La enfermedad del recuerdo ha sido endémica en España. Ese palpitar de la memoria cuando se presiona un interruptor emocional, incapaz de entibiarse a pesar del paso del tiempo pero envuelta aún de oscuridad. Lo recuerda Amelia Valcárcel en La memoria y el perdón, una lectura instructiva y lúcida que me ha acompañado durante el cambio de año como un misal laico. La memoria del mal no se ha elevado a discurso conceptual, señala la filósofa que se alinea con quienes consideran necesario hacerlo, tomando la frialdad del análisis obligatorio como punto de partida. De la moral del olvido a la memoria del agravio, del desprestigio del arrepentimiento al perdón cansado del misántropo, se nos plantea cuántas veces al día repetimos la palabra perdón, un vínculo social a menudo desgastado como una vulgar muletilla, en lugar de ahondar en su esencia: per-don, un supra don.
Es cierto que se nos ha educado a medir bien la compasión. Su exceso no es un atributo viril; ya los griegos alertaban que suponía un fallo de los espíritus débiles que no soportan los excesos de desgracia. Por ello resultan tan interesantes los primeros movimientos de la recién nombrada presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, una mujer definida como dura y pragmática que, sorprendentemente, ha declarado que gobernará “con cariño de madre”. En su investidura, sus once compañeras guerrilleras con las que permaneció tres años en la Torre de las Donzelas de la cárcel de Tiradentes se sentaron en primera fila y la aplaudieron cuando afirmó que de aquel periodo no mantenía “ni arrepentimiento, ni rencores”. La misma línea que definió la posición moral de Michelle Bachelet durante su presidencia: perdón sin olvido en aras del reencuentro de la sociedad.
El prodigioso devenir de la historia ya nos ha acostumbrado a descubrir su reverso, como un calcetín. En su periplo desde la extrema izquierda hasta la socialdemocracia, Rousseff ha demostrado ser una buena gestora. Brasil posee una potente carta de presentación: un crecimiento del 7,5%, y el octavo lugar como economía mundial, puesto que hace apenas dos años ocupaba España. Pero, aun así, los meninos da rua siguen sumidos en la pobreza extrema contra la que Rousseff quiere emprender su lucha “más obstinada”: un plan de choque siguiendo un modelo de gestión similar al exitoso PAC –proyecto de aceleración del crecimiento–. Su primera medida es altamente simbólica, y en ella se recoge su capacidad de compasión, pero sobre todo la evidencia de que, en política, hoy priman la convicción y la eficacia. La convivencia del progreso acristalado de São Paulo con las favelas del Corcovado es un asunto difícil de digerir a pesar de la costumbre. Y ahí está Dilma Rousseff, sin rencores ni contriciones, dispuesta a gobernar Brasil ahora que la vida para ella ha aflojado.