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¿Antipolítica? ¿Multitud?: Respuesta a José María Lassalle

 

Mario Espinosa Pino.

Such a sensitive opinion in one so young

Would you like to know about everything
That we’ve done
You believe what you read in the printed lies
But you won’t believe the evidence
Of your own eyes
And yes I’ve done a lot of things
You’d probably call a crime
But I don’t feel guilty for anything

New Model Army, Chinese Whispers

¿Antipolítica? ¿Multitud?
José María Lassalle, Secretario de Estado de Cultura por el Partido Popular, escribía ayer  una profundísima reflexión sobre la realidad política de España en el diario El País. Desde algún elevado palco de la madrileña Plaza del Rey, y después de jurar a los cuatro vientos la defensa y aplicación de la ley Sinde/Wert, el ilustre Lassalle observó con sorpresa y cierto aire de preocupación los últimos acontecimientos de la actualidad. Su incisivo talante -declaradamente crítico y liberal- no podía dejar de sentirse alarmado por las protestas del 25 de septiembre ante el congreso, aquellas que algunos de sus compañeros de partido habían comparado, hace hoy apenas una semana, con un «golpe de estado». Temiendo lo peor para «nuestra civilización democrática», blandió en alto su pluma y echo a volar su bien educada imaginación; desde tales alturas sólo acertó a ver dos cosas: una multitud violenta, enfervorecida y furiosa,  y la catástrofe para todo lo bueno que ha nacido en el seno la cultura occidental: la Democracia Liberal, el Estado de Derecho, el Orden, las «Instituciones deliberativas», la «Transición»… sí, la transición. Porque hasta los grandes eventos de nuestra santa democracia tienen su momento de gloria en una historia de la civilización à la Lassalle. Una historia fascinante que, por otra parte, estamos obligados a conocer. No sea que nos veamos condenados a repetirla. O a escucharla de nuevo y cometer el error de prestarle  demasiada atención.
El ilustre Secretario, al que suponemos perturbado por las jornadas del 25, 26 y 29 de septiembre, se dedica en su grandilocuente artículo Antipolítica y multitud a equiparar las recientes manifestaciones de Neptuno con los momentos más convulsos de la República de Weimar, citando incluso al gran teórico del decisionismo Nazi, Carl Schmitt. Y todo ello con exquisita finura de suplemento cultural. Pero claro, un relato de tal factura no se sostiene por sí mismo, y para que surta efecto es necesario invocar las más intrépidas imágenes: el incendio del Reichstag, los rostros anónimos de una supuesta «antipolítica organizada» con «francotiradores», orwellianas manipulaciones colectivas, impulsos mesiánicos y hasta -porque ciertos deportes lo permiten todo- Georges Bataille. Todo ello para decirnos, grosso modo, que lo que vivimos hoy día es una variante posmoderna de los mitos que destruyeron Weimar y forjaron los fascismos. Que las «masas» y «multitudes» que inundan las calles en busca de justicia social son peligrosas porque -además de alterar el orden público- cuestionan la democracia liberal y representativa. Vamos, que Ana Botella y Cristina Cifuentes -con las que suponemos Lassalle tiene cierta afinidad ideológica- tienen razón al sentirse abrumadas por la impaciencia de una multitud que no deja de manifestar, por activa y por pasiva, su profundo malestar. Y como las leyes están para cumplirlas -¡ya lo decía Montesquieu! ¡que además era republicano!- ¿Qué mejor que reformar el Código Penal como ha propuesto Gallardón o limitar el derecho de manifestación, tal y como parecen anhelar Botella y Cifuentes? ¿Qué mejor que asumir pasivamente las decisiones de los diputados como es de ley? ¿Qué mejor que «arrimar el hombro», «agachar la cabeza» y salir de esta crisis «entre todos»?
