no inventa hoy categorías de desciframiento de la experiencia común» porque sus procedimientos fueron absorbidos por otras artes. ¿Cuál es, entonces, la importancia de la literatura?
– Pienso en efecto que ya no es tan importante como antes. La literatura, entre el tiempo de Balzac y el de Joyce, fue el laboratorio en el que se experimentaban las formas de descripción y de interpretación de la experiencia, y esto correspondía a las conmociones científicas, políticas y técnicas. Experimentó por ejemplo los modos de visión de la metrópolis, del paisaje urbano, de los comportamientos de sus habitantes que estuvieron luego en el centro de la fotografía y el cine, pero también en el corazón de la narración cotidiana. Los grandes novelistas también inventaron las formas que se estandarizaron en el relato periodístico. Es claro que la literatura no puede cumplir más ese rol en la actualidad. De allí la tendencia de la literatura a convertirse en algo así como un meta arte, un arte que reelabora al mismo tiempo su propio texto y las formas textuales y visuales que ayudó a engendrar.
– Usted plantea que la literatura durante el siglo XIX se desplegó entre dos géneros sin género: la novela y el ensayo. ¿Cuáles serían hoy esos géneros que permiten que la literatura perdure?
– Se puede constatar que estos géneros continúan funcionando. La forma novelesca se muestra todavía apropiada para hablar de la historia contemporánea. Pienso por ejemplo en la manera en la que Antonio Lobo Antunes, en El regreso de las carabelas, pudo adaptar una cierta forma de mezcla de tiempos y de voces tomada de Faulkner para hablar de la relación del Portugal posterior a 1974 con su pasado colonial. Pienso en la manera en la que Don de Lillo pudo, en Underworld, contar el devenir de Estados Unidos en los años 60 tal como Dos Passos había contado el devenir de Estados Unidos a principios del siglo XX, entrecruzando los relatos de destinos individuales. Esto implica que la novela se reapropia de las formas del relato, sobre todo de las del relato periodístico que nacieron de ella. La frontera entre lo «literario» y lo periodístico es un lugar privilegiado donde la novela y el ensayo pueden encontrarse.
– Si la literatura es, como dice, «el régimen históricamente determinado del arte de escribir», ¿cuáles son hoy esos condicionamientos históricos? ¿Cómo se plantearía, por ejemplo, el caso de las escrituras electrónicas, en especial los blogs?
– No quise decir que la literatura era el producto de ciertas condiciones históricas preexistentes, sino que es en sí misma una singularidad histórica: la «literatura» como la conocemos existe hace apenas 200 años aproximadamente en Occidente. Su existencia coincide con las revoluciones políticas modernas. Esto no quiere decir que sea la consecuencia de ellas, sino que su constitución participa de una ampliación de las formas de experiencia de la lectura y de la escritura. El caso de las escrituras electrónicas debe ser pensado en relación con esta ampliación. Hay que romper con el equívoco del concepto de escritura. La escritura designa, por un lado, una técnica, y por otro, un universo de experiencia, una forma de reparto de las palabras, de las experiencias, de los saberes. Las escrituras electrónicas cumplen un rol destacable desde este segundo punto de vista. Aquel que teclea sobre su computadora no tiene necesariamente una relación diferente con el acto de escribir que aquel que tecleaba en una máquina de escribir. Pero participa de un universo de experiencia transformado por la multiplicidad de las conexiones, por las nuevas posibilidades de dar forma a la experiencia.
– Señala a Flaubert, Mallarmé y Proust como los autores que despliegan las contradicciones de la literatura. ¿Existen en la actualidad figuras que expresen estas contradicciones?
– La literatura estuvo atravesada por una tensión fundamental. Por un lado, es la forma de discurso que resulta de la destrucción de las jerarquías entre los sujetos y los géneros. La novela llamada realista consagra la capacidad de los cualesquiera para ser los sujetos de la ficción e impone una palabra que anula la diferencia de estilos, una palabra que borra las marcas de distinción que caracterizaban a las belles lettres. El caso de Flaubert es ejemplar de este devenir anónimo de la literatura. Pero, por otro lado, la literatura fue acosada por el proyecto romántico de una palabra que sería más que palabra, que sería el principio de un nuevo modo de comunidad. Tanto Mallarmé como Whitman hacen de la poesía el principio de una economía simbólica que se superpone al orden económico ordinario. En el siglo XX este proyecto se invirtió, sobre todo en autores como Blanchot, que hicieron de la literatura una suerte de teología negativa. No creo que esas tensiones estén hoy presentes.
– Usted despliega la dicotomía entre hablar y ver. ¿Qué diferencia habría entre lo visible y lo enunciable en la literatura?
– Es claro que las artes llamadas visuales se apropiaron ampliamente de la palabra y la escritura. Hace dos años, en la Bienal de Venecia, el pabellón francés estuvo dedicado al trabajo «plástico» de Sophie Calle sobre una carta de ruptura, y las paredes de las salas estaban cubiertas de textos que representaban las múltiples interpretaciones que le daban a esta carta los escritores y los grafólogos. Los artistas visuales se apropiaron del espacio intermedio que separan a las «imágenes» producidas por las palabras de las imágenes producidas por la mano o la máquina. ¿Los escritores cultivan un terreno propio en relación con esto? No estoy absolutamente seguro. Pueden también abordar por su cuenta la misma relación entre lo enunciable y lo visible, como en el caso de W.G. Sebald. Sus grandes libros, Los emigrantes, Los anillos de Saturno y Austerlitz están construidos como comentarios de fotografías que tomó él mismo en los lugares que ha recorrido como viajero, pero son también lugares cargados de historia, se trate de los paisajes desindustrializados del este de Inglaterra o del campo de Terezin. La literatura se convierte entonces en una manera de tratar la historia en el estilo de la rememoración proustiana, pero también de penetrar en la relación entre lo que una imagen «dice» y lo que una descripción «hace ver».
– ¿Cuál sería la relación entre filosofía y literatura hoy?
– En el siglo de Flaubert la literatura no dejó de explicitar en sus relatos el tema filosófico al cual Schopenhauer dio su forma más lograda: la autonegación de la voluntad. De Balzac a Tolstoi, Zola o Ibsen los personajes y las historias de la literatura ilustran un cierto enceguecimiento de la vida, que reduce a nada los proyectos de la voluntad. En la actualidad, la relación entre filosofía y literatura funciona de otra manera, menos como una comunidad de visión del mundo que como una interrogación común sobre los vínculos entre pensamiento y escritura. Deleuze y Guattari se dedicaron en ¿Qué es la filosofía? a distinguir los perceptos y los afectos, producidos por el arte, de los conceptos filosóficos. Pero esta distinción es cuestionada en la elaboración misma de su filosofía, donde los textos de Artaud y los relatos de Kafka, de Melville o de otros escritores se convierten en experiencias de pensamiento. La filosofía es llevada a cuestionar su condición de discurso «sobre» la literatura, el arte o la política y a pensar más fuertemente su naturaleza como literatura, es decir, como experiencia de escritura y de pensamiento que no está por encima del resto de las experiencias con las que constituye un tejido común.
Pablo Rodríguez. Ñ. Revista de Cultura. Clarín.
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