Celebramos el trigésimo aniversario del apoyo mayoritario a un estatuto derogado por una minoría. Con la oposición del entonces partido gobernante (UCD), el pueblo andaluz alcanzó por mayoría absoluta global de electores lo que todavía no ha conseguido ninguna otra comunidad autónoma en España. Años después, con el respaldo de los tres partidos con anclaje orgánico en Madrid, el nuevo estatuto apenas fue aprobado por un tercio de los andaluces. Normalidad democrática, lo llaman ahora. En consecuencia, aquello que ocurrió entonces fue una anomalía que ha tardado tres décadas en corregirse. Cuando los corazones de los ciudadanos se hilvanan entre sí con los hilos de las utopías se produce una disfunción en el sistema democrático. Un peligro que hay atajar cortando uno a uno los enlaces de esperanza entre los individuos. Nuestra democracia se ha consolidado degradándose en eufemismo: el poder no reside en el pueblo porque el pueblo no existe. Es un discapacitado que necesita de políticos que lo gobierne y de defensores que lo proteja.
“Andalucía: toda junta” fue el lema del referéndum del 28-F. Como un acto simbólico más de aquella emergente unidad del pueblo andaluz, los alcaldes de todos los ayuntamientos se comprometieron a entregar una bandera verdiblanca al alcalde de su capital de provincia. Unos días antes de la votación histórica, los ocho alcaldes dieron en mano las banderas andaluzas a Rafael Escuredo, presidente de la Junta preautonómica, que las colocó al lado de la original de Blas Infante conservada por su familia. La misma bandera que encabezó la manifestación del 4 de diciembre de 1977 en la que ondearon cientos de miles de banderas andaluzas. Del miedo a enseñarla pasamos a la resignación de su custodia. De la oscuridad a la oscuridad. Aquellas banderas que contenían el alma del pueblo andaluz se las quedó la Junta para siempre. Hoy, treinta años después, el lema que nos define es éste: “Andalucía: todo Junta”.
En tiempos electorales, la democracia andaluza empieza y termina en las cuotas mediáticas de los partidos con representación parlamentaria. En los espacios intermedios, la democracia andaluza es lo que diga la Junta que sea. Porque Andalucía es ella. Con nuestro consentimiento. Con nuestra indolencia. Con nuestro silencio. Y, a pesar de todo, no soy pesimista. Indudablemente, hemos mejorado en términos absolutos. Negarlo es de ciegos y estúpidos. En contra de algunas soflamas apocalípticas, mis hijos estarán mucho mejor preparados que yo y mucho más que mis padres. Viven como algo normal la diversidad cultural en sus propios colegios. Hemos consolidado el Estado social… Sin embargo, los parabienes han llegado a costa de la invisibilidad política de Andalucía como identidad intermedia entre los localismos y el Estado. Y en términos relativos, seguimos ocupando el último lugar en España y Europa. Si Andalucía es la Junta, ella tiene la mayor parte de culpa. Y si no, que nos devuelva las banderas. O mejor: vayamos a pedirlas. Porque la culpa de que las mantengan escondidas sí que es nuestra.