Y es que, poco a poco, el contorno del texto y su atrevida promiscuidad cultural acaban desembocando en el mismo lugar: el programa político del Partido Popular. Pero no el panfleto que vendieron en las elecciones, sino el verdadero, el de la Troika. El párrafo más revelador del texto es aquel en que se nos advierte que es necesario «guardar las formas», porque proyectar una imagen de inestabilidad hacia al exterior condiciona nuestra «solvencia» (hay que mantener contentas a las agencias de rating), del mismo modo que tenemos que salvaguardar -por todos los medios- la «legitimidad democrática» y las conquistas de la «España moderna». En otras palabras: dejar las cosas como están. Pero para decir todo esto no hacía falta acudir a Schmitt o a Canetti, tampoco esbozar la sombra del líder carismático del nazismo, acompañado, además, de su séquito de «demagogos mediáticos». Tampoco hablar de «antipolítica» y de multitudes «emocionalmente simples» que odian las leyes y hacen de sus gritos el único argumento. Lo que hacía falta era salir de la Secretaría de Estado de Cultura, caminar hacia el Paseo del Prado y bajar hacia Neptuno para darse un saludable baño de realidad. Hacía falta prestar atención, la mínima exigible a un hônnete homme liberal, a los medios y al clamor popular para saber lo que todo el mundo sabía el 25S: que se trataba de una manifestación pacífica cuyas pretensiones, además, estaban explícitamente recogidas en un manifiesto. Un manifiesto votado en una asamblea colectiva y horizontal. Una práctica que no se prodiga en exceso en la elaboración de programas políticos dentro de muchos partidos.
Cuando uno da por terminado el artículo, y después de sonrojarse lo justo -por aquello de Bataille y Montesquieu-, un pensamiento aflora rápidamente ante tanta prosa pseudo-histórica y balbuceo filosófico: ¡una columna de opinión entera en El País para que el ilustre Secretario nos diga que no salgamos a la calle! ¡Que ponemos en peligro las «conquistas de occidente»!¡Una columna para comparar al pueblo enfervorecido de Schmitt con una multitud organizada en torno asambleas que deliberan, unidos por el deseo de una democracia radical y una verdadera justicia social! ¡Una columna que equipara la realidad actual de los movimientos sociales en España con el horizonte pre-fascista de la Alemania de 1930! ¡Una columna que compara las aberraciones jurídicas del nazismo con la lucha por el mantenimiento de una sanidad y una educación públicas! Obviamente el artículo no puede ir dirigido a la gente que sale a la calle a protestar, pues sólo sería motivo de chiste, sino a aquellos que todavía están en casa, soportando la crisis en silencio: a los homenajeados por Mariano Rajoy. Gente aún ambivalente ante lo que pasa, gente asustada y desinformada por unos medios de comunicación que representan todo menos lo que ocurre. El miedo suele ser la estrategia. Igual que la del artículo de Lassalle: «no desafíen el orden de la democracia representativa o nos saldrá muy caro». Pero más caro nos sale el no hacer nada.
Los usos de la excepcionalidad
Resultan curiosas las referencias de nuestro ilustre Lassalle. Ello por varios motivos. Cita continuamente la figura de Schmitt y habla de un ambiente de «excepcionalidad», en el que las leyes podrían quedar suspendidas por la voluntad de un todopoderoso pueblo por encima de la ley. Con este tipo de referencias abona la concepción «golpista» del 25S sostenida por Cospedal, una concepción aderezada con un rancio sabor de ultraderecha por parte de la Delegada de Gobierno, Cristina Cifuentes. Pero las reflexiones de Schmitt sobre la dictadura y sobre el poder no analizaban al pueblo como sujeto-soberano, sino la capacidad de los Estados de derecho y las democracias parlamentarias de suspender su propia legalidad y actuar de manera excepcional ante ciertas situaciones. Es decir, actuar por encima del derecho y declarar el Estado de  Excepción. El poseedor de la soberanía era para Carl Schmitt aquel que podía declarar el Estado de Emergencia (Ausnahmezustand) en un territorio. Quien podía decidir o proclamar dicho estado era el verdadero sujeto-soberano, fuente de ley y decisión más allá de la ley (un sujeto que poco a poco irá adoptando la forma de un Führer para el pensador conservador).
Es irónico que Lasalle acuda precisamente a Schmitt después de los acontecimientos de Neptuno. En resumen, y de manera impresionista, he aquí algunos de los eventos sucedidos desde la semana antes del 25s al 29: Cifuentes difunde un bulo sobre la convocatoria popular del 25S, apelando a extremistas de ultraderecha mediante una información que de la que ya tenía noticia de su falsedad; los medios de comunicación del régimen difunden una imagen sesgada y «golpista» de la manifestación; la policía revienta reuniones de la Coordinadora 25S, identificando de manera irregular -esto es, excepcional- a los participantes; algunos asamblearios son acusados «preventivamente» ante la Audiencia Nacional por delitos contra Altas Organizaciones, utilizando el