Javier Andrés.Nada es Gratis. 11/01/2011.
Algún lector recordará más de un artículo publicado con un título muy similar –por ejemplo el de Edwards en 1991, y otros que citaré más adelante, aunque no son ni mucho menos los únicos- ya que el debate sobre esta cuestión ha tenido varios momentos álgidos, normalmente en periodos de crisis financieras o cambiarias. Este fue también uno de los temas estrella en el diseño de la Unión Económica y Monetaria aunque entonces pareció quedar rápidamente resuelto, al menos en comparación con el intenso debate suscitado en torno a las ventajas de una política monetaria única centrada fundamentalmente en el control de la inflación, o sobre la necesidad y costes de imponer una disciplina fiscal a los países miembros. Simplificando mucho las cosas, la visión ampliamente compartida entonces era que las causas y las implicaciones de los déficits comerciales nacionales dentro de la Unión no eran muy diferentes de las correspondientes al déficit de una región dentro de un país, por lo que no requerían una atención especial. De la evolución de los acontecimientos desde entonces, y muy en particular durante la crisis actual, es fácil deducir que esa visión era muy simplista y que es más que probable que Europa acabe revisando su política al respecto.
La importancia de la cuenta corriente y su relación con las crisis financieras ha sido un tema recurrente en las discusiones de política económica. El artículo de Edwards resume las distintas posiciones que han ido ganando y perdiendo adeptos según el devenir de los acontecimientos macroeconómicos. El punto de partida es que excepto en casos en los que un déficit exterior está fundamentalmente asociado a un déficit fiscal aquel refleja simplemente discrepancias entre decisiones de ahorro e inversión privados en una economía. Si estas decisiones se toman por parte de agentes racionales, los prestamistas de hoy esperan un retorno en el futuro y por ello un elevado endeudamiento corriente es un síntoma de buenas perspectivas de crecimiento. Tanto si estas se realizan como si al final no es así el ajuste de precios relativos garantiza el equilibrio intertemporal.
Esta percepción cambió tras las sucesivas crisis cambiarias y de deuda que sufrieron los países emergentes en los ochenta y los noventa. A falta de una prueba formal de la relación de causalidad entre déficits y crisis, la constatación de que con frecuencia ambos fenómenos venían de la mano hizo que muchos economistas se plantearan los problemas de sostenibilidad del endeudamiento exterior. Así la sostenibilidad del déficit ya no dependía únicamente de las expectativas de crecimiento de la economía sino, muy fundamentalmente, de la predisposición de los inversores extranjeros a mantener una cuantía determinada de activos domésticos. Esta predisposición puede ser muy volátil y dar lugar a cambios más o menos abruptos en la balanza de pagos, a costosas devaluaciones reales e incluso a sudden stops. Se llegó a mencionar incluso la cifra del 5 por ciento como un límite a partir del cual se planteaban problemas de sostenibilidad –límite que se parece mucho al que se barajó en la última reunión del G20.
Todo este debate, muy influido por la experiencia de los países en desarrollo y emergentes, tuvo lugar en un contexto en el que los déficits por cuenta corriente observados eran en general inferiores a los actuales y mucho menos persistentes. Como se aprecia en la figura 1 para una muestra de países emergentes durante los años 1980-2000, sólo cuatro de estos países presentan déficits superiores al 5 por ciento en promedio en algún periodo (quinquenal) y todos ellos, con la excepción de Chile, fueron capaces de eliminarlos en el periodo siguiente. Algo parecido puede decirse de los países que conformarían la Eurozona, que tradicionalmente –por ejemplo en la década de los noventa, como se refleja en la figura 2- no habían presentado déficits superiores al 5 por ciento del PIB de una forma sistemática. Por ello no es de extrañar que la cuestión de la balanza corriente pasase a un segundo plano en las discusiones sobre la arquitectura de la UEM. El problema parecía menor en términos cuantitativos, la moneda única era irrenunciable y su previsible efecto negativo sobre las balanzas bilaterales, vía fijación de tipos de cambio, podía ser más que compensado por la movilidad de capitales, de bienes e incluso de factores impulsadas por la integración económica. Desde este punto de vista la pérdida del recurso a la devaluación no se veía como un problema fundamental.
Desde la entrada en vigor del Euro las cosas han variado sustancialmente. Como se observa en la figura 2 la discrepancia entre las posiciones exteriores netas de los países de la UEM no ha dejado de ampliarse durante los años del boom económico. Es cierto que, a contrariamente a lo que se observa a escala mundial, el tamaño de las balanzas comerciales dentro de Europa está positiva y fuertemente correlacionada con el nivel de renta per cápita, de modo que el capital fluye de “arriba hacia abajo”, como predice la hipótesis clásica de convergencia. Este patrón acompañado por la progresiva homogeneización financiera –como demuestran Ahearne, Schmitz y von Hagen las correlaciones de los rendimientos de bonos y las tenencias de bonos de otros países de la Unión aumentaron rápidamente desde la entrada en vigor del Euro- contribuyó a reafirmar la opción que Blanchard y Giavazzi denominaron como ‘benign neglect’ para la cuenta corriente dentro de la UEM. En otras palabras los déficits nacionales se veían como la consecuencia natural de la intensificación del proceso de convergencia y no parecía haber razones especiales para convertirlos en un objetivo de política económica; además con la moneda única y con una posición neta de la Unión de moderado superávit comercial se eliminaba la vulnerabilidad asociada a las crisis cambiarias de los emergentes.
