En un oleo de Tiziano se ve a Sísifo condenado a cargar una piedra cuesta arriba por una ladera inclinada, una y otra vez, pues la piedra rueda cuesta abajo antes de alcanzar la cima, repitiendo el ciclo
Lo que ocurre con los montes gallegos me recuerda a esa imagen: remontando con las lluvias de invierno, con el sol de primavera, para volver a arder. Inexorablemente. Verano tras verano.
Primero es el color apagado del sol, ensombrecido por el humo grisáceo que, sutilmente, se va adueñando del aire. Le sigue el olor a naturaleza ardiendo. Y las “muxicas” flotando a merced del viento, restos carbonizados que convierten en realidad lo que, tantas veces, algunas y algunos hemos vivido: el monte, nuestro monte, se quema.
Y aquí acaba la tristeza casi poética y comienzan otros sentimientos y sensaciones mucho más primarios, los que tienen que ver con el instinto de supervivencia y de protección. Los gritos aterrorizados pidiendo ayuda porque el fuego llega a la puerta de las casas, ahogados por el ruido ensordecedor que provoca el crepitar de los árboles arrasados. Y el ritual de la solidaridad vecinal, a la espera de los medios públicos de los que se dispone para acabar con esta lacra, medios absolutamente insuficientes, como se ha demostrado año tras año. Las cadenas de vecinos cargados con cubos de agua, las mangueras que aparecen de todas partes, y el método tradicional de intentar sofocar el fuego a golpes con ramas, golpes que ayudan a descargar, la mayoría de la veces, la rabia mientras se mira al cielo esperando a ese helicóptero que descargará agua, evaporada muchas veces antes del llegar al suelo por las tremendas temperaturas que alcanzan esos eucaliptos plantados por la ambición humana y que arden a una velocidad atroz.
Después, solo queda impotencia. La desolación carbonizada que ha convertido en negro humeante aquello que hace unas horas presumía, orgulloso, de todos los tonos del verde. Una vez más. Un verano más. Como tantos otros.
Analizar las causas es adentrarse en un intrincado conjunto de despropósitos difíciles de frenar, como un mal endémico que se acepta con resignación.
La plantación desmedida de eucaliptos,( ya suponen casi 400.000 hectáreas en la autonomía,) que se duplicaron en los últimos quince años, y que, paralelo al asentamiento de las fábricas de celulosa, han influido en el incremento de su demanda. Ante las protestas incesantes de los grupos ecologistas, conocedores de la degradación del suelo o el excesivo consumo de agua que lleva aparejada esta especie.
La excesiva parcelación de la tierra, que convierte a personas en herederos de trozos de monte de difícil acceso o del que desconocen su ubicación, llenándose de flora autóctona que, en verano, con las elevadas temperaturas diurnas, se seca y arde con facilidad.
La distribución de las viviendas en la Galicia rural, donde, entre los núcleos urbanos, hay multitud de casas, algunas habitadas en contadas ocasiones, que han crecido en terrenos pegados a los bosques. Y son la avanzadilla con la que el fuego se encuentra en su camino arrasador.
La mano del hombre. Por despiste o dejadez. Pero también de forma consciente, viejas rencillas por lindes, o árboles que molestan, o terrenos con los que se quiere especular de alguna forma. O simple deseo de herir.
Y las administraciones. La local, la provincial, la autonómica. Las cunetas de las carreteras llenas de maleza seca, los caminos forestales sin cuidar, los cortafuegos que han dejado de serlo ante una naturaleza que encuentra su camino para nacer, crecer y morir.
La realidad es que, año tras año, como la piedra de Sisifo, Galicia vuelve a arder.
Y verano tras verano, los que amamos el monte gallego, volveremos a soltar lágrimas que tendrán el color de los castaños carbonizados.