Código Penal de manera inédita; se pone verbalmente en entredicho el derecho de reunión; la policía carga violenta y arbitrariamente durante el 25s, recibiendo el varapalo de organizaciones como Amnistía Internacional y la crítica de la mayoría de la prensa internacional por violación de derechos humanos y brutalidad policial; la retransmisión de información en los medios nacionales intenta justificar la actuación policial del 25, despolitizando las protestas (sólo eran vagos, radicales y maleantes); el 29s, y de manera totalmente extraordinaria, la Delegación de Gobierno no permite a los periodistas realizar debidamente su trabajo en la plaza de Neptuno, impidiéndoles instalar andamios y llegando a identificarles y/o multarles. En definitiva: se criminaliza el 25s, se le da el aspecto de una «revolución golpista» y el gobierno se permite suspender ciertas cláusulas jurídicas contra él.
A todas luces la excepcionalidad no se presenta en este contexto por parte del «pueblo imaginario» de la narración de Lassalle, sino más bien de parte del Estado y de los usos que hace de él el Partido Popular, Valido de la Troika y las altas finanzas europeas. Unos usos que hacen recordar los días más grises de España, llenos de represión y ausencia de libertad. A la violencia policial de estos últimos días hay que agregar la brutalidad de los Presupuestos Generales del Estado y de los constantes recortes, que caminan hacia una depresión de la sociedad española aún mayor. Y la pendiente hacia abajo sólo acaba de empezar. El capital, mediante sus avatares políticos, puede crear excepciones jurídicas para aumentar sus ganancias, puede desposeer a poblaciones enteras en pos de acrecentar su tasa de beneficio y, encima, pretender legitimidad popular y política a través de los medios de comunicación. Y Lassalle está aquí para decirnos que todo está bien, que hemos de obedecer la ley por injusta que sea, que hemos de soportar nuestras «instituciones deliberativas» con todos sus fallos, que es lo mejor que tenemos y que lo peor que podemos hacer es rebelarnos, ya que podríamos en peligro todo lo bueno, todo lo que «hemos conseguido».
Lassalle utiliza en su escrito la palabra Multitud, suponemos que informado de que es un concepto utilizado por ciertos sectores de la izquierda. Usa también el término Antipolítica, intentando despolitizar toda iniciativa que no se realice dentro de las Cámaras o mediante el derecho de asociación. Multitud y política no institucional son lo negativo. A la criminalización mediática le sucede la estigmatización culta, la criminalización intelectual. Pero lo cierto es que la multitud, una multitud democrática, asamblearia, con iniciativas y proyectos políticos, una multitud formada (e informada: las Iniciativas Legislativas Populares no salen de la nada), venida de diversos estratos sociales y con una conciencia cada vez mayor, no ha necesitado de las instituciones consagradas de esta democracia para organizarse y apostar por alternativas al capitalismo o a una anquilosada democracia liberal y representativa. Una democracia que, además, ni siquiera funciona como debiera (o sí). No sólo es legítimo criticar la democracia que tenemos y el estado en el que nos hallamos gracias a los gestores de la crisis, sino que es necesario. Es el presupuesto de cualquier transformación social y la invención de nuevas instituciones.
Nuestro Secretario de Estado, teorizador a sobrevuelo de una realidad que se empeña en desconocer, sólo representa un síntoma: que la derecha está perdiendo terreno en su batería de justificaciones sobre la situación en que vivimos. Un intelectual que tiene que acudir de una manera tan burda a comparaciones peregrinas del tipo Weimar-25S -porque ese es el fondo-, da muestra del agotamiento de las ideas de una parte de la sociedad. De eso y de que la realidad, esa que tanto temen, comienza a desbordarles. Porque lo que hay en el texto de Lassalle es, en definitiva, temor: temor a una democracia verdaderamente popular, participativa, temor a la justicia social, a la destrucción de los privilegios de las grandes clases,  temor a que todo lo que late debajo de la Transición vea la luz.  La Historia à la Lassalle es sólo la expresión retorcida del miedo de las clases privilegiadas ante todo lo que podría acontecer. Su pesado equipaje ideológico. Que sigan temiendo.

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