Sin embargo, otras características de estas disparidades indican que el ‘benign neglect’ puede no ser óptimo. En primer lugar está la magnitud de estos desequilibrios. Aunque la zona Euro, y más en general la Unión Europea, han ido visto empeorar paulatinamente su posición exterior neta ésta es todavía cercana al equilibrio. Sin embargo las diferencias en las cuentas corrientes de sus países miembros han crecido exponencialmente. Los países hoy deficitarios de Europa, en su mayoría del sur y entre ellos varios de los grandes países de la UEM, han visto empeorar su balanza exterior en diez puntos del PIB –Jaumotte y Sodsriwiboon. En particular, como se observa en la figura 2, el déficit exterior de España, Irlanda, Grecia y Portugal se ha multiplicado casi por cuatro, una evolución que no tiene parangón en otras regiones del mundo.
En segundo lugar está la persistencia de estos déficits. A diferencia de lo observado en los países emergentes en los ochenta y noventa –figura 1- los déficits en Europa no han dado muestras de remitir. Por el contrario, se han ampliado constantemente en un proceso que se acelera incluso en 2005-2008 y que sólo la crisis financiera ha sido capaz de frenar un poco. De hecho las predicciones del Fondo Monetario Internacional apuntan a que se recuperarán en el futuro de no mediar un cambio estructural muy significativo en estos países. Esta persistencia, que hace que los déficits se conviertan en cantidades ingentes de deuda neta acumulada con el exterior, denota la lentitud en el ajuste de precios y pone en cuestión la interpretación de la deuda exterior corriente como contrapartida de superávits esperados en el futuro a no ser que estos se esperen igualmente elevados y persistentes.
Además, el aumento del déficit ha venido asociado a una caída significativa del ahorro público y privado y, en menor medida, a un aumento de la inversión que sin embargo ha crecido desproporcionadamente en el sector inmobiliario. Como muestran Giavazzi y Spaventa una desviación importante de inversión hacia el sector no comercializable es la receta para la insostenibilidad de déficit exterior, ya que dificulta enormemente el aumento de las exportaciones en el futuro para pagar la deuda acumulada. La baja productividad de estos sectores se refleja en la pobre evolución de la productividad agregada de algunos de los países más endeudados, como España y Portugal, lo que también contribuye a poner en duda la hipótesis de convergencia y las expectativas de crecimiento como explicación del déficit exterior.
Por último, otra característica destacable de los déficits actuales es el predominio del recurso a la financiación a través del sistema bancario. Esto es especialmente cierto para países cuyo crecimiento ha estado impulsado por una burbuja inmobiliaria que ha permitido un uso masivo de las titulizaciones –como es el caso de la banca española- colocadas en mercados internacionales. La adquisición de títulos emitidos por los bancos de los países deficitarios por parte de otras entidades financieras europeas ha permitido un proceso de expansión sin precedentes de los balances bancarios y un rápido crecimiento del crédito en el sur de Europa. Esta financiación concentrada en unos pocos bancos y con frecuencia de corto plazo aumenta los riesgos de crisis de deuda soberana y sudden stops –Lane.
En definitiva, el déficit exterior puede ser el resultado esperado del proceso de crecimiento de un país, que como tal no requiere más intervención pública, pero también puede ser el síntoma de desequilibrios macroeconómicos más profundos y el indicador adelantado de duros procesos de ajuste. En este caso, como señala Blanchard, una intervención adecuada de política económica puede contribuir a mejorar el bienestar agregado. Las rigideces nominales en los mercados europeos, la mala asignación de recursos inducida por la burbuja inmobiliaria y la financiación exterior canalizada fundamentalmente a través de unos bancos que no entendieron bien el riesgo de sus inversiones y con necesidad de reestructuración, indican que los déficits observados en la periferia europea caen dentro de la última categoría, por lo que es razonable que se conviertan en un objetivo de política económica de primera magnitud en el futuro de la Unión Europea y muy en particular de la UEM.
De lo anterior no se debe deducir que el déficit por cuenta corriente deba convertirse en un objetivo de política económica en sí mismo, sino que este déficit importa y no sólo –que también- por su tamaño. Una adecuada monitorización del mismo es necesaria para distinguir entre sus diversos determinantes y efectos, algunos de las cuales requieren intervención pública. Otra cuestión es como instrumentar un control efectivo y óptimo –o algo que se le parezca- de las grandes disparidades en las posiciones exteriores. La mera combinación de límites al déficit fiscal y al déficit exterior no parece la solución adecuada, ya que ello implicaría que los gobiernos estarían actuando directamente sobre la diferencia entre ahorro e inversión privados de un país, con repercusiones sobre la eficiencia de la economía y el bienestar de sus ciudadanos de difícil evaluación. Esta cuestión es sin duda muy compleja y puede ser materia para una discusión interesante en un futuro post, pero si algún lector tiene opiniones al respecto serán, como siempre, bienvenidas.
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