Londres, 1860. Ahorcaron a un hombre que se cortó la garganta sin éxito. Por suicida. El médico desaconsejó la horca porque le abriría la garganta y podría respirar por ella. Los verdugos desoyeron la advertencia y lo colgaron. El hombre pareció morir. Rojo. Pero al instante volvió a la vida. A espasmos. Con la soga al cuello. Los pies colgando. Y la nuez abierta de par en par. Convocaron con urgencia a las autoridades. Tras varias horas deliberando, acordaron ajustar el nudo por debajo de la llaga. A la tercera fue la vencida. Qué sociedad tan loca. Qué civilización tan estúpida.
En parecidos términos escribió Nicolas Ogarev a su amante Mary Sutherland para explicarle lo sucedido. Él era un exiliado ruso, borracho y revolucionario. Ella, prostituta. Dos marginados sociales que veían a la sociedad londinense como realmente era. Loca. Estúpida. Quizá los únicos. Las sociedades padecen hipermetropía por naturaleza. Y necesitan de la distancia para ver. El Estado es el único garante de la vida en Gran Bretaña. Más que dios. Y mucho más que uno mismo. Hasta el absurdo de matar a quien usurpe su potestad de velar por ella. Los españoles no somos así. A nosotros nos parece mucho más lógico castigar a quien se mata lentamente que al que lo intenta de una sola vez. Al asesino en potencia. Contra sí mismo. Y por eso multamos al que no se pone el cinturón en el coche o al que no lleva casco en la moto. La verdad es otra. El Estado no vela por la vida del conductor sino por la suya propia. No protege la salud pública sino la sanidad pública. La de sus arcas. Su dinero.
La libertad pasó de ser una reivindicación en la dictadura, a una conquista en la democracia. Hoy apenas es una presunción. Un contexto. Como la ropa o los zapatos que olvidamos llevar puestos. Cada vez que una medida proteccionista del poder invade nuestra esfera privada, habitualmente justificada por el bien común, padecemos un recorte sensible en nuestra libertad. Y son muchas las microviolencias económicas, sociales, políticas o culturales, que han reducido nuestra libertad individual o colectiva como a un Gulliver maniatado por sogas liliputienses. Ser suicida, borracho o prostituta son decisiones legítimas y respetables si se toman desde la más absoluta libertad. Igual que ser borracha o prostituto. Pero la ley entrará a tajo contra ellos, igual que hizo con los fumadores y drogadictos, cuando las cuentas no cuadren. Sólo entonces. Y por ahora, el Estado gana más permitiendo que prohibiendo.
Esta lujuria económica del poder ciega los valores que nos vendieron para ocuparlo. Porque no es igual prostituirse por libre voluntad que por necesidad o por la fuerza. Ni beber porque se quiere, a no poder evitar caer al suelo todos los días. Ni arrogarse el discurso social a favor de los más humildes, y actuar contra ellos subiendo impuestos indirectos y recortando universalmente desgravaciones fiscales. Dos recortes sutiles de la única libertad que aún nos queda visible: la libertad de consumir. Con la soga al cuello.
Artículo publicado en el Día de Córdoba