En 1950, una Comisión de Derecho internacional de la ONU decía lo siguiente: “los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad son punibles bajo el Derecho internacional”. No es necesario remontarnos al impecable precedente que suponen los Procesos de Nuremberg y los Procesos de Tokio (1945-1946). Basta con acudir a ese texto de 1950, que dos años después, un 4 de agosto, ratificaría el propio Estado español en su intento desesperado por sumarse al bando aliado, que había vencido en la Segunda Guerra Mundial. Eran los tiempos del general Franco, tiempos en que resultaba impensable reconocer que los hechos acontecidos desde el mismo golpe del 17-18 de julio de 1936 eran contrarios al ius inbello. Podemos apoyar este argumento en textos jurídicos anteriores todos a 1936: la Convención de Ginebra de 1864, las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907 sobre Leyes y Usos de la Guerra, etc. O podemos aludir a textos posteriores a los acontecimientos de la guerra civil española, pero perfectamente aplicables a los crímenes perpetrados durante la posguerra: el Estatuto de Nuremberg de 1945, el Convenio de Ginebra de 1949…
No obstante, el tiempo ha pasado, dejando una pátina de olvido sobre las víctimas de aquella indescriptible guerra cuya duración, nos pareciera, sobrepasa los tres años. Al abrigo han quedado los victimarios y los responsables de aquellos crímenes contra la humanidad que, según el Derecho internacional y organismos como Human Rights Watch o Amnistía Internacional, se cometieron durante la guerra civil pero, sobre todo, en la no menos cruenta posguerra. Prueba de ello es la Decisión Broniowski contra Polonia (22 de junio de 2004), que reconocía la aplicabilidad de los principios de la Convención Europea de Derechos Humanos a hechos anteriores a su entrada en vigor, en 1953. Esto supone un hito en la historia, a saber: la consagración del principio de retroactividad de las leyes dirigidas a castigar los crímenes contra la humanidad (en sentido amplio).
Echando un ojo a resoluciones judiciales de otros países en los que se han dado casos de crímenes contra la humanidad, podemos destacar la de la Cámara de Apelaciones del Tribunal Especial para Sierra Leona en el caso Kondewa, de 25 de mayo de 2004, que termina por invalidar la amnistía del Acuerdo de Lomé (1999). El representante de la ONU que asistió al proceso dejó escrito en su informe: “Naciones Unidas interpreta que la amnistía no será aplicable a delitos de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y otras violaciones de Derecho internacional”. En este mismo sentido se pronuncia la Corte Penal Internacional, en su sentencia de 5 de septiembre de 2005 (caso Masacre de Mapiripán vs Colombia), cuando acaba dictaminando: “El Estado tiene el deber de investigar y sancionar de manera seria las violaciones de los derechos humanos, procesar a los responsables y evitar la impunidad. Dicha investigación debe incluir la identificación plena de todas las víctimas”.
Esto último nos hace llegar a un punto, la Ley 46/1977, de 15 de octubre, mayormente conocida como Ley de Amnistía Política. Inevitablemente nos surgen varias cuestiones que creemos relevante resaltar. En primer lugar, la fecha en que fue promulgada la ley es anterior a 1978, esto es, se trata de una disposición legal de naturaleza preconstitucional. Es cierto que para entonces ya estaban constituidas las primeras Cortes elegidas democráticamente por sufragio universal en los comicios del 15 de junio de aquel mismo año (1977). Justo cuatro meses después de aquellas elecciones se aprobó la Ley de Amnistía. La celeridad con que se elaboró y se aprobó, sin discusiones públicas de ningún tipo, resulta modélica sin lugar a dudas.
En segundo término, cabe preguntarse por el contenido real de la ley. Es bastante breve, consta tan sólo de doce artículos y podemos leerla en Internet. Según el artículo 1, parece que los destinatarios de la amnistía, es decir, las beneficiarias de la misma son aquellas personas que hubiesen cometido actos con intencionalidad política penados por el ordenamiento jurídico franquista antes del día 15 de diciembre de 1976 (apartado “a”). En el apartado “b” del citado artículo se extiende la amnistía a aquellas personas que hubieran desplegado un comportamiento igualmente punible entre las fechas 15 de diciembre de 1976 y 15 de junio de 1977, siempre y “cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”. Por otra parte, el apartado c amplía la amnistía a aquellos “actos de idéntica naturaleza e intencionalidad (…) realizados hasta el 6 de octubre de 1977, siempre que no hayan supuesto violencia grave contra vida o la integridad de las personas”. La alusión a los supuestos de terrorismo es evidente en este último inciso. ¿Podemos afirmar, sin embargo, la obviedad de una motivación tan crucial como es la de extinguir la responsabilidad de aquellas personas implicadas en la lucha por los derechos fundamentales y las libertades públicas? Al menos no en exclusiva.
Tercer punto. La trampa, si se nos permite la expresión, se condensa en el artículo 2 de la Ley de Amnistía. Particularmente, en los apartados “e” y “f”. Son los que excluyen de toda responsabilidad (penal, civil y, por supuesto, política) no sólo a los funcionarios y agentes del orden público, sino a todas las autoridades que hubieran podido cometer algún tipo de falta o delito conforme al Derecho internacional o conforme a la nueva legalidad democrática que estuviera por llegar (no olvidemos que la ley es anterior a la Constitución vigente). Estas autoridades son, en buena medida, las mismas que redactaron la Ley 46/1977 o cuanto menos las mismas que estaban ejerciendo una intimidación más o menos manifiesta (el conocido “ruido de sables” que tuvo en 1981 su canto de cisne).
Más indignante se vuelve el asunto, sin duda, cuando se nos viene a la cabeza que la concesión de amnistías corresponde al Rey con arreglo al artículo 62 de nuestra Constitución, ratificada por el pueblo español el 6 de diciembre de 1978. Pero el hostigo no procede del hecho de que sea al monarca a quien corresponda ejercer esa delicada función, así sin más. Lo doloroso -porque esta España parece que sigue siendo la España de unos pocos- es que no dimanara del Rey, en el marco de una monarquía parlamentaria, una ley de amnistía de semejante magnitud.
Si cabe, más indignante resulta saber que, aun cumpliéndose estos requisitos mínimos, una ley de amnistía no puede, en virtud al apartado “j” del citado artículo 62, conceder indultos generales. Y mucho menos conceder indultos a generales.
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